Internacional

“‘El País’ había comprado mi perfil del rey Juan Carlos para publicarlo y lo retiraron por presiones de Zarzuela y de Moncloa”

El reportero estadounidense Jon Lee Anderson recuerda en esta entrevista las consecuencias del perfil que realizó en 1998 del entonces rey de España, uno de los países donde más ataques ha recibido por sus coberturas junto a Venezuela, Colombia y Brasil. "De haberle puesto coto al rey (Juan Carlos I), no habría quedado tan malparado él ni la democracia", reflexiona en esta entrevista con 'La Marea'.

Jon Lee Anderson en su casa en Inglaterra el día de la entrevista

El reportero Jon Lee Anderson nació en California en 1957, hijo de un diplomático y de una escritora de literatura juvenil. Pasó su infancia jugando en las calles de distintos continentes. En Taiwán fundó el periódico The Yangminshan Yatter, para el que convirtió en reporteros a sus cuatro hermanos y algunos amigos, y su madre en su «mentora, porque él era el editor y redactor principal, y ella la mecanógrafa».

Siguió afianzando su temprana vocación en Corea del Sur, Colombia, Indonesia e Inglaterra, donde reside actualmente y desde donde atiende a La Marea por videoconferencia. Acaba de publicar en España Los años de la espiral. Crónicas de América Latina (Sexto Piso Realidades, 2021), un volumen en el que recopila sus mejores coberturas para The New Yorker durante la última década.

Sentado en el escritorio en el que desde que comenzó la pandemia comienza a escribir a las cuatro y media de la mañana, despliega desde el saludo inicial la ingrávida naturalidad en el trato de quien ha aprendido desde la cuna a relacionarse con personas de distinto origen y clase social, la ágil calidez de quienes hacen sentir al interlocutor un inteligente viejo conocido, y la cada vez más rara deferencia de reflexionar antes de contestar cada respuesta.

Por eso no se recrea en lugares comunes, ni esquiva jardines con espinas; por eso, defensores y detractores de Hugo Chávez lo acusan de traidor o manipulador por las redes, como antes lo hicieron por otras vías en España por su trabajo sobre la memoria histórica, Euskadi o Catalunya…

Jon Lee Anderson es uno de los grandes reporteros internacionales. Sus perfiles de líderes históricos, sus reportajes en los más diversos escenarios, y sus libros, como la biografía del Che Guevara –a la que dedicó cinco años–, La Caída de Bagdad, en el que retrata la invasión del Trío de las Azores, o este que nos ocupa sobre la última década en América Latina, destacan por su capacidad para desbrozar la complejidad de los contextos y personajes desde los matices, las incoherencias, las contradicciones y esas escenas que, de repente, explican la historia del mundo.

En su periodismo no hay grandes sentencias ni verdades categóricas, sino una búsqueda de la comprensión, compasiva incluso hacia los verdugos, porque su fin último, como él mismo ha declarado en alguna ocasión, es el de mediar entre el pueblo al que narra y la audiencia que le lee: desterrar estereotipos y prejuicios, y evidenciar que, bajo todas las capas de lo noticioso, reposa la misma esencia de humanidad, avaricia y miedo. La misma que explica también el auge y el hundimiento de la última generación de líderes de izquierdas.

“La década que comienza es la de la muerte de la revolución”

Varios de sus reportajes están dedicados a desgranar la evolución de líderes políticos de la región como Daniel Ortega. A través de la historia del anuncio de la construcción de un canal como el de Panamá, expone la deriva totalitaria del líder sandinista que, junto a su esposa y vicepresidenta Rosario Murillo, no dudó en ordenar asesinar, encarcelar y torturar a los manifestantes de las protestas de 2018.

Después de haber entrevistado, investigado y reporteado durante décadas, en América Latina, en África y en Oriente Próximo, sobre tantos líderes que se alzaban con el poder como revolucionarios y que terminaron convertidos en tiranos cuando no, directamente, en dictadores, ¿cómo se explica ese fenómeno?

