Opinión
Miedo
"Miedo a pintar de civismo el miedo. A la desorientación, al noqueo emocional constante, a lo que quiere decir que se nos ponga una sonrisa con virales de aerobic y tanques en un golpe de Estado".
Veo el documental sobre Umbral Anatomía de un dandy y, más que una biografía guionizada y ciertamente fácil de seguir, me parece una película de miedo. Pienso también en lo que se ha avanzado gracias a muchas mujeres y a pesar de la reacción de los irrecuperables para la causa de un nosotros y nosotras que desacralice al siempre sobrerrepresentado yo. La enseñanza es fácil: nunca debería ser más importante contar la vida que la vida misma. A qué persona que dices que te importa dejaste en leído semanas porque ese capítulo sobre los cuidados no te salía. Cuántos cadáveres emocionales quedaron por el camino para que esta obra esté en la mesa de novedades destacadas, eso que no suele poner en las fajas de los libros.
En cambio, Las niñas, de Pilar Palomero, me ha gustado. Más, de hecho, cuanto más la pienso. Es una ventana a la realidad en la que se forjó –y también contra la que se construyó– la fortaleza de muchas compañeras de generación. Tiene un ritmo que nos reconcilia con una escala humana de emociones, tiene a Andrea Fandos llenando la pantalla y tiene un último plano memorable. Mientras nosotros despejábamos el patio a balonazos y nos permitíamos alargar la niñez, ellas descubrían un mundo hostil donde casi siempre se las iba a mirar sospechosamente hicieran lo que hicieran. La chula, la empollona, la jirafa, la tonel, la muermo, la fácil. Ya sabemos, demasiado serias o demasiado risueñas. Eso también me acaba de transmitir cierto desasosiego, cierto miedo.
Creo que lo de que vea pelis de miedo donde no las hay está siendo cosa mía. Lo de bajar el listón de las inercias ante las que hay estar alerta, digo. No hablo de sentir propiamente terror, no, sino de atisbar presencias amenazantes, tics de ese género en productos de otro tipo. De toques como el “tanto latido perdido por el clic del capital” que canta Maria Arnal en el adelanto de su próximo disco. Hablo del pavor que da la tentación de ver hoy como un mal menor el famoso titular: “La vida no puede ser trabajar toda la semana e ir el sábado al supermercado”, del paleoantropólogo Juan Luis Arsuaga en una entrevista de hace menos de dos años. O de la incertidumbre que da asistir al descalabro de un modelo insostenible –en dinero, en tiempo, en pillaje de recursos naturales– sin un horizonte claro de mejora colectiva, por más esperanza que queramos echarle.
El miedo. El miedo que da que altos cargos de salud pública hablen como miembros de la patronal. Miedo a que la violencia nos convenza de que no es violencia, a que no nos parezca violencia el “rango de sueldo no disponible” en todas las ofertas de LinkedIn. El miedo a hacerle pagar a otros nuestras condiciones y a acabar el día con más tareas pendientes que las que teníamos al levantarnos. Miedo a pintar de civismo el miedo. A la desorientación, al noqueo emocional constante, a lo que quiere decir que se nos ponga una sonrisa con virales de aerobic y tanques en un golpe de Estado, a ser capaces de sentir recreo en el desastre de otros, miedo a una tos que suene a sacudir arena.
Miedo a distanciarnos, a tener que cerrar los ojos para imaginar caras, a perder pie, a rompernos, miedo a romper las cosas también, como miedo a bajar los brazos y dar por bueno que las cosas no duren; a tomar el detalle por el todo y que un libro subrayado parezca por fuerza un libro más aprovechado que otro leído con un cariño indemostrable en esta feria de símbolos. Miedo a que sonroje más llegar tarde a ese libro que a una cita con alguien. Pánico a que nos cansemos de rebatir que la confianza da asco y de recordar que el refranero a veces es un tratado de sociopatía. Espanto a que rente lo injusto, al cinismo atroz y a conceder ventaja a verdugos suponiéndoles neutrales. Terror a la resistencia a perder privilegios, que es otra forma de nombrar el fascismo.
Y bueno, miedo a cómo el miedo repercute en las personas que están alrededor de quien lo tiene. A la delación, al trepismo, al colaboracionismo, a la quema de puentes. A que sea coartada para girar siempre hacia el mismo lado. El miedo, que sobra tanto en unos sitios como falta en otros. Su ausencia, que suena como la carcajada del señorito que le puso la piel de gallina a Azarías. Quizá por eso este solo acertó a implorarle: “No se ría así, por sus muertos se lo pido”. Puede que porque sintiera entonces miedo a perder el miedo.