Análisis

La única portada que enmarcaré por todo lo que no quiero olvidar

La autora explica por qué hemos elegido esta ilustración de Leticia Ruifernández para nuestro último número de 2020: "Hay quien puede pensar que es una portada triste. Será la única que yo enmarque porque no quiero olvidar para quién y por qué nos hicimos periodistas quienes escribimos en esta revista".

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“Una novela ha salvado la vida a mi madre”. Con este titular comenzó la historia de nuestra última portada, cuando repasábamos los pdf de la revista antes de enviarla a imprenta. El artículo de José Ovejero resumía a la perfección el espíritu del tema al que dedicamos el dossier: la cultura de base, la creada por personas como nosotros y nosotras, a los que el conocimiento se nos negó durante siglos y que ahora hemos decidido no ser meras consumidoras, sino aliadas, compañeras y, también, productoras, creadoras, artistas.

Esa es la maravillosa historia de la madre de Ovejero, que cuando leáis disfrutaréis tanto como yo, y por la que me paré en seco. Primero, para escribir un mensaje a su autor dándole la enhorabuena y las gracias. La enhorabuena por cómo la contaba y  por tener una madre así. Las gracias, por compartirla con todas nosotras. Y otro mensaje, a mis compañeras para proponerles que la ilustración de Leticia Ruifernández –que había llegado a nuestra páginas gracias a la edición fotográfica de Elvira Megías–, y que convertía a esa madre en todas nuestras madres, en todas nuestras abuelas, fuese la portada del número con el que despedimos el 2020. 

Porque este año, en el que más del 48% de las personas fallecidas oficialmente por COVID-19 en España lo han hecho en residencias, nos ha obligado a mirar de frente a cómo tratamos, concebimos y nos relacionamos con las personas mayores y qué mecanismos tienen estas para garantizar su derecho a tener vidas autónomas y dignas; a preguntarnos cuándo comenzamos a infantilizarlas, ningunearlas y, en algunos casos, desecharlas; pero, sobre todo, cuando empezamos a silenciar sus voces y hablar en su nombre.

La madre de Ovejero escribe y construye así su voz, su relato, su visión y su mundo. Y no necesita compartirlo con nadie porque “conocer es construir el mundo”, como decía Hannah Arendt, y para los que crecimos sin dar por sentado que al estirar el brazo encontraríamos un libro, sus páginas siguen siendo el privilegio de poder  acariciar el mundo. 

Hay quienes arrullamos un libro como si fuese una criatura, y este año muchas personas han calmado sus regazos vacíos de hijos, hijas, nietos y nietas a los que no podían ver, con libros que llevaban años aparcados en la estantería, con folios que iban rellenando con su letra manuscrita, con canciones que volvían a ser escuchadas y no oídas de fondo. No hay ternura igual de salvaje y asilvestrada que la que se inocula alrededor de las faldas de una abuela, de la mano de un abuelo. Los que sentimos hace tiempo el socavón en el estómago de la orfandad de los abuelos, llevamos tiempo escuchando un eco distinto cuando decimos papá o mamá y nos sabemos con suerte por que alguien nos devuelve el llamado.

Y en este 2020, todas esas palabras –mamá, papá, abuelo, abuela, amigo, amiga, amor, cariño, cielo…–, de repente, adquirieron la fragilidad, la finura y la transparencia de una copa de cristal. Temíamos por los viejos y por los menos viejos. Verbalizamos que queríamos hacernos viejos, llegar a viejos y a la vera de los que aún no son viejos. E, incluso, llegamos a pensar que nosotras también queríamos que, llegado el momento, nos pudieran despedir…

“Pensar que mis hijos, nietos y bisnietos no pudieran despedirse de mí, que no iba a volver a verles una última vez, que no iban a poder ir a mi entierro…”, me decía  Carmen Lecha Badía a sus 94 años, confinada desde hacía dos meses en su residencia de Mataró, para uno de los reportajes que hemos publicado sobre las consecuencias de la pandemia.

