Opinión

Los bebés de la pandemia

Han llegado para expandir las dimensiones en las que nos encerró el covid. Han perforado la caja de zapatos y entra el aire. Nos han dado la certeza de que habrá un después.

Pies de bebé. THORSTENF / Licencia CC0

El espermatozoide y el óvulo se encontraron cinco minutos antes de que cerrara el mundo que conocíamos. En el portátil, Pedro Sánchez anunciaba el estado de alarma. En la televisión de la pared, Alejandro Giammattei declaraba que había coronavirus en Guatemala. Antes de que digiriéramos la sopa de frijoles y untáramos el pan con tomate, los dos países del que ahora es nuestro hijo quedaron incomunicados. Empezaba 2020.

Se habla mucho –qué buen chascarrillo– de los bebés de la cuarentena: concebidos mientras la serie preguntaba si todavía estabas ahí. Pero “pandemials” son también los que nacieron en la primera sacudida, cuando todavía nos decían que llevar mascarilla no servía de nada y en las UCIs atendían con bolsas de basura. Aún no aplaudíamos. 

En el núcleo de esa generación, los que se formaron en el epílogo de un mundo que ya no existe y llegan ahora a otro que no pasa de boceto. Son los bebés del antes y el después. Muchos, hijos además de otros niños que también lo fueron: los “millennials”, nacidos cuando las fotografías había que revelarlas y ahora padres de videollamada con los abuelos. 

Me acompaña, mientras escribo estos párrafos, uno de ellos. Las primeras caras que vio Luis Carlos eran solo cejas, pestañas, ojos y ojeras. Al final me impresionó más recibirlo en este mundo distópico sin bocas que resoplar, dilatar y parir con doble mascarilla. El calostro tenía regusto a hidrogel. 

En el primer ultrasonido aún llevábamos la primera mascarilla. Las había comprado en Guyana un mes antes y solo porque mi madre nos avisó desde el futuro: la UCI de un hospital de Zamora. Eran tirando a precarias y ya habían pasado por dos vuelos con escala en Miami, siete compras semanales en el súper y el primer asalto a una farmacia. Nos sentíamos seguros, incluso exagerados. 

Los del hotel de Georgetown fueron los últimos botones de ascensor que toqué con los dedos. Las cenas de esa misión, las últimas que compartí con alguien no emparentado conmigo. Si el máster me hubiera permitido ir de esas elecciones a las de República Dominicana, como me pidieron mis jefes, me habría quedado varada en ningún lugar. Mi hijo no habría nacido.

Pero un bebé engendrado el 13 de marzo de 2020 es un bebé con muchas ganas de nacer. Los “pandemials” serán niños valientes y solidarios: se atrevieron a venir al mundo en el año más difícil, para darle sentido. 

Mientras doy la teta, leo en las redes el advenimiento del enésimo apocalipsis y me da ya un poco igual. El bebé sonríe con boca grande: ellos están imaginando el mundo que viene. Nos empujan a dejar de mirar el dedo –señalador, gastado– que apunta a un cielo que, sí, puede ser mejor. 

Los niños de la pandemia han llegado para expandir las dimensiones en las que nos encerró la COVID. Han perforado la caja de zapatos y entra el aire. Nos han dado la certeza de que habrá un después, un mañana, una mañana apretujados de nuevo pidiendo cortado y pincho. Besos pegajosos y carmín en los mofletes. 

Y por ellos y lo que significan para todos en este momento oscuro merece la pena haber sido las embarazadas de las clases canceladas y las revisiones casi a solas. Las gestantes de la PCR mientras rompes aguas. Las parturientas con mascarilla y sin pasillos donde caminar. Las madres que no saben si el parque estará abierto mañana. 

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