Opinión
La herida en lo común
"Los daños de la pandemia que deberemos afrontar no son solo los del duelo de los que hemos perdido. Hay algo en juego mucho más grave: la fractura en lo común, la necrosis de la comunidad, la falta de confianza en las instituciones".
En filosofía decimos que algo es necesario cuando no puede no existir. La muerte es necesaria porque si vivimos, necesariamente moriremos. Lo que no es necesario y lo cambia todo es la forma de morir. Que morir es inevitable lo sabemos aunque a duras penas llegamos a aceptarlo y sufrimos. Llegamos incluso a rechazar cualquier mención a la muerte, miramos hacia otro lado, nos enfadamos con quien muere como si hubiera podido elegir. “Me has dejado sola” pensamos. Y es cierto: estamos algo más solos y nuestro mundo está algo más vacío.
Cuando muere un ser querido nos rompemos en la misma medida en que se rompe uno de los lazos que traman la familiaridad de nuestro día a día. El mundo es distinto y allí donde nosotros sentimos un cataclismo, los demás no aprecian ningún cambio: su mundo es igual. Y ahí queda la ausencia. Nos llenamos de ella.
A veces el dolor frío y pesado que caracteriza al vacío de la pérdida se transforma en sufrimiento. La muerte entonces no se experimenta como corte, sino como desgarro. El sufrimiento es tan hondo que el dolor mismo cala hasta los cimientos y nos porta. Este es su sentido: un llevar (lat. ferre) por debajo (sub).
El sufrimiento a veces te acaba llevando. Es como desgarrarse despacio porque cuanto más te aferras a la conciencia de la pérdida más duele el vacío que abrazas, pero, ¿cómo no aferrarse al contorno de una falta si es lo único que nos queda? ¿Cómo no aferrarse al vacío si parece que es lo único que sentimos dentro? Hay que ser en verdad muy valiente para dejar ir ese dolor porque al principio nos cuesta ver la huella, el vestigio del otro que en nosotros queda y hace poso. Hasta entonces el dolor nos pesa y la vida es más costosa.
Quizá porque cale tan profundo, los antiguos griegos entendían el dolor como aquello que te deja sin palabras, que es incomunicable, que te paraliza, que hace más fría la existencia, más desapacible. “He perdido a alguien” te dicen. Y tú, que lo escuchas, sabes que no hay nada que decir. No sé si les ha pasado. Solo se siente ese nudo en el estómago. Acompañas en el sentimiento o, si eres tú quien ha perdido a un ser querido, te dan sus condolencias precisamente porque no pueden ponerse en nuestro lugar, pero están con nosotros en el dolor.
“Estoy ahí” nos dicen. Es un gesto cálido que se agradece porque aunque nunca llames ni recurras a los demás, sabes que están. Cuando perdemos a alguien, el mundo, nuestro mundo, es más pequeño. La sensación es certera porque esa red intrincada a la que pertenecemos, a la que entendemos como la de los nuestros ha perdido uno de sus hilos y está destrenzada. “Espero que tú y los tuyos estéis bien”, solemos decir. Nos falta uno, pero no uno cualquiera: tiene nombre, historia tramada con la tuya, insufribles manías, pequeñas singularidades. Para seguir es necesario volver a entretejer ese mundo nuestro en el proceso de la aceptación y adaptación que se llama duelo.
Nadie puede hacer el duelo por nosotros, pero si podemos hacerlo es precisamente porque tenemos un nosotros. Y el mundo, poco a poco, se va abriendo de nuevo. Lo que nos hace seguir es sabernos entretejidos en un nosotros que nos proporcione cobijo, refugio, cuidado ante el dolor inevitable. Ese nosotros es nuestra comunidad y la comunidad es nuestro mundo. El mundo no es meramente un lugar en el que estamos. Es el “entre” constitutivo que relaciona los seres vivos, como dijera Arendt, y en el que intercambiamos y nos relacionamos de un modo y otro. El mundo es la manera de cuidarnos o de descuidarnos; por eso, por recordar a Camus, aunque cada generación se cree destinada a rehacer el mundo, la tarea más importante es impedir que se deshaga de forma innecesaria para poder volver a entretejernos con los demás.
Si la herida común es la muerte que nos causa del dolor de la pérdida, la forma de afrontarla procede de cómo nos enlazamos con los nuestros haciendo mundo. Sin esa confianza en el entramado que conforman los brazos que nos sustentan y nos ayudan a minimizar la incertidumbre la vida sería hostil y desapacible. Se desharía. Ahora bien, aunque todos morimos y eso es algo necesario, hay muertes innecesarias.
Morir por la incompetencia, morir por el mercado y el mercadeo, es una de las heridas de difícil cicatrización de la enfermedad que se lleva consigo algo más que una persona. Es la herida en lo común que ataca el corazón mismo de la comunidad. Ella es el vacío de un mundo deshecho y destejido. Es la sensación del desamparo no porque la comunidad no te sostenga, sino porque es ella la que ha generado la innecesaria muerte. Es la frustración de saberse parte de una relación asimétrica que exige responsabilidad pero no la asume. Es sentirse preso y sin aire, sin posibilidad de escapar. La muerte innecesaria se lleva por delante el vínculo con la comunidad que, herido, supura y se necrosa. Es el dolor de la decepción impersonal causada por nadie en concreto pero dirigida y concretizada en instituciones o en un “otro” demonizado, desconocido y amenazante, que lleva a un desgarro mucho más profundo y a un dolor que apela a un sentimiento que genera ira y odio, entendidos, como ha hecho una larga tradición filosófica, como respuesta ante algo que supone una amenaza y nos hace daño.
Al vacío de la pérdida de un ser querido, se suma entonces la pérdida de confianza. El dolor es doble. Es el punto de inflexión que muestra que no hay verdadera condolencia, sino que estamos solos cuando necesitábamos a nuestra comunidad, que no había red, que nos han engañado o burlado, que estamos desamparados, que esa muerta podía haberse evitado y, por ello, que todo pésame es una convención social pero no sentida. Una sensación engañosa, aciaga y desoladora emerge entonces: o se trata de morir por unos idiotas, en el sentido griego del término, es decir a causa de aquellos que, más centrados en asuntos personales piensan más en sí mismos y en los suyos que en la comunidad, y que incluso aprovechan sus posiciones públicas para su propio beneficio; o morir por idiotas, en el sentido usual del término, porque nos hemos dejado engañar.
Los daños de la pandemia que deberemos afrontar no son solo los del duelo de los que hemos perdido. Hay algo en juego mucho más grave: la fractura en lo común, la necrosis de la comunidad, la falta de confianza en las instituciones que hará imposible la convivencia y que alimentará con frustración y desengaño a los movimientos ideológicos más extremos.
La agresividad, la crispación, la susceptibilidad, el hartazgo, la decepción, el deseo de escapar son sus síntomas. ¿Qué mundo estamos conformando con la pandemia? ¿Qué forma de “entre” se está imponiendo? ¿Qué daños innecesarios estamos fomentando? Para este proceso de degradación no hay duelo porque lo común no desaparece ni genera un vacío, sino que, de cuerpo presente, en su descomposición se componen otras formas que usurpan su lugar en una peligrosa metamorfosis: nadie querrá enterrar lo común, pero podemos colocar en su lugar a un muerto viviente que pervive, como advirtió Locke, vampirizando a sus integrantes.