Es algo que me tiene consternado desde hace tiempo. Creo que las raíces están en dos cuestiones. La primera es el paradigma del poder: el viejo adagio de que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. En algunos de estos procesos, otrora revolucionarios, que nacieron en la Guerra Fría y en la posguerra fría, como Ortega o el chavismo, había una idea absolutista de la justicia de la causa, que era la revolución. La revolución como una especie de verdad o bien que está más allá de la crítica. 

Por supuesto que Estados Unidos en América Latina conformó su propio estereotipo maligno de feudo americano, de país imperial, intervencionista, con la CIA, los escuadrones de la muerte y los paramilitares echando leña y justificando con sus acciones a los regímenes que se autoproclamaban socialistas. Lo vimos también en África. 

Pero en el 99% de los casos no fueron gobiernos ni revolucionarios ni socialistas. Al igual que muchos de los que se autoproclamaban del lado de Occidente tampoco eran demócratas, sino todo lo contrario.

La década que recojo en el libro es la tercera tras el colapso de la URSS y el desvanecimiento del comunismo. Sus vestigios en América Latina son Nicaragua, Venezuela y Cuba. En el caso de Nicaragua es interesante porque fue la primera revolución que triunfó en Latinoamérica tras la cubana, veinte años después. Después de que las políticas de Ortega hicieran aguas, vinieron 16 años deambulando en las inhóspitas tierras del no poder. Pero volvió en 2006, con su mujer como copresidenta: es una especie de monarquía criolla, que uno podría ver en Turkmenistán…

Con los hijos controlando los grandes medios de comunicación y las grandes empresas…

Sí, muy parecido a lo que hicieron muchos de los dictadores antes de las Primaveras Árabes: Assad, Gadafi y Mubarak repartieron el poder económico entre sus hijos para asegurarse así el control político del país, mientras daban la apariencia de abrirse al mercado. Sus familias controlaban la economía y ellos, los dictadores, el mensaje. En el caso de Ortega-Murillo, su dominio incluye el periodismo, la comunicación y relaciones públicas del país. 

Tienen este eslogan de cristianismo, socialismo y solidaridad que, por supuesto, no significa nada. Ya no sabemos qué significa socialismo porque la mayoría de los que han llegado al poder a lomos de ese término lo han borrado: no hay un socialismo como tal. ¿Es el de China, que es un capitalismo brutal? ¿El de Venezuela, que es un fracaso rotundo? ¿O es el de Dinamarca y  Suecia, que sí son socialdemocracias? Pero eso es otra cosa. 

Muchos de los que se presentan como socialistas son dictadores tropicales, nepotistas y tan ladrones como sus contrapartes de la derecha. Esa es la otra crítica que podría hacer, pero lo que hemos visto en la última década es esa marea morada de una supuesta izquierda que estaba en la cumbre cuando comienza el libro, en 2010, y que ya no está.

Tenía la peculiaridad de estar liderada por viejos izquierdistas, algunos de ellos exguerrilleros, expresos, revolucionarios, que abarcaba un amplio espectro: desde Ortega hasta Michelle Bachelet, que yo calificaría de socialdemócrata y de servidora pública. Ahora trabaja en la ONU, hizo alternancia con un partido de derechas, como  el de Sebastián Piñera. En Uruguay teníamos a Mújica, que estuvo doce años preso, un tipo honesto, bonachón, nadie le tilda de corrupto y es capaz de hablar con sus contrincantes y buscar la reconciliación. La mayoría de los demás líderes de izquierda, no: agudizaron la polarización de su país para afincarse en el poder y terminaron siendo tan corruptos como a los que habían desplazado. 

Pero esto no es para privar a la derecha de su merecida crítica, pero sí hace falta que la izquierda se mire en el espejo y recapacite, que no pueden seguir los pasos de personas como Ortega, que cuando vuelven al poder quieren quedárselo como cualquier dictador miserable de antaño. 

