Internacional
Ricardo García Vilanova: “No creo que los centros de detención en Libia disten mucho de los de Europa”
Entrevista al fotoperiodista Ricardo García Vilanova, autor del libro 'The libyan crossroads, pasaje mortal a Europa 2011-2020'.
«Samir, de ocho años, de Somalia, mira por la ventana del buque de rescate Astral de la ONG Open Arms, mientras que otros refugiados y migrantes descansan en su ruta hacia Lampedusa durante una tormenta con vientos de hasta 65 km/hora, que sin duda hubiera significado la muerte de todos ellos. Libia, con sus 1.770 kilómetros (1.100 millas) de costa sumida en el caos, se ha convertido en un centro de inmigración ilegal hacia Europa. Los migrantes se dirigen en desvencijados botes en travesías imposibles hacia Lampedusa, a unos 300 kilómetros de la costa».
Este es el pie de foto de la imagen que ocupa la portada de the LIBYAN CROSSROADS, pasaje mortal a Europa 2011-2020, el último trabajo del fotoperiodista Ricardo García Vilanova (Barcelona, 1973). En sus más de 150 páginas, este libro, editado por Blume, se adentra en la ruta migrante que discurre por un país roto por el conflicto que estalló en 2011.
Desde entonces, se han librado tres guerras en Libia: la del levantamiento popular que terminó con la vida del dictador Muamar el Gadafi en 2011, la del Estado Islámico y la actual, teledirigida por otros países a miles de kilómetros de distancia.
«Libia es un país sorprendente. Son casi siete millones de personas que, si gestionasen bien sus recursos, podrían vivir como en Arabia Saudí. Pero la culpa no es solo de los libios: el problema son las injerencias externas de todos los países que se han metido y han contaminado el proceso», considera García Vilanova en una conversación telefónica. Como resultado de esta Primavera Árabe fallida, en Libia tienen dos gobiernos: uno en el este y otro en el oeste, que se consideran legítimos y que están apoyados por diferentes países, tribus y milicias que, por número, tienen por seguro intereses divergentes.
En esta atmósfera bélica, a veces demasiado compleja como para enfocar con precisión, cientos de miles de migrantes recorren las calles libias. Algunos tienen trabajos informales y llevan décadas mimetizados con lo local. Es el recuerdo de una Libia que iba más allá del tránsito. Sin embargo, tras una década de guerra, la mayoría hoy quiere huir y se juega la vida en la ruta del Mediterráneo central. Con suerte, los migrantes que se aventuran al mar son rescatados por los barcos que muchos conocemos: el Astral, el Dignity… Si no, o mueren en el Mediterráneo o son llevados por los guardacostas libios a las autoridades que luego les distribuyen en los centros de detención de Libia.
¿Pero quiénes son esos migrantes? ¿Por qué huyen de sus países? «La tercera parte del libro está centrada en los nueve países principales que tienen esa ruta como puerta de entrada a Libia. Seleccioné los tres de África del Norte, de África Central y de Medio Oriente e hice fotografías que explicasen por qué huyen esos migrantes, ya sea en condición de migrante o refugiado», dice García Vilanova, para luego subrayar que, aunque sea por no tener más opción o por mejorar, «en ambos casos se juegan su futuro a vida o muerte: sin la intervención de un buque de rescate es imposible que esas barcas alcancen las costas italianas». García Vilanova, entonces, recuerda la historia de Samir.
A través de los rostros anónimos de la tragedia del Mediterráneo, con imágenes que te atraen y te hacen partícipe, la lente gran angular de García Vilanova es, cuando toca, capaz de captar esperanza o cotidianidad entre el caos, la ira y, por desgracia, la destrucción de un país, Libia, que como cruce de caminos cuenta las historias de esos migrantes y sus estados fallidos. «Siempre trato de explicar la historia del colectivo de los civiles, que paga el precio más elevado de cualquier conflicto. El 90% de los libros que he publicado, tanto este como Libya Close Up, como el anterior, Fade to Black, están centrados en las consecuencias que tienen, a corto y a largo plazo, esas guerras en civiles», añade.
