Opinión
El año que llevamos mascarilla
"La boca, que edifica nuestro placer a través del gusto, el beso, la respiración y la sonrisa, ha desaparecido de este año 2020 como una metáfora del virus", reflexiona el autor.
Los que trabajamos a diario con la mascarilla, ocho horas al día, nos hemos acostumbrado ya a ver a nuestros compañeros sesgados, a medias, partidos en dos; una división horizontal que exige aguzar el ingenio para interpretar el lenguaje gestual de los demás a través de la mirada. Tanto es así que ahora me resulta extraño reconocerlos sin ella mientras comen o beben, verles la cara entera; me da la impresión de que se les ha reducido la boca o les ha crecido la nariz, pero también, en ocasiones, me parece que se les ha desgastado la mandíbula, como si se la hubieran limado con una lija y la tuvieran más afilada. En definitiva, ahora lo raro es contemplar sus rostros completos, descubiertos.
Aunque, más allá de la estética, lo que se pierde con la mascarilla es capacidad de comunicación. La boca posee muchas funciones a nivel físico, pero la asociamos, sobre todo, con un gesto universal y necesario: la sonrisa. Una sonrisa es nuestra mejor tarjeta de visita; denota felicidad, sinceridad o hipocresía, conformismo o afirmación, también sirve para seducir, persuadir o intimidar; una sonrisa puede ser una señal de alegría, de ilusión, de implicación y de aceptación. Hay muchas clases de sonrisas, infinidad de ellas, y quienes estudian el lenguaje corporal se han encargado de desentrañarlas, inventariarlas y catalogarlas.
Pero la sonrisa no debería ser una metonimia de la boca, pues son muchos otros los gestos y mensajes que se generan a través de la contracción o el estiramiento de los labios, de la tensión o relajación de las comisuras, de la elevación de la mamola. Cuando recibimos una sorpresa elevamos las cejas, pero también abrimos ligeramente la boca. Es decir, el gesto de la boca depende directamente del de los ojos. Sin embargo, en nuestra realidad actual, la de la cara parcialmente cubierta por la mascarilla, se nos olvida que cuando alguien eleva las cejas, es posible que, inconscientemente, esté abriendo también la boca tras el parapeto de la máscara.
La expresión facial refleja nuestros sentimientos, es parte de nosotros y nos representa en la sociedad, comunidad o grupo social. Prueba de ello es que la Historia del Arte nos ha mostrado a lo largo de los siglos el interior del ser humano por medio de una de las técnicas más utilizadas y populares de la pintura, la escultura y la fotografía: el retrato. ¿Se imaginan algunos de los retratos icónicos de la historia con mascarilla? ¿Entenderíamos su significado? ¿Adivinaríamos el perfil psicológico de los retratados? Veamos:
La joven de la perla, de Johannes Vermeer, es un cuadro enigmático. Los historiadores se han preguntado a lo largo de los siglos qué pretende expresar la retratada, qué nos quiere decir o por qué el centro focal de la pintura es el pendiente de perlas. Pero ¿qué sería de esta imagen con mascarilla? Veríamos que sus ojos observan fijamente al espectador y, sin embargo, no podríamos saber que su boca entreabierta es la clave para interpretar el cuadro, pues la joven parece a punto de decirnos algo; una pregunta, una duda o incluso un arrepentimiento que suspende la palabra en el vacío. Hay, por lo tanto, sorpresa e incertidumbre en el gesto de su boca mientras que sus ojos, menos obvios, permanecen fijos en nosotros.
Inocencio X, de Velázquez, destaca por su mirada penetrante. La boca con las comisuras planas, formando una línea horizontal, se combina con la severidad de la mirada para formar la personalidad de alguien seguro de sí mismo, acostumbrado a comandar. Un hombre serio y circunspecto. Un Papa. ¿Qué veríamos en sus ojos si su boca estuviera tapada por una mascarilla? Firmeza, decisión, temple, pero no precisamente alegría. Aunque tampoco tristeza. Así pues, es su boca lo que nos permite completar la psicología y profundidad del personaje y lo que hace de este retrato uno de los más impactantes de la historia.
Van Gogh, con su Autorretrato, de 1889, es un ejemplo aún más concluyente: si llevara una mascarilla FFP2, y ni siquiera se le viera el tabique nasal, pensaríamos en un rostro tranquilo y sereno, aunque no en paz. Es un tópico decir que alguien «tiene unos ojos tristes», pero también es una expresión muy certera, porque la tristeza es uno de los sentimientos más difíciles de borrar de nuestro rostro; uno puede sonreír cuando está triste, forzar el gesto, engañar o manipular a través de los labios, pero sus ojos le delatarán al no poseer el brillo y la vivacidad que se adquiere con sentimientos como la alegría o la euforia. La curva de la boca de Van Gogh está, al igual que su estado anímico, en claro descenso, con las comisuras apuntando al suelo. Estoy seguro de que al pintor holandés le hubiera gustado llevar mascarilla y esconder sus penas tras ella, pues la parte superior de la cara no puede ocultar la tristeza y melancolía que la boca ratifica.
Pero el paradigma del retrato en general, y de este ejemplo de las mascarillas en particular, es por supuesto La Gioconda; la sonrisa de la Mona Lisa es uno de los enigmas que más ha costado desentrañar hasta que recientemente se ha concluido que la modelo se encontraba a punto de sonreír, en un instante anterior. Los ojos de la Gioconda nos confunden, pues apenas develan nada; necesitamos de la boca para componer una imagen completa; su misterio procede del gesto, liviano, sutil, sfumato, que la Lisa Gherardini esboza con los labios y los músculos adyacentes.
Para la historia quedará, a través del recuerdo y los documentos gráficos, el año que llevamos mascarilla y nos escondimos tras una tela de sumisión que modificaba y cercenaba nuestra gestualidad, la ocultaba y la dejaba en manos de la imaginación y la interpretación, como cuando un escritor oculta un lugar común tras un tropo con poco ingenio, como si la boca no fuera determinante o no le importara a nadie. La boca, sí, la boca, que edifica nuestro placer a través del gusto, el beso, la respiración y la sonrisa, y que ha desaparecido de este año 2020 como una metáfora del virus y sus consecuencias. La boca, tan infravalorada y ensombrecida por la mirada, es la gran sacrificada dentro del caos comunicativo que arrastra la pandemia, pues aunque los ojos son el espejo del alma es sin embargo por la boca por donde muere el pez.
Maravilloso este texto. Gracias.