Parte del problema de la izquierda es que está atada al término de revolución. Últimamente me pregunto qué es la revolución. ¿Acaso ese término es palabra de Dios, es una cosa sagrada? Así lo asumen en los países donde ostentan la revolución. Todo con la revolución, nada fuera. Es como la catedral de la política: si no eres creyente no puedes estar porque eres vilipendiado, eres contrarrevolucionario, ‘encarcelable’, expulsable. Creo que ha sido la debilidad de casi todos los procesos revolucionarios de la historia y, por ende, creo que hemos llegado al final. Si tuviera que definir la década que comienza es la de la muerte de la revolución y del arranque de un periodo post ideológico. 

Portada del libro (Sexto Piso)

Cuando describía el gobierno Ortega-Murillo, hablaba de ese cristianismo reaccionario que han introducido en todas las estancias del país y del que ya dieron muestra en 2008, cuando tras entrar en el Gobierno, mantuvieron la prohibición del aborto en casi todas las circunstancias*. Pese a que Nicaragua es un país que vive desde hace décadas fundamentalmente de las remesas y de la cooperación al desarrollo, la comunidad internacional fue incapaz de reaccionar e intervenir.

A la vez, Lula da Silva era el icono de la izquierda mundial: había logrado sacar a decenas de millones de personas de la pobreza mediante unas políticas que eran aplaudidas por todo el ala progresista mundial. Que todo acabase por la corrupción de miembros de su partido parece evidenciar la dificultad de erradicarla en sociedades tan desiguales. ¿Qué ha representado para la izquierda la extinción de la esperanza política de Lula y Dilma? 

Es una desgracia muy grande para Brasil y para los brasileños. Lula era un tipo que reunía un carisma muy atractivo y original. Todos recordamos cuando, en 2009, Obama apareció en un escenario con él y lo presentó como el hombre más popular del mundo. Con él como presidente, Brasil tuvo por primera vez un papel en las instancias internacionales. La flaqueza del Partido de los Trabajadores fue haber intentado montar un caballo ya hecho: la alianza con unos sectores de la derecha con los que no compartían nada. Por otra parte, heredaron unos instrumentos de poder que ya estaban muy corrompidos. Es como pretender ser alcalde de Nápoles sin jugar con la mafia. 

La misma gente que Lula logró sacar de los más bajos fondos de la pobreza han vuelto a caer en ella. Y muchos de quienes le votaron y creyeron en su camino, han votado en 2018 por Bolsonaro. Y es por algo que el PT nunca controló y que sería el gran talón de Aquiles de las democracias de América Latina, de derechas o izquierdas: no han creado fueros judiciales independientes, ni han democratizado a la Policía, que sigue siendo vista como los malandros, los rateros. En Brasil , 62.000 brasileños fueron asesinados en 2017. Bolsonaro apareció como Harry El Sucio, apuntando con una pistola imaginaria a los supuestos delincuentes. La mano dura. La gente que vive en las favelas, sea de izquierda o de derechas, es la que sufre en carne propia la inseguridad todos los días. Y muchos de ellos se creyeron este sencillo mensaje.  

La gente en el caos tiende a buscar lo sencillo, a querer creer en blanco y negro, los ciudadanos comunes se asustan, rechazan los grises. Pueden conformarse con los grises cuando es el gris de Bélgica o de Ámsterdam, donde todo funciona, pero cuando es el gris de los sicarios, de los narcos y demás, no: entonces quieren el blanco y negro. Y eso es algo que deberían recordar los líderes  políticos de turno. América Latina no puede avanzar hacia una política del bien común hasta que tenga líderes que buscan el bien común. Más allá de sus nichos polarizados, sus grupitos, sean de la élite o de la supuesta revolución. Al final, terminan en lo mismo.

En su reportaje El señor de la miseria, realiza un retrato del legado de Chávez en Venezuela, en el que recoge el ímpetu de este presidente por sacar a su pueblo de la pobreza, pero también el sistema injusto y caciquil que implantó para intentarlo: las guerras de las pandillas en las cárceles, la extorsión en los edificios ocupados, la violencia creciente en sus calles… ¿Ha notado un cambio en cómo se acogen reportajes en los que, como debería ser lo habitual, se relata la complejidad, sin posicionarse a favor de nadie?