García Vilanova fue propuesto por el Wall Street Journal para el Pulitzer en 2010 y ha recibido importantes premios en sus más de 20 años de trabajo como fotoperiodista. En 2020, por una instantánea captada en las protestas de Irak, fue galardonado con el tercer premio en la categoría de ‘Noticias generales’ del World Press Photo, organización que ahora mismo está promocionando su trabajo. Colaborador habitual de los principales medios de comunicación del mundo, García Vilanova refleja en the LIBYAN CROSSROADS, pasaje mortal a Europa 2011-2020, la constancia de quien, durante una década, vuelve al lugar de los hechos para, en las condiciones más complejas, legar el testimonio de la ruta migratoria y, por tanto, de Libia.
Este libro abarca el periodo comprendido entre 2011 y 2020. ¿Por qué pone el foco en el pasaje mortal del migrante a Europa?
En 2011, cuando estoy en Libia, lo primero que veo es a una gran masa de gente en la frontera de Túnez. Posteriormente, en Misurata, que estaba sitiada, de nuevo veo a un montón de personas. Esta marabunta humana no la había visto antes; había visto refugiados, pero no cientos de miles. En ese momento tomo conciencia de esta problemática, y después, voy cubriendo el tema en todos los frentes a los que alcanza la guerra.
Según el informe anual de Human Rights Watch (HRW), en Libia hay protestas civiles en ambos bandos, el este y el oeste, y ambos gobiernos las reprimen con determinación. ¿Cómo es esa sociedad civil de la que apenas nos llegan noticias?
Lo primero de todo es romper una lanza a favor de Libia. Tendemos a criminalizar todos los aspectos que envuelven a Libia como país, y es importante diferenciar a la sociedad civil libia de las mafias que actúan en Libia. Las historias de esas personas que tratan de llegar a Europa son ciertas: es gente que ha sido torturada, encarcelada, que ha pasado por todo ese periplo. Pero también es cierto que hay inmigrantes y refugiados que viven con absoluta normalidad, dentro del contexto de guerra que hay allí. Trabajan en la construcción o tienen tiendas. Hay una imagen del libro, en Zuara, en la que los inmigrantes esperan a que les contraten de forma diaria, sobre todo para la construcción.
Hay 22 centros de detención repartidos por el país que acogen a más de 5.800 personas. ¿Qué trato reciben los reclusos? Con el paso de los meses, ¿son devueltos a sus países de origen o regresan a la ruta?
Están allí un cierto periodo de tiempo y, después, o bien se les libera o bien se les deporta. Pero quiero hacer un inciso: habrá de todo tipo, pero no creo que los centros de detención en Libia disten mucho de los de Europa. Hablo de los que yo he visitado, que son 10 u 11, y en algunos casos lo hice por sorpresa porque tengo la suerte de tener allí contactos. Recuerdo uno en el que había un patio en el que, durante el día, los migrantes eran libres. En un centro jugaban al fútbol y no estaban encerrados. En otro, uno de los encargados decía que se estaba quedando sin recursos para alimentar a los reclusos. Estaba desesperado: si la cosa no funcionaba, tendría que abrir las puertas. Y al final es peor, porque en Libia hay mafias organizadas que se dedican a secuestrar a gente. Hay zonas inseguras fuera de Trípoli o Misurata. En uno de los centros me contaron que las mafias los asaltaron. No todo es blanco o negro. Habrá centros mejores y peores, pero la tortura y las barbaridades ocurren en las cárceles de las mafias de esta ruta.
Y los libios, ¿se suben cada día más a esas barcas?
En el libro hay gente libia en el barco, creo que en el Astral o el Open Arms. Pero los libios pueden cruzar libremente a Túnez y no necesitan, en general, ir por esta ruta. En Túnez, imagino, las condiciones son mejores. Creo que no hay tanto control y que es más fácil y asequible.
