Opinión

Eficiencia económica y Salud Pública

Leo Moscoso reflexiona en torno al concepto de eficiencia económica en los sistemas de salud pública.

Un trabajador de la salud cuida y asiste a un residente anciano durante el brote de coronavirus (COVID-19) en el asilo de personas mayores Las Praderas en Pozuelo de Alarcón, España, 23 de abril de 2020. REUTERS / JUAN MEDINA

Aceptaré como hipótesis la típica objeción liberal contra el derecho a la salud, esa que afirma que puede existir un trade-off entre la salud pública y la eficiencia económica. Es decir, una incompatibilidad tendencial entre el imperativo categórico que manda preservar la vida y el imperativo hipotético que prescribe la optimización de los recursos. Es, como muchos han advertido, uno de los argumentos recurrentes de ese neoliberalismo que ha llenado estanterías enteras de todas las universidades del mundo con estudios que tratan de probar que el mantenimiento del Welfare State es incompatible con la eficiencia económica.

Para empezar, quisiera retroceder unos años atrás. ¿Recuerdan ustedes al ministro de finanzas de aquel gobierno liberal japonés encabezado por Shinzo Abe que se refirió a las personas mayores conectadas a respiradores, sondas o catéteres como “la gente de tubo”? Taro Aso pedía a los ancianos de Japón –un país en el que los ancianos han abundado en las últimas décadas– “que se dieran prisa en morir”. Aunque tal vez el político liberal pueda no reconocerla como propia, la idea era bien simple: antes de que los procesos de revalorización del capital comenzaran a liberarse de su antigua dependencia del trabajo humano, parecía claro que la salud pública era un importante activo del estado-nación.

Una población sana era necesaria para abastecer de tropa al ejército y de obreros al sistema fabril del capitalismo. Con el paso de los años es posible que esas necesidades hayan venido a menos y que, lejos de continuar siendo un valioso activo del estado-nación, la salud pública y, sobre todo, uno de sus más fiables indicadores, la longevidad de los ciudadanos, haya pasado a convertirse en una pesada carga para los estados capitalistas de nuestros días. “El problema no se resolverá a menos que ustedes (los ancianos) se den prisa en morir”, recalcaba el invertebrado moral Taro Aso en su embestida contra la costosa medicina de cuidados paliativos, ilustrando de paso la íntima conexión que existe entre el liberalismo y la necropolítica, y que al liberalismo económico tanto cuesta reconocer.

Solo en el marco de estas consideraciones se explica la voracidad de ciertos empresarios capitalistas y de las fuerzas políticas del conservadurismo liberal por devolver la salud de los ciudadanos al ámbito de los negocios privados. El objetivo es claro: liquidar los sistemas de sanidad pública que, si funcionaban bien, no solamente no resolvían el problema de los costes del sistema sino que, a fuerza de cuidar de la salud de los mayores y de prolongar sus vidas, contribuían a agravarlo. De ahí su convicción de que lo que se necesita es un sistema sanitario que no cuide de la salud pública y que en lugar de drenar recursos públicos genere beneficios privados. 

1. Es posible reparar en que el argumento de la contradicción entre bienestar social y eficiencia económica contiene al menos dos trampas. La primera es técnica: dicen que el gasto sanitario perjudica a la eficiencia, y lo dicen como si el mercado no originase por sí mismo suficientes fallos de eficiencia. Cualquier estudiante de economía de primer año sabe que el mercado sin regulación origina fallos no sólo de equidad sino también de eficiencia. Así se vio, por ejemplo, en el estadio previo al estallido de la burbuja inmobiliaria de 2007-08 en EE.UU., Irlanda o España: los precios escalaban mientras la oferta de viviendas, especialmente en España, no dejaba de aumentar. Y la segunda es política: ¿quién ha dicho que la salud de los ciudadanos o la educación deben estar sujetas a criterios de eficiencia (o sea, de rentabilidad económica)? Se trata de un supuesto que se da por descontado sin discusión.

