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La naturaleza no existe

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Opinión

La naturaleza no existe

"No sé si estamos volviendo al campo, pero estamos huyendo a toda prisa de la ciudad. Lo que dice mucho del modelo de sociedad urbana que estamos construyendo", reflexiona José Ovejero.

Foto: José Ovejero
José Ovejero
02 febrero 2021 Una lectura de 4 minutos
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Todo se puede volver tendencia y disfrazarse con un eufemismo. Al coworking y al coliving les ha salido ahora un pariente castizo: la vuelta al campo. Un poco más honesta esta palabra, menos empapada de mercadotecnia. También menos grandilocuente que su versión “la vuelta a la naturaleza”, menos épica y aventurera, porque además la naturaleza ya prácticamente no existe: existen el campo y el paisaje.

Si la naturaleza es ese espacio no transformado por la actividad humana, ese en el que convives y compites con otros animales sin las armas creadas por la civilización, resulta muy difícil encontrar algo así, al menos en Europa. Y las colas de alpinistas en las cumbres del Himalaya me llevan a pensar que tampoco en otros continentes es fácil encontrar una naturaleza en esos términos. Idealizarla es solo una manera de negar su destrucción.

Así que regresamos, si es que estuvimos alguna vez, al campo o al paisaje: el primer concepto destaca la idea de que es un espacio no urbano con actividades económicas propias, el segundo el de un lugar que contemplar. Si este último parece una opción turística, de ocio, aquel se entiende como una decisión de llevar tu existencia de otra manera.

En los últimos tiempos, mucho antes de la epidemia, he encontrado decenas de artículos y crónicas sobre esa vuelta al campo en las que se ensalza la posibilidad de una vida no urbana, marcada por otros intereses y otros deseos. Pero de la misma manera que el coworking y el coliving abren oportunidades interesantes de contacto y socialización, y algunos medios los ensalzan como formas de vida moderna y desenfadada, resulta obvio que su origen a menudo no es un ideal que se persigue para transformar nuestras relaciones con los demás y con el entorno, sino una solución de emergencia a la que se recurre por culpa de la precariedad o porque las condiciones de vida urbanas se han deteriorado de tal manera que ya no nos aportan lo que necesitamos.

Pagar un alquiler en las grandes ciudades, en particular para las familias, significa dedicarle buena parte de los ingresos, si es que con eso basta. Las plazas en las que, a falta de parques cercanos, podían jugar los niños, se han semi privatizado y sirven a los ayuntamientos para sanear sus cuentas gracias a los alquileres que pagan las terrazas de los bares. La educación y la sanidad públicas que antes marcaban una diferencia clara con las que se encontraban en la España más rural se han venido deteriorando.

El tejido social de muchos barrios se ha fracturado debido a la subida de alquileres, la invasión de pisos turísticos, la expulsión de los pequeños comerciantes por las franquicias o por tiendas cuya oferta está fuera del alcance de los vecinos. La ciudad convertida en producto para el mejor postor ha desplazado a los ideales de ciudad como espacio libre, en el que ser feliz y relacionarte con otros, e incluso con el de ciudad cosmopolita, dinámica y abierta, porque poco a poco fuimos descubriendo que esas ciudades que queríamos imitar –Nueva York, Londres, Sidney– no eran necesariamente espacios más creativos ni ofrecían vidas mejores que otras de menos renombre: nos enamoraba su imagen, el producto bien empaquetado que eran, pero muchos no nos dimos cuenta hasta tarde de que el precio que se pagaba por el escaparate no compensaba lo que se podía obtener en él.

Las ciudades y barrios más atractivos de España corrieron la misma suerte: atraían millones de visitantes mientras quienes vivían allí eran ya incapaces de llevar una existencia digna y placentera. Aquel lema medieval alemán, El aire de la ciudad hace libre, parecía transformarse en el aire de la ciudad nos oprime, por no hablar de que también nos enferma.

Así que el campo del que durante décadas han huido sus habitantes porque no ofrecía medios de vida suficientes y atractivos, un lugar que podía parecer a muchos estrecho y limitador, se ha convertido en refugio, en posibilidad de respirar, no solo en sentido literal, también metafórico. No sé si estamos volviendo al campo, pero estamos huyendo a toda prisa de la ciudad. Lo que dice mucho del modelo de ciudad, y de sociedad urbana, que estamos construyendo.

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Comentarios
  1. Migue dice:
    03/02/2021 a las 15:00

    Buen articulo. Pero «coworking», «coliving»…ganas dan de mandar a más de un inventor de palabrejas a la «comierding»
    ¿Tan complicado es adaptar palabras impronunciables a la lengua de Cervantes? ¿Nos creemos más modernos por emplear palabras absurdas, que en nuestra nuestra lengua tienen un equivalente?
    Un saludo.

    Responder
  2. Carmen C. dice:
    02/02/2021 a las 19:13

    El anuncio de alta velocidad no le «pega» a La Marea un medio especializado en difundir la lucha contra el cambio climático.
    SON TIEMPOS MAS QUE NUNCA DE APOSTAR Y DAR PRIORIDAD AL TREN TRADICIONAL, VERDADERO VERTEBRADOR TERRITORIAL, IMPRESCINDIBLE HERRAMIENTA CONTRA LA DESPOBLACION RURAL, SERVICIO PUBLICO SOCIAL Y SOSTENIBLE.
    Como dice Rafael Torres: El abandono de las líneas convencionales no hace sino alimentar el centralismo y empobrecer social, política y económicamente el territorio. El tren de alta velocidad y alto precio, a todas partes, y el tren tradicional y asequible a todos los bolsillos, cada vez menos.

    Responder

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