De los más de 600.000 migrantes estimados en Libia, 11.000 llegaron de forma irregular a Malta e Italia. Los guardacostas libios devolvieron a casi 10.000. ¿Qué porcentaje de esos 600.000 migrantes quiere llegar a Europa?
Cuando empieza la revolución en Libia, en la frontera con Túnez, recuerdo una masa enorme de gente de Egipto y Bangladesh que trataba de escapar del país. Ese era el antes, cuando allí podían trabajar y tener una vida digna dentro de las circunstancias. Libia tenía una moneda estable, pareja al dólar, pero ahora se ha devaluado mucho. Hay un antes y un después, y ahora la gente que cruza Libia trata de llegar a Europa, y su objetivo es Francia y Alemania, donde la economía les da unas opciones que ellos entienden mejores.
¿Son los migrantes conscientes de que nunca llegarán a Lampedusa y de que el éxito radica en ser rescatados por buques como el Astral? ¿Son conscientes del periplo y la difícil recepción?
No hay un patrón único. Hay refugiados sabedores de que si no les rescatan, morirán. Otros no lo saben. En 2014, en los primeros rescates del Dignity, de MSF, hicimos un par de operaciones enormes y trasladaron a los migrantes a otro barco, rumbo a Italia. Cuando llegaron, pensaron que era el final del trayecto, pero cuando bajaban del barco les hacían fotos, los identifican, los metían en autocares y los llevaban a centros de detención para, en unos meses, tratar de deportalos. Eso, los inmigrantes, no lo saben.
¿Qué es lo que más le impresionó mientras trabajaba en barcos de rescate?
Ninguno de nosotros puede imaginarse qué es estar en el océano en una barca con 120 personas. Cualquier cambio en el tiempo o en la mar puede hacer que se hunda y, como consecuencia, morir. Tiene que ser aterrador.
¿Y que me dice de Bruselas, que paga a gente corrupta para que los migrantes no lleguen a Europa? Se acusa al Frontex de ocultar y tergiversar información en las devoluciones en caliente entre Grecia y Turquía. Imagine lo que ocurre en Libia. ¿Qué culpa tiene la UE en todo esto? ¿Entiende su postura?
No soy politólogo, pero hay dos factores determinantes para intentar paliar esta crisis migratoria. El primero sería trabajar en los países de origen. El segundo sería crear una economía circular, para que la gente pudiera venir a trabajar, si quiere, y así pueda reinvertir en sus países. Te hablo de los países de donde parten los refugiados económicos, porque otros países en conflicto tienen una situación diferente. Luego, en los países en conflicto, ¿hasta qué punto un país o un grupo de países bajo bandera de las Naciones Unidas o la UE puede o no intervenir?
Para mí, para intervenir tiene que materializarse un beneficio para los civiles. Le pongo un ejemplo: en Siria, en 2012, si la Liga Árabe o la comunidad internacional hubieran intervenido, podrían haber creado una zona segura para los refugiados y estaríamos hablando ahora de otra guerra y de otro número de refugiados y muertos. No sucedió. Desde esta perspectiva, para facilitar la protección de los civiles, sí que habría que haber intervenido.
En Libia intervinieron directamente.
Recuerdo el día de la liberación de Trípoli. Aparecieron Sarkozy y Cameron y celebraron la liberación de Libia. Es curioso que lo celebraran cuando, al menos en el caso de Sarkozy, había recibido a Gadafi en París. Ahí ves la hipocresía y los intereses de las naciones, que en el caso de Libia fueron económicos: luchar por los recursos naturales.
¿Qué queda de esos civiles y rebeldes que se manifestaban y luchaban contra Gadafi en 2011?
Mis amigos, los que han sobrevivido, y muchos de ellos participaron activamente en la revolución de 2011, me dicen que, finalmente, ya no saben si la vida era mejor en tiempos de Gadafi. Aunque este tipo fuera un dictador-genocida, tenían estabilidad.
