Opinión

Responsabilidad individual

"Es porque tengo más de dos trajes y puedo hacerme un bocadillo de jamón que conseguí mi frugalidad preciada; de lo contrario, sería pobreza", reflexiona Azahara Palomeque.

Un hombre pide para comer en el centro de Madrid, antes de la pandemia. FERNANDO SÁNCHEZ / ARCHIVO

Hace un año que no compro nada que no considere estrictamente necesario. Encerrada casi totalmente desde que se desató la pandemia, me he negado a gastar dinero en ropa, zapatos, cosméticos… Para evitar una enumeración interminable, diré que solo entran en mi casa la típica compra del supermercado y algunos libros.

Antes de que la catástrofe vírica nos sobreviniera, también vivía en este régimen de austeridad autoimpuesta, que solo rompía de vez en cuando para ir de vacaciones o darme un capricho humilde. Más que sentir esta frugalidad como una renuncia, la he asumido como rechazo visceral al consumismo por razones medioambientales, hasta el punto de que contemplo antes el daño planetario que el objeto en sí, lo cual me impide la fascinación que este suele generar: ante el cochazo de turno, solo veo cuánto contamina; frente al regalo oculto, me apena el envoltorio de plástico; y, delante de todo lo que no puedo evitar comprar aunque venga plastificado –buena parte de los alimentos–, la desazón es real por no haber encontrado alternativa viable.

Y, sin embargo, a pesar de intentar una existencia mínimamente ética que me permita conciliar el sueño, ni creo en martirologios ni me parece justa la culpabilización de cualquiera que no siga mis patrones de comportamiento, esos que, al fin y al cabo, me benefician a mí con su halo de civismo mucho más que al planeta, nuestro gran vertedero con poco o ningún remedio

Argumentaba Mat dos Santos, un abogado especializado en litigios climáticos que entrevisté la semana pasada, lo necesario que es forjar una conciencia social respecto al medioambiente que supere la noción individualista de la lucha. En concreto, se refería a exigir a las autoridades una serie de normativas estrictas destinadas a limitar el poder empresarial para seguir contaminando a diestro y siniestro; pedía también, cabalmente, señalar a los gobiernos por haber causado nuestra dependencia de los combustibles fósiles.

Yo le daba la razón, pues sacar el dedo acusador de abajo arriba y no en horizontal hacia el vecino es un buen comienzo para atajar de raíz la debacle que está acabando con toneladas de hielo polar, con ecosistemas enteros arrasados por incendios o huracanes cada vez más devastadores, que amenaza con nuevas epidemias y ha engendrado millones de migrantes climáticos.

No obstante, la distinción categórica entre gobiernos y personas se sostiene solo a medias, puesto que ni esos litigios climáticos se llevarían a cabo sin la iniciativa de los demandantes, gente de a pie, ni el consumo se efectúa bajo imposición gubernamental: hay mucho de goce, de autoestima, de cultura en comprar cosas, por muy destructivas que sean. Tampoco es justo aglutinar a la ciudadanía en una mole compacta e indiferenciada: se ha comprobado de sobra el mayor impacto medioambiental de los ricos, esto no nos pilla por sorpresa. 

Pero volvamos a la calle, pongamos el foco en los curritos, donde se suele colocar cuando se trata de buscar acciones malhechoras que se condenan con mayor ahínco que las aberraciones cometidas desde las altas esferas. Hablemos de hábitos criminalizados y, con ellos, sus protagonistas.

Cuando yo era pequeña, mi madre solía recordarme que ella a mi edad de entonces solo tenía un traje para los domingos y otro para el resto de la semana. Como multitud de familias sobreviviendo bajo el franquismo, la adquisición de bienes que ahora nos parecen incluso banales era el lujo de unos cuantos. Si nos centramos en la fortísima memoria del hambre que en España ha logrado permear los discursos de varias generaciones, podremos entender a quien tal vez derrocha puntualmente alimentos o se niega a dejar de comer carne.

En los años sesenta todavía se elaboraban índices de nutrición basados en la cantidad de proteína animal ingerida, mucho mayor entre la población adinerada. La ropa y la carne son ejemplos de conquistas de clase a las que es muy difícil renunciar por mucho que seamos conscientes de que la tierra está a punto del colapso y, con ellos, otros tantos hábitos que, a pesar de la precariedad reinante, constituyen nuestra felicidad resarcida después de siglos de privaciones, el deleite de las masas que somos, herederas de un mundo más limpio y sostenible en el que, sin embargo, no había casi nada. 

La defensa de la habitabilidad del planeta, las batallas sociales contra el cambio climático no deberían pasar por la diatriba aislada; ni siquiera la acción legal en sí misma es efectiva al explicar esta causa sin que hagamos un cursillo acelerado de historia de la escasez nacional, de psicología del consumo, de cultura material… Es porque tengo más de dos trajes que ponerme y puedo hacerme un bocadillo de jamón cuando me plazca que conseguí alcanzar mi frugalidad preciada; de lo contrario, sería pobreza. 

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