Opinión

Una hegemonía como una tortilla de Betanzos

"Resulta curioso cómo una generación política que tenía todo el santo día a Gramsci en la boca se comió una hegemonía como una tortilla de Betanzos", señala Jorge Dioni

El diputado de la CUP David Fernàndez en la tribuna del Parlament. PARLAMENT DE CATALUNYA

Pensar que el mapa de Europa puede cambiar solo con desearlo es un pensamiento absurdo. Quizá, solo superado por la idea de que el actual mapa de Europa es fijo y no va a variar nunca más. Lo hará y, casi con toda seguridad, será bajo circunstancias ya repetidas: mutuo acuerdo, crisis regional o enfrentamiento armado.

Las cosas cambian, pero suelen hacerlo de un modo similar y mucho más lentamente de lo que indica nuestra necesidad de utilizar la palabra histórico. Cada tres meses, un cambio de paradigma; cada seis, una nueva era. Probablemente, la aparición del primer hecho notable de este tranquilo siglo XXI moderará la hipersegmentación compulsiva del tiempo.   

Sin embargo, explicar en Catalunya hace tres o cuatro años que el pensamiento mágico no funciona para los procesos de independencia provocaba ser tachado de reaccionario, inmovilista o, incluso, fascista. O estás con la democracia y la libertad o estás con la dictadura y la represión. Fin. No había más.

El truco de la falsa elección funcionaba por dos factores emocionales: la indignación que provocaba el despliegue policial del uno de octubre y la ilusión colectiva que ensombrecía cualquier cuestionamiento. Cómo no emocionarse con un proyecto de futuro cuando la cotidianeidad es resistir, resistir y resistir. 

La luz de la proximidad de Ítaca era deslumbrante. Todo iba muy rápido y había que tomar partido. Sin matices, porque la sociedad se dividía para ser medida al peso, algo que suele limitar este tipo de procesos, donde, salvo situaciones excepcionales, la cohesión social es imprescindible. No la había, pero decir eso era otro tabú, lo mismo que cuestionar que se retorcieran los procedimientos democráticos para lograr una democracia más perfecta o expresar dudas sobre por qué iban a funcionar mucho mejor las cosas si iban a estar prácticamente los mismos grupos sociales que en las décadas anteriores. Muchas décadas, de hecho. Si Catalunya desarrolla una ley de Memoria histórica, seguro que habrá sorpresas.

Obviamente, todo acabó regular. El pensamiento mágico siempre se enfrenta con la realidad y ese despertar suele dejar una resaca complicada. La fe no mueve montañas, pero enciende hogueras. Ítaca se convirtió en un Maelstrom, un remolino hipnótico, una corriente trituradora de la que pocos aspectos se han salvado y que no se solucionará con un cambio de gobierno. Hay mucha gente que ha encontrado un sentido a su vida y, en un mundo desencantado, es un producto de alto valor.

Es interesante detenerse en el camino porque es probable que ciertas condiciones se repitan y vuelvan a plantearse soluciones parecidas. No, desde Barcelona, sino desde Madrid, Málaga o Valencia. De momento, la ultraderecha española es un partido de gente bien que, pese al contacto con otras formaciones, es heredera del franquismo: familia, propiedad, tradición, militarismo y vivir del presupuesto público. Pero es posible que eso no dure para siempre y que, con el habitual retraso, nos lleguen las olas de otros lugares. Seguramente, con el rostro de algún simpático youtuber.  En general, es interesante no olvidar lo sucedido para aprender algo que me explicó mi bisabuelo: cuando sacan las banderas, cuidado con las carteras.

El camino comienza el quince de junio de 2011. Artur Mas tenía que acceder en un helicóptero al Parlament. El edificio estaba rodeado por un grupo de manifestantes vinculados al 15M que increparon a la mayoría de diputados. Hubo muchas voces que pidieron más dureza, pero hubo gente, escasa, que buscó otro camino. La visión conservadora de que todo malestar es un problema de orden público no funcionaba y la única opción era encauzarlo.

Un buen ejemplo era Portugal, donde la conciencia colectiva de país atenuaba la dureza de los recortes y, aparentemente, sofocaba cualquier estallido social. Había que importar ese espíritu para que el proyecto común se impusiera al malestar social, concretado en el movimiento 15M. El concepto de lucha de clases, renacido por la evidencia de la miseria, debía quedar deslumbrado por el nuevo amanecer de la construcción nacional que necesitaba incorporar nuevos actores fuera de la política, como las asociaciones cívicas o culturales.  

