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El gran líder supremo Zuckerberg silencia al presidente de los Estados Unidos

Los dueños de las grandes corporaciones tecnológicas se han convertido también en los autoproclamados jueces del debate público.

Una explosión causada por munición policial durante la invasión del Capitolio protagonizada por partidarios de Trump (REUTERS/Leah Millis)

Facebook, Instagram, Twitter y Youtube se han cansado de ganar dinero con las mentiras y ataques verbales de Trump justo cuando acaba su presidencia. Más o menos como la cadena de televisión Fox, cuyos periodistas ahora se enfrentan al acoso de los que hasta hace unos meses eran sus más fieles creyentes.

El líder de la secta fascisto-trumpista, conformada por supremacistas, neonazis, fundamentalistas y seguidores de la teoría conspirativa QAnon, siguieron ayer las instrucciones lanzadas por las redes sociales del aún presidente de los Estados Unidos. Y como buen candidato a caudillo, siguió la estrategia global de sus compañeros de filas totalitarias –Erdogan, Putin, Salvini, Le Pen, Johnson, Bolsonaro, Abascal…–: forzar las costuras de la democracia hasta el mismo instante en el que van a saltar para seguir erosionándola desde las instituciones.

Justo en ese momento lanzó el vídeo en el que, por primera vez, prometía aceptar la transición de la presidencia, aunque aún sin reconocer su derrota en las urnas. Para entonces, sus seguidores abandonaban tranquilamente el Capitolio tras haberlo asaltado sin encontrar apenas resistencia por parte de la policía. Volvían paseando a pie tranquilamente a sus hoteles, algunos con pertenencias de los senadores en los bolsillos. Según las últimas cifras publicadas, solo 70 fueron identificados o detenidos.

Mientras, alguien de Twitter decidía eliminar los últimos tres tuits del presidente y, posteriormente, suspender su cuenta durante 12 horas. Esta red social ha conseguido mantener difusa la identidad de sus gestores, lo que transmite la falsa imagen de que esta decisión la toma un ente tecnocrático, atendiendo exclusivamente a criterios científicos, más asépticos, neutrales e incuestionables. Lo mismo hacían Facebook e Instagram que, por el contrario, sí se aparece ante el imaginario compartido con el rostro alienígena de su propietario, Mark Zuckerberg. Tras eliminar el vídeo en el que Trump insistía en el fraude electoral antes de pedir a la turba que abandonase la sede del poder legislativo, suspendieron temporalmente sus cuentas.

Horas más tarde, el tercer hombre más rico del mundo, con una fortuna que supera los 100.000 millones de dólares, publicaba un comunicado en el que compartía su dictamen: ampliaba la inhabilitación de las cuentas de «manera indefinida y al menos durante las próximas dos semanas hasta que se complete la transición pacífica del poder».

El autoproclamado juez añadía: «En los últimos años, hemos permitido al presidente Trump usar nuestra plataforma de acuerdo con nuestras propias reglas, en ocasiones eliminando contenido o etiquetando sus publicaciones cuando violan nuestras políticas. Hicimos esto porque creemos que el público tiene derecho al acceso más amplio posible al discurso político, incluso al discurso controvertido. Pero el contexto actual es ahora fundamentalmente diferente, lo que implica el uso de nuestra plataforma para incitar a una insurrección violenta contra un gobierno elegido democráticamente».

Es decir, como los líderes elegidos democráticamente con aspiraciones totalitaristas, Zuckerberg ha forzado las costuras del sistema democrático al promover y lucrarse con la estrategia de intoxicación pública de Trump hasta que, una semana antes del fin de su mandato, le quita el botón rojo que más le interesa: con el que lleva destrozando la convivencia y la ética pública con sus plataformas privadas.

Ante el totalitarismo de Trump el gran líder supremo global Zuckerberg responde con su totalitarismo: decide unilateralmente que quien llegó a la presidencia gracias al uso fraudulento de nuestra información pública y privada de Facebook –recordemos Cambridge Analytica–, ya no puede utilizar sus plataformas.

El magnate de rostro naranja sabe bien que en los negocios no hay amistades que valgan ni alianza que dure mil años, pero también es cierto que –con todas las falencias del sistema electoral estadounidense y sin haberse podido demostrar la intervención rusa en los resultados–, Trump fue elegido mediante los votos, los mismos que ahora han permitido echarle.