Esta portada es nuestro homenaje a nuestras predecesoras, esas mujeres que no pudieron ir al colegio, ni aprender a leer ni escribir, a las que les daba vergüenza ir al ayuntamiento a lo que fuese porque en el lugar destinado a la firma solo podían poner una X; mujeres que aprendieron lo que era democracia, votar o partidos políticos escuchando la radio o viendo la tele; que no nos dejaban hacer nada en casa porque nosotras lo que teníamos que hacer era estudiar, para tener buenos trabajos, y no ser menos que nadie, ni depender de ningún hombre; e ir a todas las excursiones del colegio, porque lo que teníamos que hacer en el futuro era viajar, y ver mundo, para no ser catetas, ni pueblerinas, ni cerradas de mente; porque lo que teníamos que ser era modernas y hablar muchos idiomas; felices, en definitiva. 

Y, de tanto repetírnoslo, a algunas de ellas les picó el gusanillo, se sacudieron la vergüenza, y empezaron a ir a la escuela de adultos. Y empezaron a sentir cómo las letras, cuando se juntaban bien, hacían cosquillitas en la punta del lápiz como cuando se canta una copla y es como si crecieran flores en la garganta; y ahora ya no les daba vergüenza contar que cuando ellas eran las madres y no había gomas de borrar, a sus hijas les daban migas de pan que, además de haber callado el hambre de generaciones, tiene otro poder mágico: difumina los errores en la libreta.

Y, entonces, tú miras interrogante a tu madre y le preguntas por qué nunca te lo había contado, y en su silencio aprendes que hay silencios que deben respetarse hasta que sus dueños y dueñas decidan romperlos, y que cuando esa mujer –que entonces te parecía mayor y que ahora te das cuenta de que era mucho más joven que tú ahora– te vuelva a decir que “estudies”, que “viajes”, que “vivas” no solo te lo está diciendo a ti. Porque, eso también lo aprenderías entonces, cuando hablas con otros y otras, te atreves a decirte cosas a ti misma que a lo mejor no te gusta escuchar.

Pero esta portada también es una impugnación contra esta sociedad que encumbra la juventud, desprecia a la vejez y niega la muerte. En los siglos XIV y XV se pusieron de moda unas pinturas conocidas como La danza macabra o de la muerte en las que hombres y mujeres bailaban en corro alrededor de una tumba de la mano de esqueletos. Simbolizaban la finitud de los placeres terrenales y cómo la muerte terminaba llegándonos a todos, tarde o temprano.

Pero, de nuevo, esta pandemia ha vuelto a poner de relieve que la enfermedad también entiende de clase social: por eso, además de las personas mayores, las más afectadas por la COVID-19 han sido las mujeres, con trabajos precarizados y menospreciados como los cuidados, vecinas de barrios empobrecidos en los que se vive más hacinados, con centros de salud más saturados y transportes públicos más degradados. De nuevo, mujeres que terminarán envejeciendo antes, con cuerpos machacados por el desgaste físico y mental. Cuando ellas ya no puedan cuidarnos, ¿quién las cuidará?

Hay quien puede pensar que es una portada triste. Será la única que yo enmarque hasta el momento. Porque me encanta la ilustración de Leticia Ruifernández, pero también porque no quiero olvidar para quién y por qué nos hicimos periodistas quienes escribimos en esta revista. Por las que guardaban un mendrugo de pan para que sus hijas tuviesen con qué borrar, por las que no nos contaron con qué tenían que borrar para que voláramos ligeras sin penas, por las niñas que fuimos cuando empezamos a buscar las palabras que supieran nombrar lo que, decían, no merecía ser escrito. Por vosotras escribimos.

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Comentarios
  1. Qué maravilla de artículo!
    Periodista como tú, con esa pluma tan delicada que dibuja las palabras o disecciona realidades y emociones cual bisturí, ennoblecen la profesión.
    Siempre admirable Patricia.
    Un abrazo fuerte desde Pucela.

  2. Muchas gracias Patricia por tu artículo es un regalo precioso se produzca en las fechas que se produzca.
    Muchas gracias a todos los trabajadores y trabajadoras de La Marea por el periodismo que hacéis y esperamos que podáis seguir haciendo muchos años.
    Abrazos

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