Internacional | Opinión
La caída del imperio sí será televisada
Que la capital de los Estados Unidos se haya tenido que convertir en una ciudad militarizada para garantizar la transición pacífica de su presidencia es una demostración más del desmoronamiento del imperio que, como todos los imperios, se construyó sobre una cuestión de fe: la superioridad de su pueblo, según la autora.
Como vivimos sometidas desde hace años a una ininterrumpida doctrina del shock, pareciera que no nos sorprende, preocupa u ocupa lo suficiente que la capital de los Estados Unidos de América se haya tenido que convertir en una ciudad militarizada para garantizar la transición pacífica y segura de su presidencia.
Al contrario de como tituló uno de sus himnos inmortales el cantante y poeta Gil Scott-Heron, La revolución no será televisada –un lema que correría por las Primaveras Árabes y por el 15M–, la caída del Imperio sí está siendo televisada por las grandes cadenas y agencias internacionales, por buena parte de la ciudadanía estadounidense –partidarios de la democracia y contrarios a ella– y por corresponsales y periodistas enviados y, sobre todo, autoenviados especiales.
El despliegue de los 25.000 soldados que protegen el complejo que comprende el Capitolio de un posible ataque terrorista ejecutado por partidarios de Donald Trump, después de que decenas de ellos lo asaltasen el 6 de enero, es también la imagen que resume el final de una falacia global: la del imperio que, como todos los imperios, se construye sobre una cuestión de fe: ser el pueblo elegido que, desde su pureza y perfección, tiene la obligación moral de guiar al resto de naciones. Lo que se ha denominado el excepcionalismo estadounidense, y que el resto de nacionalidades habríamos identificado rápidamente como un ultranacionalismo supremacista (que, por ende, solo puede ser fascista) si nuestra propia cosmovisión no fuese Born in USA.
La principal arma de colonización de Estados Unidos no fue su industria armamentística, aunque sí la más sangrienta y dolorosa, sino su industria audiovisual. Todo nuestro mundo aspira a convertirse algún día en algo que se parezca a la cafetería de Central Park de Friends: así sea en Málaga, en Beirut, en Beijing, en Tegucigalpa o en Rabat.
Gracias a Hollywood el Imperio se constituyó en la medida de todas las cosas, en el modelo universal, lo que le permitió imponer, desde mediados del siglo XX, y siempre como supuesta única salida posible, la guerra total para imponer a bombazos la paz. Porque quien impone las reglas puede reinventar las veces que quiera el lenguaje.
Estados Unidos llevó este retorcimiento del discurso público a tal extremo que, cuando su misma industria audiovisual terminó de alumbrar a un presidente que tachó a las noticias de fake news y a sus mentiras de “hechos alternativos”, terminamos asumiendo lo que nos decían: que Trump inauguraba una nueva era de degradación de la ética pública. Pero el presidente tuitero solo era el colofón, el broche de oro, a décadas de Administraciones que presentaron y narraron golpes de Estado, invasiones, expolio, humillación y sometimiento de otros pueblos como diplomacia, negociaciones y alianzas en favor de la democracia. Y si Trump ha dedicado parte de su discurso de despedida a reivindicar haber sido “el primer presidente en décadas que no ha comenzado nuevas guerras” es porque sabe que este aspecto, al que hemos prestado poca atención en Europa, es importante para parte de su electorado que rechaza el coste económico y humano que suponen las intervenciones militares internacionales.
Por el contrario, no ha hablado el presidente saliente de lo mas grave que ocurre dentro de sus fronteras, donde cada vez es mayor el número de pobres: más de 55 de sus 328 millones de habitantes. Uno de cada seis estadounidenses.
Paradójicamente, solo hay una economía más desigual que la de Estados Unidos: China, otrora, su antagonista; hasta hace una década, su discípulo aventajado; en la actualidad, inminente sucesor en el dominio planetario. Y así se está narrando a sí misma, como constaté en 2018 en Corea del Norte: una cinta china inauguraba su festival internacional de cine con un remake autóctono del gringo Black Hawk derribado (titulada La caída del halcón negro en Latinoamérica). En Operation The Red Sea, era el ejército chino el que invadía países africanos, el que combatía a los grupos yihadistas en el desierto y el que retornaba a casa con la satisfacción de haber sembrado un poco de orden mundial.
