Opinión
Tertulias sí, pero…
"Una tertulia del siglo XXI en una esfera pública genuina, que procura consensos, no puede no ser paritaria", escribe Noelia Adánez.
Las tertulias, entendidas como espacios de socialización donde se intercambian opiniones, impresiones y referencias políticas o intelectuales, donde las gentes se encuentran y se reconocen, son parte de nuestra modernidad política y tienen un origen esencialmente burgués. De acuerdo con el pensador alemán Jürgen Habermas, el surgimiento de la esfera pública burguesa se remonta al siglo XVI, cuando el capitalismo mercantil, junto con la prensa y la proliferación de los salones de reunión –entre otras cosas– crearon las condiciones para que emergiera un nuevo dominio de lo público. La esfera pública burguesa apareció entonces como un espacio en el cual los individuos particulares –hombres– se reunían para discutir entre ellos la regulación de la sociedad civil.
Por el camino, hasta la irrupción de las revoluciones atlánticas de finales del siglo XVIII, la sociedad civil fue adquiriendo autonomía y, en definitiva, forma. Conforme se (con)forma la sociedad civil, la democracia –como sistema representativo– se instala, en el entorno occidental, como el modelo político que mejor acepta la deriva histórica hacia la representación del liberalismo, tanto en su versión monárquica como republicana. Los movimientos sociales trabajan, desde mediados del siglo XIX, para dotar a los Estados de una sustancia representativa: el nacionalismo y la lucha de clases son la esencia de ese caldo; la primavera de los pueblos, el guiso. Esa deriva es imparable, por tanto. Sin movilización popular el parlamentarismo se habría gangrenado… más.
Aunque en origen las tertulias transcurren en el ámbito de lo privado y, por supuesto, de las elites, su mera existencia y desarrollo tiene lugar en paralelo al de la esfera pública, ese concepto habermasiano tan escurridizo como fértil. Cuando Habermas habla de la esfera pública se refiere a una sociedad estructurada en torno al debate crítico; a una sociedad que se estructura, organiza y procede políticamente sobre la base de un mandato: la generación de consensos.
Cuando surge la sociedad de masas ya en las primeras décadas del siglo XX, las tertulias pasan a ser públicas, es decir, pasan a celebrarse frente a espectadores, ciudadanos y ciudadanas ávidos de opinión. La opinión en adelante es un bien en un mercado que, desenvolviéndose bajo reglas capitalistas –lo importante es generar negocio, vender–, potenciará unas opiniones en detrimento de otras. La línea que separa la tertulia en la sociedad del espectáculo como instrumento concebido para acercar a las mayorías sociales polémicas y agendas complejas a través de la información; y la tertulia como lugar de reproducción del conflicto a través de la repetición de argumentos más o menos fundados, tiene una temporalidad: en el caso español su cronología es muy reciente y fácilmente identificable. (Este artículo, otro día).
No estamos en la fase uno del tertulianismo sino en la dos: las tertulias no forman parte de la generación de una esfera pública, no contribuyen a la conformación de consensos, y no representan nada más que las opiniones de quienes participan en ellas, por mucho que quienes lo hacen sean personas informadas, formadas, interesantes, articuladas y, lo que es más importante, independientes: o, al contrario, desinformadas, coñazo, pretenciosas, pagadas de sí mismas y claramente dependientes. Las combinaciones entre un tipo y otro de tertuliana son infinitas, como no escapa a las lectoras y lectores de La Marea. La mayor parte de tertulianez, entre las que me encuentro, lógicamente, somos una combinación más o menos presentable de todas esas cosas.
Las tertulias del siglo XXI han explotado al máximo este modelo y lo han hecho incorporando la complejidad de la que la existencia de las redes sociales nos obliga a hacernos cargo. De tal manera que hay medios que juegan a ser prolongación de las opiniones que se emiten en redes sociales haciendo que las amplifican cuando en realidad las producen. Muchos digitales con líneas editoriales incompatibles con el verdadero periodismo y los valores de la democracia (la defensa de los derechos humanos) están haciendo esto exactamente. Suelen ser los mismo que en estos tiempos se quejan de censuras y cancelaciones.
Y otros medios y programas están instalados en su inconmovible verdad. Da igual, por lo que parece, “lo que suceda ahí fuera”. Por ejemplo, no parece importar que algunas tertulias estén integradas día tras día únicamente por hombres.
Los medios deben transmitir información con un criterio de verdad que responde a su deontología, la que define y legitima su trabajo. Cuando propician el intercambio de opiniones, cuando de verdad quieren jugar la otra función democrática que les corresponde, junto con la de informar, es decir, la de contribuir a la generación de consensos, deben proponer espacios y fórmulas que representen “lo mejor” del debate público. Lo mejor no tiene nada que ver con la excelencia y la meritocracia (ambas falacias tardoliberales con derivas de lo más esperpénticas), sino lo mejor para las mayorías sociales, lo más bueno, porque nos acoge a casi todas en el sentido de que nos representa. Por eso una tertulia del siglo XXI en una esfera pública genuina, que procura consensos, no puede no ser paritaria. Si no hay mujeres en las mesas de debate, si se nos excluye, no se está cumpliendo con el propósito de generar consensos representativos de las subjetividades y experiencias que atraviesa a la mitad de la sociedad civil.