Opinión
El año que perdimos el cuerpo
"La pandemia nos ha robado el cuerpo precisamente cuando hemos sido más conscientes de su mortalidad".
El otro día, el algoritmo de Facebook me recordó que hace cuatro años madrugué como nunca, cogí un tren a Nueva York y allí, en una cafetería cercana a la Universidad de Columbia, desayuné con Antonio Muñoz Molina. Me hizo gracia el recordatorio no sólo porque nunca me levanto temprano y ese sábado de noviembre hice una excepción, sino porque justo he terminado de leer un libro suyo que –ahora lo sé– estaba escribiendo entonces: Un andar solitario entre la gente.
Fue una conversación extraña, increíblemente amena pero marcada por un desequilibrio ineludible: el hecho de que yo conocía muchos detalles de su vida y lo trataba con total familiaridad, y él se esforzaba por descubrir quién era aquella mujer a la que, encima, tenía que pagarle el croissant, ya que yo iba sin efectivo y el local no admitía tarjetas. De repente, como si quisiera darme información novedosa para que no decayera mi interés, me dijo: “Estoy haciendo collages. Hay algo mágico en eso de utilizar las manos, pringarte, mancharte, para construir nuevos significados”. Yo sonreí y respondí que lo entendía, pues justamente andaba pintando una serie de cuadros al acrílico, pero luego regurgité: ¿collages? ¿Para qué? ¿Y la próxima novela? Bien, fue el libro de caminatas fragmentarias que me ha acompañado estos días, lleno de recortes de prensa, referencias al lenguaje de la publicidad, reflexiones sobre un espacio –el público, la calle–, que interpreto con otros ojos desde que la pandemia nos ha obligado a pisarlo tan poco.
Durante el que fuera su último otoño en Nueva York, la presencia fantasmal de los mensajes que incitaban a comprar en plena campaña navideña, las habladurías de los desconocidos y toda su algazara inspiraban un mundo que parece escurrírsenos entre los dedos. El libro es autobiográfico pero, más allá de sus recorridos personales, narra el transitar urbano de algunos escritores célebres –Baudelaire, Benjamin, Poe– y también el de personas anónimas que acuden al mercado, se saludan y abrazan, o bailan a ritmo de bachata en una plaza cualquiera de los múltiples rincones latinos neoyorkinos. En su estructura ecléctica, los saltos espaciales y temporales se justifican en cuanto que siempre existe una figura que camina, y es ahí, en el desarrollo de esos pasos, donde no pude evitar sentir una nostalgia por las calles que nos están faltando.
Leí a Antonio desde el 2016 de nuestro primer encuentro pero también desde el tiempo pandémico. Si su libro puede ser considerado un homenaje al cuerpo –que circula libremente por avenidas y parques, que interactúa con los demás sin amedrentarse–, el 2020 nos ha legado una versión macabra de todo aquello, su reflejo deformado en los espejos del Callejón del Gato, la mueca distópica de quien reconoce la pérdida. Este año que por fin termina se ha caracterizado por la ausencia de un cuerpo libre que pueda relacionarse con los otros sin miedo al contagio o a ser culpabilizado. Tras nueve meses de confinamiento prácticamente ininterrumpido, me he sumergido en esas páginas pensando en la autonomía que nos ha sido negada a la hora de hacer del espacio público la prolongación de nuestra propia casa. Como si de un mal sueño se tratara, se ha impuesto una dicotomía perversa entre evitar propagar el virus y el goce que proporciona juntarse con nuestros seres queridos; entre la vida que no queremos enferma y aquélla que, por las exigencias sanitarias, ha perdido la razón de ser en su aislamiento.
Pasear, esa actividad inocente, reunirnos en bares, celebrar multitudinariamente un cumpleaños o una Nochevieja, han adquirido unas connotaciones de peligro que antes, en toda la dimensión social de quienes somos, no tenían. Las pocas veces que he salido a la calle no ha sido raro cambiar de acera cuando se aproximaba alguien sin mascarilla, exhibiendo así un rechazo hacia el otro del que después me arrepentía. La distancia física, mandato de las autoridades para detener la expansión de la covid, a menudo ha servido para volveros huraños y azuzar una sospecha respecto a los demás, vistos ahora como seres potencialmente infecciosos. En ocasiones, los gestos de solidaridad se han convertido en sentencia de muerte, como la del médico que, a pesar de tener patologías previas, decidió volcarse en el cuidado de sus pacientes.
La pandemia nos ha robado el cuerpo precisamente cuando hemos sido más conscientes de su mortalidad. La necesidad de salvarlo del virus ha provocado, paradójicamente, que se aleje de aquello por lo que merece la pena tenerlo: ir al teatro, disfrutar nuestras fiestas, viajar, o quedar para desayunar como aquella gélida mañana de noviembre. Las medidas sanitarias han roto tanto la convivencia social como han ejercido de muro de contención con el fin de prevenir más fallecimientos. Si 2020 ha sido el año en que perdimos el cuerpo, de tan innúmeras y dolorosas formas, queda esperar que 2021 sea el año en que lo recuperemos: sanos, vivos, pero, sobre todo, juntos.