«L’agenda social i la nacional són la mateixa», tuiteaba CiU en 2013. Todo es uno, todos somos uno. No hay gente que cada vez paga menos impuestos redistributivos y gente que cada vez paga más tasas extractivas; no hay gente que se lleva el dinero del hospital de Sant Pau y gente que no es atendida. Todos somos uno. Y, si estás abajo, dignidad, silencio, no te muevas, no te organices, no luches, súmate al colectivo ya formado. Tome una bandera y únase sin preguntar. El éxito del proyecto queda claro cuando se observa la evolución de los partidos nacidos del 15M, En Comú, Podem y CUP. En especial, de este último. “Nosotros votamos unos presupuestos antisociales para acelerar el proceso de construcción de un referéndum”, decía uno de sus diputados en ¡noviembre de 2018! 

Resulta curioso cómo una generación política que tenía todo el santo día a Antonio Gramsci en la boca se comió una hegemonía como una tortilla de Betanzos. Recordemos su idea. El poder de las clases dominantes sobre todas las clases sometidas en el modo de producción capitalista no está dado simplemente por el control de los aparatos represivos del Estado; si así fuera, dicho poder sería relativamente fácil de derrocar (bastaría oponerle una fuerza armada equivalente o superior que trabajara para el proletariado). Dicho poder está dado fundamentalmente por la “hegemonía” cultural que las clases dominantes logran ejercer sobre las clases sometidas, a través del control del sistema educativo, las instituciones religiosas y los medios de comunicación.

A través de estos medios, las clases dominantes educan a los dominados para que estos vivan su sometimiento y la supremacía de las primeras como algo natural y conveniente, inhibiendo así su potencialidad revolucionaria. Por ejemplo, en nombre de la “nación” o de la “patria”, las clases dominantes generan en el pueblo el sentimiento de identidad con aquellas. Se conforma así un “bloque hegemónico” que amalgama a todas las clases sociales en torno a un proyecto burgués. Cabe situar aquí la fotografía del abrazo de Artur Mas y David Fernàndez. Objetivo conseguido.

En el caso de los Comunes, la clave fue trazar líneas, la falsa dicotomía entre democracia y libertad vs. dictadura y represión, donde los primeros conceptos sólo tenían sentido con los segundos, algo que debería haber hecho sospechar. Había que decidirse. «Amigos Comunes, tomad partido, no nos robéis el referéndum, no os apropiéis del domingo, no es una movilización […] Roma no paga traidores», dijo una diputada de la CUP ante varios diputados de En Comú en septiembre de 2017. El deseo de estar dentro sólo por lo que hay fuera suele provocar desorientación porque uno acaba por diluirse en medio del desfile. La trampa de la dicotomía, de la que parecen haber salido, se llevó por delante su capacidad de articular un proyecto amplio, además de dejar heridas internas.   

Probablemente, a la hegemonía clásica se unió uno de los rasgos actuales de la izquierda: el mosquitismo. Es decir, la fascinación por cualquier elemento que moleste al poder. Como la base ideológica que permite el examen es escasa, da igual desde dónde lo cuestione o la posibilidad de que lo refuerce. Ver gente en las calles, cosas ardiendo o a alguien poderoso cabrearse borra la posibilidad de analizarlo. Algo está despertando, se dice, sin tener en cuenta que esa es una frase habitual en el Kaiju, las películas japonesas de monstruos gigantes. 

Es importante recordar cómo funciona la hegemonía porque, en los próximos meses, es probable que ese mensaje de unidad sirva para realizar un reparto desigual de los fondos de recuperación. Todos somos uno. La agenda social y la nacional son la misma, algo que se beneficiará de la habitual ocultación del trabajo en beneficio del capital. Nuestras empresas, se dirá, sin tener en cuenta su tributación o su modelo laboral. Ni siquiera si merece la pena rescatar un modelo turístico que crea desigualdad y miseria. Se buscará que la conciencia colectiva atenúe la dureza del impacto desigual, agravado por la desaparición física de la generación sólida que sostiene a la líquida. De nuevo, la vía portuguesa. Todos somos uno. Tome una bandera con el escudo de Mr. Wonderful y únase sin preguntar.

Y tampoco está de más recordar que las dicotomías no funcionan. Trazar líneas morales entre democracia y dictadura o entre inclusión y exclusión puede ser algo lógico porque la competición es el formato social más extendido y, sin duda, es muy satisfactorio a nivel individual porque permite creer que uno está en el lado correcto. Pero no funciona. El final del modelo competitivo no es la paz, sino la victoria. Sociedades rotas, colectivos fragmentados. Lo que hay al final no es Ítaca, sino el Maelstrom, una corriente trituradora que lo engulle todo.

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