2. Lo anterior implica que, al formular la pregunta sobre el trade-off, estamos aceptando plenamente los términos en los que el capitalismo como ideología plantea la cuestión. La eficiencia económica es importante para el sistema capitalista, y por eso la pregunta sobre el trade-off está planteada desde el interior de los propios supuestos sobre los que se levanta el liberalismo económico, es decir, dando por descontado que la eficiencia económica tiene una gran importancia. La cuestión es si somos capaces de salir del cascarón del liberalismo y plantear la pregunta en otros términos. Esta cuestión es particularmente relevante para quienes creemos que un sistema sanitario público es el mejor instrumento para garantizar ese bien público que es la salud pública.

3. Queremos plantearlo en otros términos porque lo cierto es que –medida en términos de la ratio entre la inversión y el retorno– la eficiencia podría en unos casos ser compatible con el imperativo moral que manda preservar la vida… y en otros no serlo. Llamaremos escenario 1 al caracterizado por la ausencia de tensiones económicas, y escenario 2 al que presenta un aparato productivo tensionado. Veamos.

3.1. En el escenario 1 (con un sistema productivo sin tensionar), es una falacia que el estado del bienestar sea incompatible con la eficiencia económica. En la práctica presupuestaria no son incompatibles. Al contrario. Fijémonos en cómo la actual crisis sanitaria desencadenada por la pandemia de la COVID-19 está haciendo que el estado haya tenido que incurrir en sobrecostes debido a las carencias que el sistema sanitario había ido acumulando durante años de austeridad presupuestaria. Se trata de la misma austeridad que propugnaban el citado ministro japonés o aquellos otros políticos españoles que creían, por las mismas fechas, que lo más eficiente era dejar abandonados a su suerte a los enfermos hepáticos que necesitaban medicaciones costosas.

Lo cierto es que, de no ser por los austericidas, los contribuyentes no tendríamos que haber pagado las cantidades astronómicas que nos costaron los respiradores necesarios para atender a las víctimas de la pandemia, o los sobrecostes de la construcción de centros de reclusión de infectados (prefiero no llamar hospital a eso) si hubiéramos mantenido las dotaciones que teníamos antes de los recortes. En otras palabras, invertir en el sistema de sanidad pública durante los años de la crisis nos habría salido barato en comparación con los costes que está teniendo la crisis sanitaria para nosotros.

3.2. En el escenario 2 (con un aparato productivo tensionado) tenemos, en cambio, lo que los liberales llaman una colisión de derechos: el derecho de unos a pagar menos impuestos, conservar sus propiedades, acumular beneficios, etc., frente al derecho de los otros a que su vida sea preservada. No estará de más recordar en este punto que el blindaje del derecho a la protección de la salud consagrado —el derecho, no el blindaje— en los artículos 43 y 49 de la Constitución Española de 1978 debe por fuerza formar parte del núcleo del proyecto político de cualquier gobierno que busque gobernar a favor de la mayoría social. Cuando no hay compatibilidad entre el imperativo categórico que manda preservar la vida y el imperativo hipotético que prescribe la optimización de los recursos, el imperativo categórico debe prevalecer sobre el imperativo hipotético. Por una sencilla razón: la salud de los ciudadanos es más importante que los beneficios públicos o privados.

4. Hasta ahora, nuestra discusión se ha movido íntegramente dentro del ámbito de la economía política. Si ahora pasamos de las public policies a la filosofía política normativa, descubrimos que persiste una tensión teórica ineludible, y es, como muchos han advertido, la siguiente: es buena una buena administración de los recursos que trate de evitar que los sistemas de bienestar sean tan onerosos que no podamos sostenerlos. Tenemos que procurar que nos cuesten lo menos posible: ahora bien, ¿tienen que ser rentables? ¿Es lícito esperar de ellos que arrojen superávit?

