Opinión
Se llama privilegio blanco
"Existe una distancia abismal entre la gravedad del asalto, su repercusión política y las condenas a las que se enfrentan los acusados", reflexiona Azahara Palomeque sobre el asalto al Capitolio.
Si existe una imagen desconcertante que haya llegado a las televisiones y móviles de todo el mundo últimamente ésa es la de Jacob Anthony Chansley, también conocido como ‘Jake Angeli’, el abanderado de la teoría conspirativa Qanon que el pasado 6 de enero protagonizó, junto a otros tantos, el asalto al Capitolio de los Estados Unidos. Carne de meme y hazmerreir internacional, especialmente por su atuendo tribal –de vikingo, de indígena, de los Picapiedras, han dicho– nadie debería negar que tras su aspecto pintoresco se esconde uno de los mayores ataques a la democracia del país que está pasando factura a todos los niveles. Trump, como incitador del asalto, ha caído en desgracia incluso entre buena parte de los suyos, se enfrenta a una posible destitución y deja un partido republicano fragmentado. Entre los demócratas, existe una urgencia para la preservación del orden constitucional que va más allá de la agenda política; entre la ciudadanía no trumpista, el desasosiego es notable por estar perdiendo su patria un prestigio internacional que será difícil de recuperar.
“Esto no es lo que somos”, han repetido los medios hasta la saciedad, reflejando así una herida identitaria que no tiene visos de curarse pronto. Respecto al evento en sí, se le ha denominado golpe de estado, insurrección, y el mismo Biden llamó a los asaltantes “terroristas domésticos” en un alarde de irascibilidad que sorprende de quien suele emplear palabras bastante más suaves y conciliadoras. El ataque es grave, los protagonistas deberían pagar caro el daño cometido, Trump debería ser expulsado de la presidencia, corean muchos hasta en el parlamento. Y, sin embargo, nada más lejos de la realidad cuando llega la hora de concretizar la ira discursiva en acciones.
Muchos ciudadanos han celebrado el hecho de que el señor de los cuernos, junto a otros insurrectos, hayan sido detenidos. La operación no parece haber sido ardua, teniendo en cuenta que se guió por un exhibicionismo en redes que remitía a la vanagloria y toda falta de remordimiento. Como rebeldes que se creen con el derecho a ‘hacer la revolución’ contra un gobierno venidero que –falsamente– creen ilegítimo, los asaltantes arrasaron el Capitolio con la connivencia parcial del exiguo dispositivo policial presente ese día. Si bien algunos han pasado a disposición judicial, los delitos de que se les acusa son menores: irrumpir en un edificio restringido y causar desorden.
La mayoría, de hecho, se enfrenta a penas de hasta un año en prisión pero, según indica el Departamento de Justicia a propósito de uno de ellos, “las sentencias reales por crímenes federales son normalmente menores que la pena máxima”. Todo apunta, por tanto, a que pasarán entre rejas apenas unos meses, si no se les deja en libertad bajo fianza o salen directamente absueltos. Esto tiene un nombre: se llama privilegio blanco.
Existe una distancia abismal entre la gravedad del asalto, su repercusión política y las condenas a las que se enfrentan los acusados. Una pensaría que los hechos frente a los cuales casi se viene abajo el andamiaje de una democracia ya de por sí debilitada, entre otras cosas, por cuatro años de trumpismo, conllevarían un castigo ejemplar para sus perpetradores. Yo misma asistí en directo a un juicio donde un ciudadano negro era condenado a veinte años de cárcel por transportar droga y portar un arma que no funcionaba. La diferencia, claro está, se encuentra en la raza de los delincuentes, que suele determinar el rango de los crímenes y la sentencia correspondiente.
Si en algunos medios se sugería aplicarles, asesorados por un profesor de derecho, delitos de insurrección, sedición o asalto a miembros del Capitolio, lo que implicaría penas de entre 10 y 20 años de cárcel, esto parece haber quedado en agua de borrajas bajo una pátina de racismo que permea cada una de las instituciones de Estados Unidos. Las faltas menores que se les imputan a Jake y otros responden a la misma causa por la cual prácticamente no había seguridad en el Capitolio durante un día en que, además, se esperaban disturbios violentos: la benevolencia con que cuenta el supremacismo blanco.
Es casi imposible explicar cómo se articula el fenómeno cuando está presente en cada resquicio de la sociedad norteamericana. Desde la segregación por barrios o escuelas, hasta la menor esperanza de vida, pasando por la brutalidad policial o ratios mayores de contagios y muertes por COVID-19, la población negra lleva siendo masacrada en Estados Unidos desde tiempos inmemoriales y, mientras más se reivindica públicamente la justicia social que merecen, más se atrinchera en su odio un colectivo blanco que ha contemplado en Trump el ídolo que los representa.
El atentado en el Capitolio probablemente no se habría producido sin los últimos cuatro años de fortalecimiento del racismo, pero lo que aquí me interesa destacar es cómo este racismo opera desde los entresijos de la maquinaria institucional que dejará salir prácticamente impunes a quienes con tanta facilidad invadieron el corazón de la democracia estadounidense. Está por ver qué ocurrirá con el líder cuando sus seguidores han pagado tan poco.
Partiendo de la base de que el Capitolio representa esa justicia blanca a la que hace refierencia el artículo, podemos asumir que asaltarlo no fue tan grave. Un año o unos meses, parece exagerado para un asunto carente de importancia.
Que les pongan a limpiar las calles un fin de semana y todo zanjado.