Pero a Zuckerberg no le hemos elegido y, sin embargo, está gestionando y controlando algunos de nuestros derechos más fundamentales –a la comunicación, a la información, a la expresión, a la intimidad, al honor…–. Y, como hemos visto en sus comparecencias en el mismo Capitolio o en el Parlamento Europeo, carecemos de mecanismos para controlar su poder y para retirárselo. Mientras, él adopta este tipo de decisiones con el objetivo de todo líder que quiere fidelizar a sus gobernados: sembrar confianza, en este caso, mostrando una preocupación por la estabilidad.

Por ello, resulta más paradójico si cabe observar qué hicieron los fanáticos trumpistas cuando irrumpieron en el Capitolio: fundamentalmente, retransmitirlo en directo con sus teléfonos móviles, así como grabar, tomar fotos y hacerse selfies para subirlas en cuanto pudiesen a las redes sociales. Es decir, como bien apuntaba en su cuenta de Twitter la periodista Elise Thomas: “crear contenido para las redes sociales. Al menos, en sus mentes, el verdadero poder no está en ese edificio. Está online”.

Es decir, mientras Twitter, Facebook y Youtube –que suprimió un vídeo– se jactaban de haber silenciado al monstruo que tanto contribuyeron a crear, sus acólitos divulgaban a través de las mismas redes cada paso de su hazaña “revolucionaria”, como muchos la calificaban. Es más: ha sido en estas plataformas en las que en las últimas semanas han preparado de manera abierta estas tomas de los capitolios, que se han repetido en más de diez Estados simultáneamente. Por ello, tiene aún menos sentido los insuficientes dispositivos policiales desplegados en los congresos estatales y federales.

Y por esta misma falta de confianza, activistas conocedores del modus operandi de los fascistas en las redes sociales en los últimos años pedían a través de las mismas que se guardasen todos los archivos que se pudiese de los que iban publicando. Porque como ocurrió, por ejemplo, en Charlotesville en 2017, suelen borrarlos a las pocas horas para evitar ser identificados. Y porque pese al cacareado nuevo compromiso de las redes sociales con las democracias, cuando desde asociaciones proderechos humanos o tribunales les han pedido estos archivos para investigar posibles delitos, han encontrado numerosos obstáculos y dificultades.

Las redes sociales, con sus algoritmos que premian el enfrentamiento, la crispación, la cerrazón y los extremismos, han convertido a decenas de millones de personas en esforzados propagandistas del fascismo. Zuckerberg puede silenciar a Trump y echar un vaso de agua en las redes en llamas. Pero, ¿cómo conseguimos salir de la dictadura de los líderes supremos globales de las corporaciones tecnológicas y llevar la democracia a las redes sociales? ¿Cómo logramos que las normas que rigen los espacios en los que se está dando buena parte de la conversación pública sean aprobadas en Parlamentos por nuestros representantes democráticamente elegidos? Para quienes argumenten que las plataformas digitales son empresas privadas y que, por tanto, pueden imponer sus propias reglas, recordarles que la mayor parte del mercado está regulado: las autopistas son de gestión privada pero también se les aplica las leyes de tráfico.

Los seguidores de Trump que transmitieron online su toma del Capitolio piensan que ahí, en Internet, está el verdadero poder, y llevan una parte de razón. El problema es que en ese espacio privado reinan las leyes medievales, la ciudadanía somos solo vasallos, y por ahora ni siquiera se atisba la Revolución Francesa y, ni mucho menos, la Ilustración. Urge democratizar Internet. De lo contrario, ganará la turba armada con móviles a modo de garrote, para beneficio de Zuckerberg y el resto de los nuevos Rey Sol. Y lo harán también en las calles, armados con M16, como han hecho en el Capitolio de la primera potencia mundial, pero también en las calles de buena parte de sus ciudades desde hace meses, sin que Facebook, Twitter o Youtube les quitase el altavoz.

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Comentarios
  1. Me ha gustado mucho el artículo, porque pone sobre la mesa uno de los problemas del nuevo capitalismo del siglo XXI y es que el enorme y creciente poder que acumulan las grandes empresas tecnológicas como Google, Facebook, etc., acabará superando al de los Estados-nación tradicionales, tal como en sus primeros tiempos de asilo en la embajada ecuatoriana empezó a teorizar Julian Assange (https://www.youtube.com/watch?v=v5HKC-IpXvM).

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