No puedo contestar esta pregunta sin pensar en las redes sociales. El chavismo ha monopolizado el poder en Venezuela en los últimos 25 años, el periodo en el que hemos transitado de un periodismo tradicional, en el que cada uno tenía sus noticieros, radios y cabeceras de preferencia, al móvil en el que vemos los titulares que determinan los algoritmos. En este periodo he visto cómo han crecido los trolls, políticos y grupúsculos que operan para atacar mis publicaciones por hacer lo que siempre hago: intentar reflejar lo que a mí me parece que es la realidad del sitio que decido cubrir. Donde más he sufrido esos ataques es en Venezuela, España, y en menor grado, Colombia y Brasil. 

Quizás Venezuela haya sido el más fuerte porque Chavez fue el primer líder tuitero del mundo. Y logró una gran hinchada y hay muchos venezolanos en las redes. Como la prensa tradicional ha colapsado, todo está en el ciberespacio. Esta pieza del señor de las miserias, que supone una crítica dura a chavismo a través de esta barriada vertical de Caracas, y que apareció poco antes de su muerte, caló muy hondo porque, a mi juicio, es una mirada certera y aguda de las debilidades que yo había percibido y que tuve acceso para reportearlas. La respuesta fue más dura porque muchos me consideraban afin al chavismo por dos perfiles que había escrito antes de Chávez. Si lo leen bien, verán que no soy un fan, sino que eran escritos en los que le acercaba al lector para que cada uno llegase a sus propias conclusiones. 

Es curioso porque recibo ataques de la derecha y la izquierda solo por cubrir Venezuela. Deduzco, por tanto, que la razón es la polarización del país. Como ya sabemos de las redes, no hay reflexión, no hay un momento de pausa: sacas la pistola y disparas. Y esa es la tendencia en Venezuela. Es lamentable porque esos ataques también vienen de personas que deberían ser las cabezas pensantes de los partidos políticos de la oposición y oficialistas. Todos tienen un verbo muy violento. Van sin frenos, directamente al ataque, a la ofensa y al repudio. Y eso incluye cualquier opinión contraria. 

También ha cubierto otros países cuyas coberturas se han vuelto objeto de ataques, como Libia, Siria y Nicaragua, de la que ya hemos hablado. Los periodistas que cubren los crímenes de sus mandatarios son acusados por una parte de la izquierda autoproclamada ‘antiimperialista’ de manipuladores al servicio de la OTAN, entre otras difamaciones. También ha mencionado Colombia, donde la ciudadanía entiende cosas distintas cuando escucha palabras como guerra, paz, guerrillas, desplazados, paramilitares, Uribe…

En un mundo donde es muy difícil debatir porque no compartimos el significado de muchas palabras, ¿qué podemos hacer los periodistas, que trabajamos precisamente con las palabras, para reconstruir la convivencia real?

Es algo sobre lo que he reflexionado mucho. Yo intento hacerlo como lo he hecho hasta ahora, con el añadido de sentirme más troleado por la red. Esta semana he publicado un perfil en The New Yorker sobre el esfuerzo de una mujer keniana por salvar el ecosistema de su país. Nos han insultado porque, de pronto, yo soy un blanco imperialista reviviendo los estereotipos colonialistas por escribir sobre Kenia, sin ser negro, y ella una especie de escuálida sirvienta del imperialismo por hablarme.

Siento un rechazo muy fuerte por las redes sociales y estoy a punto de retirarme de Twitter. Entré hace una década por recomendación de la revista y en este periodo lo único que me ha aportado es dolor de hígado porque es muy frustrante no contestar. Salí de Facebook porque divulgaban vídeos de ejecuciones de amigos míos como James Foley. Después decidieron no seguir haciéndolo, pero el daño estaba hecho. 

Debemos tener un debate continuo sobre las redes y sobre si eso es libertad de información, si estas corporaciones que son dueñas de las redes no nos están controlando a nosotros y creando más problemas que otra cosa. Quizás deberíamos restringir algunas de estas plataformas. Sé que ahora suena a sacrilegio, pero también hace algunos años algunos pensaban que Wikileaks era el maná. Yo cuestionaba que el hacking fuese periodismo, como las filtraciones. Lo publicaban porque les gustaba lo que había en ellos. Y resulta que Wikileaks nos dio a Trump de mano de los rusos. 