Ahí es donde la filosofía política normativa ni puede ni debe plegarse al Diktät neoliberal: una cosa es procurar no despilfarrar y otra muy distinta proponer que el cuidado de las vidas humanas deba encontrarse sujeto al cálculo económico de costes y beneficios, como propone el ordoliberalismo en sus distintas variedades. La diferencia técnica entre neoliberales y socialdemócratas clásicos es que los primeros ven los «balanced budgets» como un fin en sí mismos, mientras que los socialdemócratas los ven como medios (medios, por ejemplo, para que la deuda del estado no acabe teniendo un coste financiero inasumible por los contribuyentes). La cuestión que la filosofía política normativa debe plantear es que solo en el marco del enfoque socialdemócrata cabe la visión de que el cuidado de la vida no puede estar sujeto al cálculo económico. Si el equilibrio presupuestario es solo un medio mientras que la protección de la vida es un fin, está claro que el fin no puede estar en función del medio. 

5. Es decir, que la pregunta por el trade-off nos separa del verdadero propósito de la política, tal y como esta fue concebida por Aristóteles y la tradición republicana; en otras palabras, nos separa del objetivo de que el fin de la política es la vida buena, o sea, la felicidad colectiva. Esa es, precisamente, la línea divisoria entre el liberalismo (que considera que no hay ningún principio que pueda estar por encima del de las libertades y derechos individuales) y el republicanismo (que estima que ningún principio puede prevalecer sobre el de salus populi suprema lex).

Estaríamos olvidando que vivimos en sociedad para vivir todos mejor, y no para que unos u otros tengan garantizado su derecho a servirse de todas las ventajas de la vida en sociedad sin tener que asumir ninguna de sus servidumbres o inconvenientes. Ahora bien, no estará de más recordar que para organizar la felicidad colectiva necesitamos algo más que expertos en virología, inmunología o epidemiología. Hay que proteger la economía, la sociedad y la salud. Es posible que para proteger las dos primeras haya que dar prioridad a la última, y esa, parece oportuno subrayarlo, no es una decisión científica sino política. 

Por ello es también inaceptable la majadería esa del gobierno de los expertos, apoyada por las cien mil firmas de nuestros científicos más cuñados. Los que vociferan con sus bocas bien abiertas el lema ese de “que manden los que saben” apenas se atreverían a pronunciar con la boca pequeña “que no voten los que no saben”. Semejantes afirmaciones ponen al descubierto el deficiente nivel de instrucción política de algunos de nuestros mejores científicos al tiempo que ocultan que eso que ellos llaman la verdad carece por completo de vocación democrática. Todo gobierno puede dejarse aconsejar. De hecho no hay ninguno que no lo haga. Ahora bien, son los representantes políticos los que toman las decisiones y se responsabilizan de las decisiones tomadas. Por una razón: porque el partido de la verdad —suponiendo que tal cosa pueda existir— no es un partido democrático.

Los que proponen poner las riendas de la sociedad en manos de los científicos olvidan que con frecuencia son los propios científicos quienes no se ponen de acuerdo. Las divergencias recientemente afloradas sobre los criterios de vacunación en los distintos rincones del planeta. Por un lado, algunos científicos han optado por vacunar primero a los grupos de población más vulnerables o expuestos al contagio (mayores y sanitarios), mientras que otros científicos han preferido dar prioridad a los grupos menos vulnerables pero potencialmente más propagadores de la enfermedad (jóvenes). Esto muestra a las claras que en todos los casos “los que saben” son los que han aconsejado una decisión y la contraria y que, por consiguiente, parece imprudente considerar que semejante galimatías tenga nada que ver con la verdad. ¿O es que alguien cree que no hay médicos y epidemiólogos asesorando al gobierno de Indonesia? A tal efecto, convendrá recordar que el de los expertos es un grupo de población que también busca dinero, poder, notoriedad… o una combinación de las tres cosas y que, por consiguiente, no se trata de que los científicos manden sino de que los políticos inviertan en investigación y ciencia con el objetivo de que ello contribuya a que los que dicen saber verdaderamente acaben sabiendo algo de lo que dicen. 