¿Como en Irak con Husein?
Lo mismo que con Sadam Husein. También es cierto que, si eres un familiar de los kurdos que gaseó, tu respuesta va a ser otra. Pero en el contexto global, las personas que no se han visto afectadas de esta manera, pienso que hacen esta reflexión.
En este cruce de caminos que es Libia aparece también el Estado Islámico (EI), que tuvo en Sirte una de las capitales. Además de ser unos de los mayores expertos gráficos sobre el auge y caída del EI, estuvo secuestrado por ellos. Ha vuelto a Siria, Irak y Libia y publicó el libro Fade to Black. Tras la caída del califato, los yihadistas vuelven a su forma original, las células durmientes. ¿Qué podemos esperar en el futuro del EI?
Creo que va a haber otro califato en la zona del Sahel [recientemente ha habido ataques contra las tropas francesas desplegadas en la región]. No soy un experto en esa zona, pero es lo que se siente en los países del Sahel o colindantes al Sahel en los que he estado. En Níger, recuerdo que en la frontera las personas siempre hablaban de combates entre el Gobierno y los grupos yihadistas. La sensación que hay es que están cogiendo peso y que las condiciones para un califato son más factibles en esa zona.
Es inevitable preguntar por la COVID. ¿Cómo afecta a quienes conviven con la guerra?
La pandemia me alcanzó en Siria. Para pasar del Kurdistán a Irak, me tomaron la fiebre. En cambio, cuando llegué a Barcelona no me hicieron ninguna prueba ni me preguntaron de dónde venía. Es más, en Erbil, antes de entrar a Siria, recuerdo que llegaron siete u ocho tipos para desinfectar el hotel. Estaban concienciados. La sensación es que ellos son conscientes de la COVID, pero determinados contextos superan la crisis sanitaria.
Recientemente estuve en la guerra de Nagorno-Karabaj. Había mucha gente muriendo por COVID, pero nadie, absolutamente nadie, ni los médicos ni las enfermeras, llevaba mascarilla. No es que sean inconscientes, sino que la guerra puede matar en cualquier momento y supera el factor COVID.
Está trabajando en un libro sobre la COVID con importantes fotógrafos del ámbito hispanohablante. ¿Cómo se ha adaptado al cambio de contexto?
Cambio de registro, o no, porque no deja de ser una crisis mundial. Es un proyecto de 26 fotógrafos, 13 latinoamericanos y 13 españoles. El proyecto se llama Pandemia. Miradas de una tragedia y será editado por Blume. Tiene varios patrocinadores y también micromecenazgo. Se publicará a principios de marzo y los beneficios irán destinados a las familias de fotógrafos que hayan perdido la vida cubriendo la pandemia y que se encuentran en riesgo de exclusión social. Obviamente, hablamos de periodistas freelance de Latinoamérica, de Centroamérica, porque sus familias se han quedado sin sustento.
Suele recordar la mala situación del fotoperiodismo. Asegura que las cabeceras internacionales ya no pagan lo suficiente y que financia sus viajes haciendo vídeo para la televisión. ¿Estamos ante una situación irreversible?
En mi trabajo, que se centra en crisis humanitarias y conflictos, es irreversible. El punto de inflexión fue 2011. Antes de 2011 trabajaba para medios anglosajones. Le ejemplifico el cambio: lo que a mí me pagaban por un día es lo que hoy te pagan, o ni tan siquiera eso, por una galería que puedes hacer en 10 o 15 días. No salen los números: si tienes que invertir 350, 700 o 1.200 dólares diarios para trabajar en una zona de guerra, y al final te van a pagar 1.000 o 1.200 dólares por una galería, y has estado 15 días, no salen las cuentas. En ese momento busco una opción que encuentro en la televisión, que es lo que me sirve para poder hacer este tipo de trabajo. A mí, por ejemplo, me dieron un World Press Photo por una imagen de Irak que nunca se llegó a publicar. La hice en un rato libre trabajando como cámara para una televisión francesa.