China ya se sabe primera potencia económica mundial y ahora solo le falta terminar de ensamblar las piezas de su estrategia neocolonial basada en la compra. El imperio comunista sobrevivirá a la crisis poscapitalista gracias a haber adquirido buena parte del capital patrimonial, financiero y social de las potencias abanderadas del neoliberalismo.
Mientras, Rusia sigue avanzando en los tableros de los conflictos libio, sirio, armenio, ucraniano, entre otros, y ampliando su influencia mediante su ingente maquinaria propagandística y de desinformación compuesta por agencias de noticias y supuestos medios de comunicación, ejércitos de bots y una masa se seguidores que convierten su antiimperialismo estadounidense en una razón para apoyar al presunto criminal de guerra Vladímir Putin. Presunto, sí, aunque solo por bombardear hospitales y escuelas en Siria se haría merecedor de ese título.
Turquía continúa siendo un actor fundamental en buena parte de los conflictos que más están influyendo en la configuración de un nuevo orden mundial, mientras utiliza a la Unión Europea como elemento de distracción de sus controversias y crisis internas.
Una UE que, tras el Brexit, sigue difuminándose por su política criminal con las rutas migratorias procedentes de África y Oriente Próximo y por su desorientación ante el crecimiento de la extrema derecha en sus países fundacionales y las políticas fascistas de parte de las ex repúblicas soviéticas del Este.
Hoy, 25.000 soldados protegerán con sus cuerpos y sus armas el normal desarrollo de una teatralización: la toma de posesión del 46º presidente de los Estados Unidos. La democracia precisa de actos que escenifiquen la delegación de poder que hace la ciudadanía en sus gobernantes para legitimar así el gesto de confianza. En esta ocasión, la coronación del emperador Biden no será una celebración, como lo ha sido tradicionalmente –el público, la ciudadanía, será sustituido por 200.000 banderas –. El resultado de las urnas, la decisión del pueblo, se materializará esta vez en las mismas condiciones en que viene siendo la norma en Afganistán o Irak desde las invasiones estadounidenses: en las de una democracia sitiada y asfixiada por los miedos.
Joe Biden y Kamala Harris recogerán el bastón de mando rodeados de miedo a una nueva rebelión violenta, miedo a la cifra de muertos que conllevaría una confrontación armada, miedo a los seguidores fundamentalistas de Trump que el 6 de enero se sintieron protagonistas de sus vidas y de las de cientos de millones de personas que seguían sus tropelías desde sus sofás en medio mundo. Miedo, también, de quienes puedan sentirse inspirados por su ejemplo. Miedo de un país aplastado por la pandemia, por la crisis económica y, sobre todo, por la desorientación y la espiral de violencia en la que se despeña toda población cuando su imperio cae.
Asistimos a los últimos coletazos de la bestia que se resiste a morir: la de un espejismo con apariencia de democracia a la que si hubiésemos medido con el mismo rasero que al resto, habríamos identificado como “régimen”. Pero, como todo imperio, en el remolino de su hundimiento termina tragando a sus súbditos y sus colonias. Y no nos engañemos: seguimos siendo súbditos y colonia de Estados Unidos. Aunque no solo. Para recoger los restos, y el guante, ya está aquí China.
Cobertura de La Marea de las elecciones de 2020 en Estados Unidos.
Especial sobre las protestas en Irak contra el régimen impuesto por la invasión de 2003.
En ésta crónica, la autora se olvida (intencionadamente o no) del papel Dogmático de dios bendiciendo las Cruzadas de ese ‘sagrado pueblo elegido’ ($$$ «In God We Trust» $$$).
Efectivamente, el decadente Imperio es un erial que bastante tiene con concentrarse en lidiar internamente con sus mierdas de diván.
Afortunadamente, para el resto ‘God is NOT saving America’ (aka F*ck OFF !)