6. Si, dentro de los límites de la mera razón —si es que se me permite expresarme así— el único fin de la ley y del derecho ha de ser la justicia, entonces, igualmente, dentro de los límites de la mera razón, el único fin de la política no puede ser otro que la paz, la seguridad y la protección de la vida. La filosofía política tiene, por consiguiente, un importante desafío por delante. Necesita producir una crítica de la economía que desarticule el argumento liberal, pero ha de hacerlo sin poder servirse de una teoría de las necesidades humanas materiales. En efecto, ninguna de las ciencias que estudian la conducta humana está en posesión de una teoría de las necesidades (ni siquiera el marxismo está en posesión de una formulación convincente del problema). Por ello es tan complicado transformar necesidades en derechos, y por ello es duro argumentar que el derecho a la salud debe prevalecer sobre el derecho a cosechar beneficios económicos. Nuestros adversarios nos podrían decir: bueno, y ¿por qué ha de ser así? ¿Acaso la gente no se muere de todas las maneras?. 

De hecho, nuestros adversarios nos dicen eso constantemente. La objeción no puede superarse simplemente a partir de la constatación de que “morirse es duro”. El planeta tierra no nos necesita, y eso significa que vivir conlleva riesgos: como la vida sin riesgo es imposible, cada una de nuestras elecciones implica la elección de los riesgos que están asociados a ellas. Frente a eso, solo cabe afirmar que la libertad de elegir los riesgos debería ser igual para todos. Para que unos no sean más libres que otros, es preciso entender —en contra de la utopía reaccionaria de Friedrich von Hayek— que en un mundo justo en el que los hombres son todos igualmente libres, la libertad ha de estar relacionada, en efecto, con el poder de elegir.

No se trata, como protestaba el reaccionario Hayek en 1944, de que estemos tratando de convertir necesidades en derechos o de confundir la libertad con el poder. Los hombres que no están coaccionados por la violencia de la necesidad no tienen que elegir entre su sustento de hoy y su salud de mañana. Poder de elección significa justamente eso: poder optar por no tener que elegir entre sobrevivir hoy y enfermar mañana. Ciertamente, es posible que la seguridad absoluta no sea compatible con la libertad, pero en un mundo de seguridades limitadas, sólo habrá libertad mientras ninguna de las opciones disponibles para unos se encuentre fuera del alcance de todos los demás.

7. Tampoco servirá, desde luego, fiarlo todo a una enloquecida lucha contra el dolor que, en cualquier caso, la humanidad está condenada a perder. El positivismo del dolor humano no nos conduce a lugar alguno, porque, al igual que el placer, el dolor es —como explicó Hannah Arendt en 1958— una de las experiencias humanas más difíciles de comunicar y, por tanto, de comparar. Los principales implicados —sociólogos, psicólogos y economistas— no disponen de una teoría de las necesidades humanas que diga que para todos los hombres lo más importante es no sufrir privaciones materiales, del tipo que sean: el programa del utilitarismo social intentó algo semejante y sus funciones de bienestar social solo dieron con soluciones autoritarias en las que es el poder político el que al final decide qué necesita y qué no un ser humano o qué es y qué no es un “dolor tolerable” para los seres humanos.

Tampoco las ciencias de la conducta, la psicología, la sociología y la economía, rescatan el problema: por ejemplo, no hay epistemología de las ciencias económicas que pueda fundamentar las preferencias de los agentes en teoría alguna de las necesidades. De modo que nuestro compromiso con el derecho a la salud (por ejemplo, el que se materializa en el § 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos) no puede fundamentarse tampoco en una teoría de las necesidades humanas, porque ni el positivismo del dolor es un vector fiable de medición, ni la empatía con el sufrimiento ajeno alivia en modo alguno el sufrimiento ajeno. La compasión —como ya nos había advertido aquel otro filósofo de Röcken— no nos hace mejores.

