Opinión
Dejadez: una política del privilegio
"La dejadez es una de las políticas del privilegiado. Vivir silbando es para quien puede, no una opción para la mayoría", reflexiona Ignacio Pato.
Hay un chiste muy viejo sobre un niño que no habla, pasa el tiempo, y ya bastante crecido, como con diez añazos, dice que la sopa quema. “Hasta ahora todo estaba correcto”, justifica para pasmo de unos padres que le daban por mudo. Más que su final siempre me hizo más gracia imaginármelo a escondidas aprendiendo a articular palabras, con la radio o la tele, grabándose incluso y divirtiéndose escuchando su voz por las noches bajo las sábanas. Valiente cabrón. Tenía la capacidad para hablar pero elegía no usarla porque ya le iban bien así las cosas. No lo necesitaba.
Sería un error pensar que ese chico no estaba haciendo nada. La inacción es un tipo de acción. A ese se lo rifarían hoy en muchos equipos de gobierno. En el de Isabel Díaz Ayuso, por ejemplo, podría tener un importante cargo, quizá liderar el acuerdo de colaboración público-privada que consiga que por fin la Comunidad Autónoma de Madrid deje de tener ese nombre tan clasicote y pase a ser de una vez algo tipo Sanitas-Goiko Grill-Manolitos Land. Mucho más monetizable.
Pero ese chaval, con un perfil bajo entre moquetas de despachos, estaría desaprovechado. A esa actitud de árbitro aplicando la ley de la ventaja –otro ejemplo de que un aparente “no hacer nada” puede llegar a ser “ley”– habría que sacarle jugo en primera línea. Dejando jugar.
Viéndolas venir. O, más bien, viendo las cosas ir volando a golpearse a otros sitios, lejos, contra otra gente que no es él ni los suyos. Ese chaval falsa e interesadamente mudo podría hacer de Ignacio Aguado cuando días atrás decía sin temblarle la boca que “como gobierno regional no queremos adoptar más medidas” que curen el destrozo covídico a vidas, microeconomías y equilibrios emocionales. Qué despiste neoliberal olvidarse siempre de completar ese lema falaz de “Querer es poder” con un bastante más cierto “No querer es Poder”.
El servicio de Inspección de la propia comunidad madrileña hizo público el verano pasado un informe en el que hablaba de relajación en las medidas de prevención del virus en varias residencias. Es decir, de dejadez. Ni siquiera, aseguraron los inspectores, a algunos de ellos se les tomó la temperatura antes de entrar.
No solo denunciaron ausencia de separación entre residentes según estado de salud; también casos de “deficiente limpieza” en los pastilleros de medicación de varios centros. Incluso de falta de higiene en algunos de los ancianos. Cuesta escribirlo sin maltratar el teclado. Sin imaginar, no pasando una eternidad, un macrojuicio que depure responsabilidades penales. Justo esta semana sabemos que la mitad, 29.757, de las 60.370 personas que han muerto desde marzo pasado, vivían en residencias. La dejadez puede llegar a matar.
Suspender las clases sin garantizar cuidados universales para casas en las que madres y padres seguían teniendo que ir a trabajar presencialmente es otro ejemplo de la política del encogerse de hombros. Recomendar, solo recomendar, el teletrabajo a las empresas, otro más. A veces hay que disimular la dejadez cruda y aparentar que se hace algo. Es lo que trajo el temporal Filomena, tomaduras de pelo como la instalación de un solo punto de sal por distrito en Madrid, una ciudad con varios que superan los 200.000 habitantes.
Eso mientras la recomendación a la ciudadanía era un cruce de cables (no de “locos” o “chapuzas”, sino afín a un proyecto político) entre no salir a la calle y limpiarla de nieve porque, bueno, porque el perro se comió mis servicios públicos básicos. Otro ejemplo filoménico, el azotado Templo de Debod, medio siglo a la intemperie y sobre cuya protección arquitectónica -–que los expertos llevan años recomendand–o ha preferido el Ayuntamiento convocar un concurso de ideas, sin fecha, por supuesto.
La dejadez es una de las políticas del privilegiado. Vivir silbando es para quien puede, no una opción para la mayoría, para la gente que no puede dejar pasar trenes feos en la estación porque si se acaban nadie les acercará en coche a donde sea.
La definición de “dejadez” está incompleta en la RAE. “Pereza, negligencia, abandono de sí mismo o de las cosas propias”. Eso es si solo repercutiese en uno mismo. La dejadez de uno puede matar incluso el deseo de dos y para saber eso sí que no hace falta una pandemia. Esa desidia también va de no limpiar o no limpiar bien o de olvidar fechas importantes. De dar conversación. Llamar. De escuchar más que hablar. Un trabajo no pagado al que a veces le llamamos amor porque es mucho más cómodo y porque mejor “dejarlo” estar. Toda carga de trabajo ignorada suele recaer en otra persona y no hay mano invisible que valga. ç
Al liberal Adam Smith le hacían la cena mientras teorizaba que el filete aparecía en el plato no porque el carnicero fuese buena persona sino porque este tenía un interés lucrativo en que así sucediera. La Nobel de Literatura Toni Morrison empezó a escribir robándole horas al fin de semana, o incluso al alba, hacia las 5 de la mañana, antes de ir a trabajar y de que se despertasen sus dos hijos pequeños. La vida puede ser muchas cosas pero mágica no suele ser una.