Opinión

No estás sola

"Un sistema económico donde los sujetos no se vean obligados a autoexplotarse garantizaría las condiciones mínimas de dignidad para que la depresión no se instalara en nosotros", defiende Azahara Palomeque

Graffiti en una estación de bus en Madrid. GAELX / Licencia CC BY-SA 2.0

Cada día que llegaba a la estación de tren de Trenton, la capital de New Jersey, me encontraba con el mismo cartel junto a las vías: “No estás sola”. En el frío de aquel paisaje inhóspito, rodeada por las ruinosas fábricas que hacía no tantas décadas habían significado el esplendor industrial del país, observaba aquel cartel fijamente como si tuviera, él también, ojos, y estuviésemos desafiándonos a un duelo inevitable.

Más que ejercer de mecanismo disuasorio, el letrero rival parecía haber sido puesto allí para recordarnos, precisamente, el suceso que pretendía frenar. Si esa mañana la idea todavía no había hecho aparición, después de leerlo se acomodaba en los resquicios del raciocinio y, al escuchar poco más tarde el carraspeo de la locomotora, me preguntaba seriamente por la posibilidad que se acercaba. Lo que –por fortuna– no pasó jamás de una pregunta, ha estado persiguiéndome desde entonces en forma de una memoria dolorosa de la depresión que, al empezar la pandemia, se manifestó en varios síntomas, adquirió de nuevo materia y agencia como si se tratara del mito de Pigmalión. 

El aislamiento social, el temor al virus, la pérdida de un ser querido… son razones legítimas que, en un momento dado, pueden conducirnos cerca del abismo. En mi caso, los fantasmas que creía desaparecidos volvieron dispuestos a causar estragos. Pero, a diferencia de la vez anterior, contaba ya con el aprendizaje no sólo de la caída, sino también de la recuperación, y un mundo alrededor aquejado de males similares, con menos inclinación a la culpa, más a la percepción solidaria y la visibilización del fenómeno.

Ahora que son conocidas las gravísimas consecuencias que acarreará la pandemia en cuestiones de salud mental, cabría preguntarse cómo expandir la atención psicológica –deficiente en España si comparada con la media europea– y, sobre todo, de qué manera evitar que el ciudadano llegue al punto de tener que recurrir a ella, es decir, que se contemple cara a cara frente a un espejo que, como aquel cartel, le anuncie que quizá sí está solo.

En La desaparición de los rituales (2020), el filósofo Byung-Chul Han continúa el argumentario que ya había desarrollado en obras anteriores y se refiere a la depresión como la enfermedad que define nuestros tiempos, al menos en buena parte del globo. El sujeto del rendimiento, afirma, vive explotado por sí mismo y, como resultado de esa labor extenuante propia del neoliberalismo, se deprime. Sea debido al esfuerzo propio por salir de la precariedad o motivado por unas dinámicas laborales donde se optimiza el capital humano con el fin de generar los mayores beneficios, Han observa en la imparable productividad un factor preponderante a la hora de acabar asediados por ese monstruo intestino. Frente a ello, antepone el ritual en sus diversas formas en cuanto acto que, debido a su carácter lúdico y necesariamente comunitario, nos resta individualidad e –implícitamente– nos torna seres menos solitarios. 

En época de pandemia, donde tantos rituales han quedado suspendidos o limitados, incluyendo el duelo colectivo que se produce en cualquier funeral, vale la pena volver a la premisa del rendimiento como manera de prevenir lo que, a todas luces, ya parece irremediable. En otras palabras, un sistema económico donde los sujetos no se vean obligados a autoexplotarse garantizaría las condiciones mínimas de dignidad para que la depresión –y otras afecciones mentales– no se instalaran en nosotros, o lo hicieran en menor medida y por otros motivos.

Si la filosofía de Han se refiere al funcionamiento general del modelo económico y no necesariamente a las condiciones materiales de la persona–alguien de clase media o alta podría sufrir depresión si se está autoexplotando–, la Organización Mundial de la Salud apunta directamente al paro como uno de los factores que la desencadenan, situando en las dificultades financieras un foco que, cuando el comportamiento se patologiza, suele desviarse hacia fórmulas milagrosas para alcanzar la felicidad: el mindfulness, el yoga, etc. Si bien las causas de lo que los griegos llamaban melancolía son de una complejidad y diversidad indiscutibles, reconocer lo que tienen de cuenta corriente, de lentejas y no sólo de virus, debería ser prioritario en mitad de la actual crisis, pues la psicología –al igual que tantas otras disciplinas– está conectada, también, con el bolsillo.

La época de mis trayectos ferroviarios coincide con unas dinámicas de trabajo demoledoras en el seno del doctorado y el miedo a quedarme en el paro posteriormente, como, de hecho, acabó ocurriendo. La depresión fue amainando, entre otras cosas, cuando meses más tarde conseguí un puesto estable. Mi ejemplo no es extrapolable al de muchas personas, pero la alusión al contexto social, a las necesidades más básicas –comida, vivienda, un nivel de vida digno– es pertinente. Más allá de los cambios abruptos en la cotidianeidad causados por la COVID-19, la factura de la luz influye en la salud mental, como lo hacen igualmente el precio del alquiler, los EREs, los salarios basura y las altas de falso autónomo. De la gestión política dependerá una ciudadanía dudando al borde las vías o acomodada plácidamente en un vagón que se mueve. 

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Comentarios
  1. No esperes mucho de la gestión política, Azahara; pertenecemos, quieras o no, al sistema capitalista y se hacen las políticas que benefician al sistema. Y menos mal que no tenemos a los genuinos lacayos del capital, la derecha caciquil y cafre, la típica de este país.
    Todo gobernante, gustosa o a regañadientes, le tendrá que servir. ¿Por qué no dimite ninguno cuando ven que no pueden cumplir con su programa electoral?
    Los hay que piensan que si algún político de la oposición ocupara su lugar sería mucho peor.

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