Cultura
Una novela ha salvado a mi madre
"La literatura sí nos salva, pero en general no nos damos cuenta. Solo en situaciones de crisis tomamos conciencia de que leer o escribir no son meros pasatiempos –crucigramas, ganchillo para el espíritu-, sino que ensanchan y ahondan nuestro mundo."
Eso me dice por teléfono: hijo, esta novela me ha salvado la vida. Aunque suelo rehuir afirmaciones grandilocuentes, y a menudo impostadas, como que el arte nos salva o que la literatura es más interesante que la realidad, sí creo, por lo bajinis, que la literatura es un elemento fundamental de nuestra existencia. Claro que puede haber vida sin literatura, como la puede haber sin música o sin amor, pero me parece que una vida así encierra una carencia. Podríais pensar que esta afirmación responde a la visión sesgada e incluso interesada de alguien que se dedica a la escritura, la de quien pasa tanto tiempo entre seres imaginarios, y entre libros que los explican, como en interacción con personas de carne y hueso. Que la literatura, entonces, solo es esencial para una élite intelectual alejada del mundo.
Dejadme entonces que os aclare brevemente quién es mi madre: ella nació en un pueblo muy pobre de Badajoz, donde apenas fue a la escuela. Cuando emigró a Madrid con su madre, soltera y excompañera de un combatiente cubano del bando republicano, apenas durante dos años pudo aprender a leer y escribir. A los 14 años tuvo que empezar a trabajar, porque su madre ganaba como sirvienta lo mismo que pagaba por el alquiler del cuchitril en el que vivían. Después nunca le fue posible volver a estudiar, formarse, porque los hijos y las tareas del hogar no le dejaban tiempo. Pero leía. Escribía poemas, algún cuento. Hijo, me decía: explícame por qué no es bueno lo que escribo, no me consueles, yo ya lo sé, es para entenderlo. Y yo intentaba decirle que lo que hacía no era malo, su único defecto era que parecía escrito un siglo atrás, que sus poemas podría haberlos escrito Espronceda y sus cuentos Bécquer. No era una cuestión de calidad, sino de referentes que hoy resultan anacrónicos. Más de una vez he pensado que yo me hice escritor para cumplir una aspiración suya.
Ahora también ha escrito una novela, la que le ha salvado la vida, durante estos meses de epidemia, después de la muerte de mi padre en mayo. A mano, en cuadernos, y la ha copiado dos veces para corregirla. No me la ha enseñado y me dice que no piensa publicarla (y me impresiona que la haya reescrito dos veces aunque no se la muestre a nadie). No es que ahora quiera convertirse en escritora profesional.
Pero durante este tiempo difícil, de aislamiento también debido a su miedo a contagiarse –tiene 84 años- necesitaba hacer algo, algo que la absorbiese pero que no fuera tan solo una manera de matar el tiempo, no resolver crucigramas o hacer ganchillo: la novela, adentrarse en las emociones de los personajes –esa emanación de las suyas propias-, construir un mundo ficticio pero verdadero, usar el lenguaje para expresar lo que a menudo no puedes expresar, le ha permitido soportar mejor las carencias, la distancia, el malestar, y aferrarse a la imaginación para que el duelo no la arrastre. Lo resume con su humildad habitual: yo ya sé que no vale nada, pero a mí me vale.
La literatura sí nos salva, pero en general no nos damos cuenta. Solo en situaciones de crisis tomamos conciencia de que leer o escribir no son meros pasatiempos –crucigramas, ganchillo para el espíritu-, sino que ensanchan y ahondan nuestro mundo. Más que una vía de escape son un camino a la introspección y la comprensión.
Nico Rost, el escritor, traductor y periodista holandés que pasó los dos últimos años de la Segunda Guerra Mundial en campos de concentración, cuenta en su diario Goethe en Dachau (ContraEscritura, trad. Núria Molines Galarza) la importancia que tuvieron para él la lectura y la escritura en aquella época terrible. Escribir diarios en Dachau estaba prohibido, pero se arriesgó al castigo. Aprovechó al máximo la biblioteca del campo, de la que habla con entusiasmo a pesar de las penurias, y también los libros prohibidos que llegaban a sus manos de mil maneras distintas.
“En el fondo es cierto: la literatura clásica puede ayudar y dar fuerzas”, escribe. Y casi se sorprende porque “…esa compulsión de leer siempre más, de aprender más y de estudiar más nunca la había sentido con tanta fuerza como aquí; empleo con alegría cada minuto libre que tengo en ello. Así me siento más joven que nunca a pesar de toda la miseria”. Lo que me fascina de este párrafo es ese “con alegría”. En Dachau. Si eso no es la salvación mediante la literatura no sé qué puede serlo. Pero, aunque Rost fuese un intelectual, un hombre apasionado por las letras desde muy joven, tampoco penséis que era de esos letraheridos que consideran más importante lo que contienen los libros que lo que sucede en el mundo. Rost cree que la literatura lo salvó en esos años atroces, pero también que la realidad no se transforma solo con libros: “La resistencia literaria –la resistencia solo con las palabras- no es suficiente […] pues cuando esos medios intelectuales son violentados con armas reales, también han de liberarse por medio de armas reales”.
Mi madre no puede hacer mucho para cambiar la realidad que le ha tocado vivir ahora. Su marido ha muerto; ella seguirá parcialmente encerrada. No podrá retomar su gimnasia ni sus clases para mejorar la memoria. Pero al menos puede buscar consuelo y la posibilidad de seguir creciendo en lo que lee, en lo que escribe. Llamad a eso salvación o como queráis.
Me ha encantado el artículo. Me ha recordado «La escritura o la vida», de Jorge Semprún. No se puede decir más claro, la escritura / la lectura nos ayudan muchísimo en estos momentos. El ejemplo de los campos de concentración… sin palabras.