Opinión
Volver a empezar
"Tenía razón Jabois. Es un horror pensar en las últimas veces. Pero a veces, conocerlas, te ayudan a disfrutar como nunca de las primeras", reflexiona Olivia Carballar.
Tráeme las galletas de coco que me gustan, le dije. Entonces no sabía que ya estaba contagiada. Estaba en cuarentena, eso sí. Por responsabilidad. Y porque tuve la suerte de que mi contacto positivo se enteró pronto de que era positivo. Y porque tengo la suerte, también, de tener a una médica cerca. Pero no tenía síntomas. Había pasado siete días y seguía tranquila. Y bueno, me trajo las galletas. Eran las mismas que yo misma ordenaba en las estanterías de la tienda de mi madre, con mimo, para que no se apretujaran y se desmoronaran. Ahora solo las encuentro en un supermercado de toda la ciudad. Y aquella tarde, me trajo dos paquetes de mis galletas, el doble, como siempre suele hacer cuando le pido algo.
Por la noche, como cuando rompe la ansiedad tras una temporada de trabajo sin freno, llegaron los síntomas. Los escalofríos, el dolor de huesos, la angustia. Un poco de fiebre. Y a la noche siguiente, sin ganas casi de comer pero con ganas de que todo aquello se quedara en un susto, abrí el primer paquete de galletas. Separé las obleas y chupé la masa de coco con la lengua. Una, y otra, y otra. No sabía entonces que aquel dulce de siempre, casi exclusivo de mi infancia, sería el último alimento que saborearía –sí, llamémosle alimento– en un tiempo indeterminado.
Por la mañana, mi gusto había desaparecido. También mi olfato. No sentí el aroma del café recién hecho, pero no lo eché de menos. Casi me asfixio rociando lejía para desinfectar el baño, pero no me di cuenta mientras lo hacía. Y al mediodía, comí los guisantes con jamón más tristes de la historia. Ahí fue cuando empecé a echar de menos las sensaciones que produce el sabor fresco de una naranja mientras el gajo te estalla en la boca –y tú estás a otra cosa, con la pantalla pegada al ordenador–; el olor del champú mientras te lavas el pelo –y tú estás con la cabeza en todo el curro que tienes encima–. Ahí, justo ahí, cuando tenía aquellos guisantes sin salero en mi paladar, fue cuando comencé a echar de menos algo que nunca pensé que podría echar de menos.
Aquellos días de pensamientos tenebrosos e inciertos, leí un artículo sobre las últimas veces que escribió el periodista Manuel Jabois en El País. Y, siguiendo su prosa y en contra de sus indicaciones, me puse a recordar las últimas veces antes de que el virus entrara en mi cuerpo. La última foto que hice, al aire libre, fue de unas hojas caídas sobre el lecho de un parque infantil. El parque estaba vallado. Mientras hacía la foto, pensé: hojas encerradas. Y estuve a punto de tuitearlo. Menos mal que Pantomima Full se nos aparece de vez en cuando y nos pone en nuestro sitio. Así que guardé mi teléfono y mi supuesta foto guay, y seguí mi camino. Entonces tampoco sabía que ese era el último día que iba a salir a correr en tiempo, que la que iba a tener que encerrarse, como las lánguidas hojas del parque, era yo misma.
Sigo recordando y se me viene a la cabeza la última vez que vi a mis padres antes de las medidas restrictivas de la segunda ola. La última vez que vi a Sang, un chico gambiano al que conocí en los invernaderos de Almería y que, diez años después, me ha llamado en busca de ayuda para no dormir en la calle –gracias, Sandra Heredia, por cierto–. La última vez que desayuné en el bar. La última vez que fui al cine, y la última vez que miré la cartelera del cine de mi barrio, que fue ya el primer día después del virus. Volver a empezar, se llamaba la película a la que se me fueron los ojos. Decía: “Próximamente”.
El olfato retornó con una colonia de Spiderman. Volví a saborear las galletas que tanto me gustan. Y me llegó, además, algo nuevo: la sensación que una siente cuando siente sus sentidos. Tenía razón Jabois. Es un horror pensar en las últimas veces. Pero a veces, conocerlas, te ayudan a disfrutar como nunca de las primeras. Feliz año nuevo.
Solo perder la salud unos días nos enseña lo mucho que tenemos, lo afortunadxs que somos.
La crisis clima?tica, al igual que la pe?rdida de biodiversidad, parece agravarse. En nuestras llamadas sociedades “industrializadas”, la pandemia de covid-19 asesta un nuevo golpe a nuestros sistemas sociales ya de por si? debilitados, generando ansiedad, soledad, miedo, dolor y muerte.
En este contexto drama?tico quisiera compartir contigo una cualidad que me han ensen?ado los pueblos indi?genas: ¡RESISTIR! Desde la cuenca del Congo hasta el desierto del Kalahari, pasando por la Amazonia, los pueblos indi?genas y tribales siguen resistiendo al robo de sus tierras, a la violencia genocida, al desarrollo forzoso y al racismo a que los someten las sociedades industrializadas en nombre de la “civilizacio?n”. (Fiore Longo – Survival Internat.)
MAÑANA SERA DEMASIADO TARDE: PROFETICO, IMPRESIONANTE DISCURSO DE FIDEL CASTRO en 1992 SOBRE CONSUMISMO Y NATURALEZA.
https://www.youtube.com/watch?v=LXY8epxirRg