Opinión

Un año ya

"Pasa factura, vaya si la pasa. No es fácil seguir dando saltos en la pantalla mientras pasan los tanques, una vez que ya sí que los has visto llegar", reflexiona Laura Casielles.

Una mujer hace aeróbic mientras los convoyes militares se dirigen a dar un golpe de Estado en Birmania. El vídeo se ha hecho viral. Captura de pantalla

Muchas risas, pero hace estos días un año estábamos todos y todas como la profesora de fitness de Myanmar. Ahí dando brinquitos con la ropa fluorescente de lo que quiera que sea que hagamos cada cual, mirando fijamente a la pantalla de lo que creíamos que éramos sin darnos cuenta de que a nuestra espalda ya estaban circulando los tanques que iban a pasar por encima de nuestras vidas.

El 31 de enero de 2020 a un señor alemán le diagnosticaron COVID-19 en la isla de La Gomera. Era el primer caso detectado en España de un coronavirus que aún nos sonaba a chino. Pienso a veces en cómo se sentiría aquel hombre al que en mitad de sus vacaciones le dijeron que tenía la enfermedad rara aquella, la enfermedad de Wuhan. ¿Tendría miedo? ¿Qué pensaría? ¿Qué sería de él?

Por nuestra parte, no nos fijamos demasiado en aquella noticia. Yo por lo menos recuerdo que en aquel febrero que siguió a un enero que se nos había hecho desmesuradamente largo (¡Ay! ¡No sabíamos nada!) no les prestaba apenas atención a las noticias raras de no sé qué virus, de hospitales creciendo de la nada a toda velocidad en otro continente.

Ni siquiera cuando llegó la cosa a Italia le hice caso: como muchas, estaba atareada con lo que andábamos montando (suena un poco a chiste ahora) para el 8-M, y con los apurones varios de la vida en general. Recuerdo de aquellos días que estaba muy cansada, y un viaje en tren después de varios bolos y trabajos fuera de casa que me pasé llorando. Pensaba: “Necesito parar”. 

“Ten cuidado con lo que deseas”, dicen. Ya sabéis lo que vino luego. Ha pasado un año como si hubiera pasado un tornado. Un año de perro, de gato, de ballena. Un año milenario de dinosaurio, un año fósil. Siempre pasan muchas cosas en un año, pero en algunos es más fácil darse cuenta. Eternidades han pasado, en este año desde que a un alemán en La Gomera le salió rara la prueba de la tos. 

Ha habido muertos, muchos muertos. A algunos los queríamos, cada cual.

Ha habido amores, porque siempre hay amores. ¿Tú has sido de quienes aceleraron su romance con el tictac de los confinamientos o de quienes descubrieron con la compañía intensiva que necesitaban escapar? ¿De quienes extrañaron más que nunca o de quienes descubrieron las apps de ligar?

Hemos celebrado, todos y todas, un cumpleaños diferente. Hemos inventado nuevas maneras de celebrar.

Quien más quien menos, hemos aprendido a cocinar alguna cosa y visto menos películas de las que decimos, aunque a veces la ficción y la belleza era lo único que parecía poder salvarnos. Hemos vuelto a teatros, cines y conciertos con ilusión y con butaca por medioHay teatros, cines y conciertos a los que nunca vamos a poder volver

Nos hemos acostumbrado a cosas que nos parecían marcianas y ya nos ponemos la mascarilla y el hidrogel con el mismo automatismo con el que los pies nos llevan a casa. Cenamos más pronto y salimos de los sitios a las toque-de-queda-menos-cinco como alma que lleva el diablo. Se nos ha acostumbrado tanto la mirada a todo esto que ya ni oímos los números al recontar. Aunque también se nos haya instalado una tristeza extraña en los ojos y en las manos. Aunque también tengamos encima un desasosiego que no nos logramos quitar. 

Un año más tarde, nos relacionamos de otro modo con nuestro cuerpo, con nuestra salud: escudriñamos cada síntoma con un miedo sordo y haciendo rápidamente planes logísticos para una cuarentena, por si acaso. En un año hemos tenido tiempo a tener fe en llegar a ser mejores personas, y de perderla radicalmente. A tener fe y perderla, en general, varias veces como mínimo.

Y nuestras vidas han seguido, mientras tanto. A las casas han llegado bebés, mascotas, noticias. Hemos hecho mudanzas. Hemos terminado proyectos, empezado proyectos. Hemos alimentado y roto amistades. Hemos tenido enfermedades, también de las que no salen en la PCR: algunas las hemos sabido y tratado, otras siguen ahí gestándose mientras los hospitales llenos no nos pueden atender. También otra gente ha seguido resolviendo problemas y creándolos, han seguido su curso las historias en los juzgados y los parlamentos, el alboroto de las escuelas y de los parqués de bolsa. A ratos hasta se nos ha olvidado un poco lo raro que es todo. Somos una especie muy curiosa, que a todo se habitúa y a todo sobrevive. 

Pero pasa factura, vaya si la pasa. Porque un año más tarde (un año solo, un año ya) no sabemos siquiera lo que nos ha hecho esto exactamente, pero sabemos que algo, seguro. Que no podemos ignorar esto que nos habita por dentro, este runrún de apatía y nerviosismo, este no sabemos qué, pero que está. Este enfado, esta pena, estos nervios. Este cansancio pesado que sale a veces en forma de discusión sin sentido, a veces en forma de desoladora pereza, a veces en forma de miedo sin nombre. Al fin y al cabo, no es fácil seguir dando saltos en la pantalla mientras pasan los tanques, una vez que ya sí que los has visto llegar.

Un año después, ¿qué hacemos con eso? ¿Con lo que han dejado arrasado los convoyes a su paso?

A veces me pregunto cómo estaremos a principios de febrero de 2022, cuando haga ya dos de aquel primer alemán que en La Gomera, etcétera. Aunque si algo hemos aprendido en un año es que semejantes preguntas, mejor no hacérselas demasiado.

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