Los gobiernos y las tiranías están utilizando las redes. Hace poco, un chino que había estudiado en Estados Unidos fue arrestado a su vuelta a China por haber publicado hacía tres años una crítica a su gobierno en Facebook. Los regímenes son capaces de controlarlas hasta ese extremo y deberíamos plantearnos cómo estamos manejando la información y administrándola en el fuero público para no ser tan vulnerables a las dictaduras, a estas corporaciones, al tabloidismo, al sensacionalismo y al populismo que parecen inherentes a las redes.  

En 1998, publicó en The New Yorker un perfil del Rey Juan Carlos I en el que recogía sus infidelidades. Los medios españoles no solo no se hicieron eco de esa información sino que algunas de sus fuentes llamaron a la Casa Real para disculparse por aparecer como fuentes. ¿Qué responsabilidad tienen los medios de comunicación españoles en el descrédito de la política y de los propios medios que el silencio en torno a los supuestos casos de corrupción de la Corona han provocado entre la ciudadanía?

Muchísima. El País compró mi perfil del rey Juan Carlos para publicarlo y lo retiraron por presiones de Zarzuela y de Moncloa, como me dijo con estas palabras textuales el entonces editor del periódico. Y te podría contar otros seis o siete casos de reportajes que publiqué sobre España que generaron críticas de la élite por remover a vacas sagradas. Es una pena porque en España muchos españoles pensaron que estaban viviendo en una democracia, pero era una democracia atenuada, moldeada por un grupo que se sentía sus guardianes. A mi juicio, era una democracia más fuerte de lo que ellos pensaban. El rey era un hombre que no conocía límites porque se lo dieron todo por ser un supuesto prócer de la democracia. De haberle puesto coto al rey, no habría quedado tan malparado él ni la democracia. 

Otra vez publiqué un reportaje sobre el País Vasco en el que había declaraciones de nacionalistas y de portavoces del PP. Un grupo de españoles, incluyendo el cónsul en Nueva York, insistieron en ejercer su derecho a la protesta en persona con el director del The New Yorker. Llegaron a medir cuántos centímetros ocupaban en la página unos y otros. Fue en la época en la que (Ruiz Gallardón) destituyó al director de Telemadrid por emitir un reportaje en el que aparecía Otegui por insuficiente belicosidad con los nacionalistas. Desde el punto de vista estadounidense, todo esto era inconcebible y demostraba que la información en España estaba muy controlada. 

También hemos visto la xenofobia que sigue existiendo en España con los ataques y despidos que se dieron contra periodistas extranjeros que hablamos del tema de Catalunya como Raphael Minder del New York Times, John Carlin de El País o yo mismo, por cuestionar el comportamiento del Estado español y de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad en el tristemente célebre referéndum: nos tacharon de apologistas del secesionismo, de anglosajones de mierda, de ignorantes… A mí me dedicaron unas cuantas columnas y bastante ‘trolera’; a Minder, también, y a Carlin lo despidieron. Fue un episodio vergonzoso. Se demostró que la xenofobia que caracterizó al franquismo seguía viva 50 años después de la muerte del dictador. 

“Saber todo lo malo que está ocurriendo en todo momento ha provocado una desesperanza existencial colectiva muy fuerte que aún no podemos ni calificar”

Los protagonistas y destinatarios de nuestras informaciones no tienen horizonte de mejora, ya sea por la violencia, por la falta de empleo, por la crisis climática… Pero las historias en las que solo hay desidia y desesperanza paralizan y ahuyentan la lectura. ¿Dónde encuentra usted la esperanza desde la que narrar los hechos importantes?