8. Puede que en tal caso, sólo vaya quedando el célebre imperativo categórico: mandaba este obrar de tal modo que fuera posible querer que la máxima de nuestra acción se convirtiera en ley universal, y mandaba tratar a los hombres siempre como fines y nunca como medios. En efecto, parece que solo cuidar de la salud de otros es compatible con la primera y la segunda formulación del imperativo moral kantiano. Igualmente, en el marco de una teoría del reconocimiento del otro como ser humano también parece que solo cuidar de la salud de otros es compatible con una concepción de la política que afirme que la política, como cima de los saberes prácticos, es la que instituye la sociedad, y está ahí para procurar la felicidad colectiva; o sea, que son los negocios los que tienen que servir a la política y no la política la que tiene que servir a los negocios. Eso significa que la política debe servir justamente al propósito contrario al que sirve esa biología política que es el darwinismo social: está ahí para cuidar del principio humanitario que prescribe no dejar morir a los más débiles. No porque morir sea doloroso —a veces, cuando se reciben los cuidados adecuados, no lo es— sino porque nuestra humanidad no se lo puede permitir.

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Comentarios
  1. Cuando al Dr. Jonas Salk, que desarrolló la primera vacuna contra la polio, le preguntaron a quién pertenecía la patente, esta fue su respuesta:

    «Yo diría que a la gente. No hay patente. ¿Es que se puede patentar el sol?»
    Podría haber ganado miles de millones de dólares con su trabajo, pero prefirió donarlo; para Salk, la ciencia tenía que estar al servicio del bien común.
    *******************************
    AstraZeneca. Contratos. Vacunas. Cuando leemos los titulares de la prensa, es fácil perder de vista el verdadero fondo de la cuestión: hablamos de la vida de millones de personas. Súmate a la petición para liberar las patentes de las vacunas de la COVID-19, que son la clave para acabar con la pandemia.
    https://act.wemove.eu/campaigns/la-vacuna-debe-ser-un-bien-publico?utm_source=civimail-35037&utm_medium=email&utm_campaign=20210203_ES_box

  2. Federación de Asociaciones Defensa Sanidad Pública.
    PRESENTACION VIRTUAL DEL LIBRO SALUD PANDEMIA Y SISTEMA SANITARIO. 4 DE FEBRERO A LAS 11,30 HS.
    Un libro necesario, urgente, en medio del pandemónium de intereses y voces supuestamente expertas.
    A propósito de la pandemia, el presente texto nos exhorta a reflexionar sobre las repercusiones de esta en la economía, la sociedad y la salud; sobre el papel de las teorías conspiranoicas y negacionistas; sobre cómo se están cuestionando nuestros sistemas sanitarios públicos, qué limitaciones tienen y cómo se ha reaccionado y se está reaccionando a nivel mundial y, por supuesto, en España, así como a pensar los cambios que previsiblemente se producirán o deberían producirse en nuestros modelos sanitarios.
    UNA CONTRIBUCION EN DEFENSA DE LA SANIDAD PUBLICA.
    https://www.youtube.com/watch?v=9vHcV68yxpM
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    Según Oxfam,
    Los ricos han pasado como si nada por la crisis de la Covid19. En tan sólo nueve meses, las mil mayores fortunas del mundo ya habían recuperado las pérdidas económicas originadas por la COVID-19.
    Los ricos apenas pagan impuestos y los directores de las empresas y sus accionistas amasan enormes fortunas. Mientras, en los hospitales y las escuelas se necesita financiación urgente.
    Es intolerable. Al menos 200 millones de personas podrían haber caído en la pobreza por la pandemia y necesitarían más de una década para recuperarse de los impactos económicos de la crisis.
    La fortuna de los 10 hombres más ricos del mundo ha aumentado en medio billón de dólares.
    En España las personas más pobres habrían perdido hasta siete veces más renta que las más ricas.
    790.000 personas habrían caído en la pobreza severa en España debido a la COVID-19. Se considera pobreza severa tener que vivir con menos de 16 euros al día.
    El desempleo llega al 55% entre las personas menores de 20 años. Las mujeres representan el 57% de todas las personas subempleadas y el 73% de las que trabajan a tiempo parcial.
    Los migrantes, jóvenes y mujeres son los colectivos más afectados por la desigualdad que ha provocado la pandemia.

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