Me he llegado a preguntar si soy catastrofista. He cubierto hechos nefastos que no inspiran esperanza, pero nunca me he sentido el que trae malas noticias. En los últimos años he retomado un terreno que me apasiona y por el que no se me conoce, aunque fue con el que me inicié en el periodismo, en el Amazonas: el medio ambiente y las comunidades originarias. Hace dos años hice un reportaje sobre los indios kayapó en un área brasileña invadida por los mineros de oro. Pero comprobé que los mismos indígenas eran cómplices de su ruina y que estaban atrapados en una situación muy fea. Pero encontré a Belem, que se convirtió en el personaje principal porque explicaba el dilema. Tendemos a ver estas comunidades como los inocenticos o los malos, y si queremos resolver esta situación, tenemos que atender a los matices. A mí comprobar que están tomando conciencia, me da esperanza. Hay que luchar aunque sea por una mínima cosa. 

El neoliberalismo ha arrasado con la posibilidad del horizonte de mejora, pero en términos generales, estamos mejor que hace tres décadas. ¿Por qué somos una sociedad desesperanzada?

Creemos saberlo todo porque tenemos un móvil que nos cuenta todas las brutalidades que ocurren en el mundo en tiempo real. Alguien es decapitado en Filipinas, una niña es violada y lo sabemos al momento, a veces en vídeo, en vivo, es horrible. Saber todo lo malo que está ocurriendo en todo momento ha provocado una angustia y una desesperanza existencial colectiva muy fuerte, que aún no podemos ni calificar. Es más de lo que somos capaces de absorber.

Luego está el GPS, esa creencia de que no hay lugar recóndito en el mundo. Y la consciencia del cambio climático, de que el mundo tiene fecha de vencimiento, ha provocado una angustia existencial muy fuerte. Pone en jaque a los que todavía son creyentes de cualquier fe: musulmana, cristiana, budista… Su noción del mundo, de la vida y de la muerte se basa en algo que está amenazado continuamente por los datos fácticos que le llegan continuamente a través del móvil. Y esta situación todos sabemos que acabará con nuestra extinción, pero es como un choque entre coches del que no sabemos bajarnos. 

La solución no es menos información, sino cómo asumirla y cómo vivir nuestras vidas al margen de esa vorágine. 

*Fe de erratas: En una primera versión de la entrevista, se apuntaba que la reforma de la ley del aborto de Nicaragua se había aprobado en 2008, cuando fue en 2006.

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Comentarios
  1. Por los comentarios que leo, deduzco un par de cosas:

    La primera: Que el maniqueismo vuelve a estar de moda «o conmigo, o contra mí»

    La segunda: Que este buen señor parece que -pese a las obligaciones de su oficio- va a llegar a la conclusión de que la mejor manera de combatir las «malas compañías» y los «hábitos perniciosos» es mantenerse al margen (me refiero a las redes).

    Comprendo que son una herramienta muy potente de difusión de las «noticias»;

    Pero, dado que en dicho lote se incluye una exhorbitante cantidad de memeces, intoxicaciones y opiniones personales disfrazadas de información y «depurar eficazmente toda esa morralla resulta fuera del alcance del lapso de tiempo que dedicamos «a pensar» (o intentarlo), opino que el mejor remedio es ahorrarse el viaje.

    Comprendo también que una vez acostumbrados a recibir «la dosis diaria» resulta enojoso quitarse ese hábito.

    A los simples mortales nos resulta imposible derribar estos imperios.

    Pero no esquivarlos, aunque sea parcialmente, dejando de alimentar esa bestia.

    Saludos.

  2. Y del fascista , penoso , decadente y más que amortizado régimen pseudo democrático implantado y en plena vigencia en el reino de Españistan ; ¿ que es lo que opina sr. Jon Lee ? .
    Salud.

  3. Pues a mí me parece que llevas las anteojeras de todos los que no dudan jamás y el sombrero que impide que entren en tu cerebro ideas fuera de tus prejuicios. Y sin ánimo de ofender. Un saludo.

  4. Pues nada este señor dice lo mismo que la derecha ultramontana pero escondiéndolo baja la capa de imparcialidad. De eso ya sabemos mucho para al final seguir defendiendo los intereses de los poderosos y de las multinacionales que bajo la dirección del gobierno de los EE.UU. pretenden apoderarse de los recursos de los paises del Sur.
    Lamentable señor Jon.

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