Opinión
El año del descubrimiento, un calor que no elegimos
Ignacio Pato escribe sobre la película de Luis López Carrasco 'El año del descubrimiento': "El equipo de López Carrasco recompone un puzle de piezas que demasiadas veces han sido amenazadas con el cubo de la basura".
Tenemos razón pero y qué. Cómo ganar. Vale, cómo al menos no perder. Y tenemos, no tienen, porque somos esos. Los que salimos ahí, en la película de Luis López Carrasco El año del descubrimiento.
No somos el espectador. O desde luego estamos más cerca de poder aparecer por el bar Tana donde transcurren unos 200 minutos que hablan de puntos de partida y de retrocesos de casilla que tienen mucho más que ver con nuestras vidas que de conseguir una inmersión en diez minutos de una ficción sobre, pongamos, el divorcio de una pareja que más parece la disolución de una empresa que una ruptura afectiva. Estamos más cerca de poder escuchar y participar en una de esas conversaciones, más cerca de estar sentados junto a una persona que pide un cortado solo para poder en invierno estar un rato más abrigado en una cafetería que en un piso sin calefacción.
De escuchar frases como que si te pagan más en el turno de noche es por algo, y que ese algo no puede ser nada bueno. De asistir a reuniones de amigos que afortunadamente no han compartido trabajo, o a otras en las que las relaciones se han forjado, al contrario, a base de la confianza mutua demostrada cuando un jefe planteaba el juego de suma cero de siempre. Un mundo finito o infinito según dónde estés. Tus horas extras son mi despido así que las hago yo primero. Eso nos tatúan, y eso intenta dinamitar El año del descubrimiento sin condescendencia. Haciéndonos escuchar y haciendo a quienes hablan ser en tanto que son escuchados y escuchadas.
Es esa una de las fracturas más interesantes que recrea la película de López Carrasco, la relativa a la propia situación del espectador. Logra despegarnos de ese respaldo, o al menos encorvarnos hacia delante –tal y como estamos sentados cuando nos habla un amigo– y dibujar una línea imaginaria que divide a la película entre quien pretenda solo verla y quien esté en ella. La que separa a quien ha estado presente en ese tipo de conversaciones en un bar de, por ejemplo, un crítico de cine con la tarea de diseccionar lo que allí se cuenta con alma de entomólogo. Que El año del descubrimiento haya cosechado críticas unánimemente positivas –en ocasiones grandilocuentemente positivas– no deja de ser parte del extrañamiento y simulación ideológica actual del que desconfía el documental. Esto es, una película que denuncia el destrozo patronal alabada por medios que, especialmente en momentos de crisis cada vez menos espaciados –1973, 1992, 2008, 2020…–, hacen piña con beneficiados y verdugos en banners, enfoques y titulares. De nuevo surge la pregunta: ¿qué valor tiene que me des la razón si luego me vas a machacar?
De esa categoría de asidero para cínicos atrapalotodo, de pasajera rebeldía anticapitalista de consumo privado mientras en la oficina calla ante un despido ajeno, para quien tenga la tentación de ver en ella un producto, una película incluso, más que una herida real, logra escapar El año del descubrimiento con inteligencia. Con una cuidada puesta en escena que juega al despiste temporal para decirnos que simplemente fumamos menos y nos peinamos de otras maneras pero que la picadora de carne no se ha detenido. Que hubo una vez en que La Pirenaica no se podía escuchar demasiado alta, o que se decía “colorado” en vez de “rojo” y que literalmente se conocía antes el trabajo que el amor o el sexo. Que se sigue ahogando la incertidumbre y la ansiedad en alcohol y sobre todo en silencio. Un silencio que aquí se rompe y que desborda: a López Carrasco y su equipo les llevó 9 días rodar el material y 8 meses montarlo. Otra trasposición de lo que (nos) ocurre muchas veces cuando alguien habla: tardamos más en encajar y asimilar lo contado que en el propio acto, a veces fortuito, de estar allí y simplemente tener un órgano auditivo. Tardamos más en escuchar que en oír.
Las reuniones frustradas que ha traído la pandemia tienen también un lugar protagonista en la película documental. En ese sentido, vuelve a emerger el bar como espacio social de primer orden con su correspondiente sesgo de clase, como lugar ambivalente donde se pueden tejer alianzas o donde por el contrario se nos puede ir la fuerza por la boca. No está claro que hayan nacido más comités obreros en una biblioteca que entre platos de duralex. Entre gambas que pelando fruta del tiempo.
El año del descubrimiento valla el paso al martirologio. Rosa Luxemburgo flotando en el Spree, el acero en la barbilla de Allende o nuestras cunetas son oscuridad a la que precedió un destello. Deslumbrado como un vampiro por esa luz, el día a día del capital necesita que la memoria de la derrota prevalezca sobre la de la resistencia. Necesita, para su propia viabilidad, que vivamos en luto, que es hoy en parte traducible en aceleración y saturación digital. Que obviemos el estado de guerra.
El equipo de López Carrasco recompone un puzle de piezas que demasiadas veces han sido amenazadas con el cubo de la basura. En puridad, con el basurero de la Historia. Una historia del trabajo y –y contra– el capital atravesada por la fantasmagoría del qué pasó y si pasó realmente. ¿Existió el trabajo para toda la vida? ¿Quince días en la playa sabiendo que después todo volvía a estar donde lo habías dejado? ¿Qué eco tiene la cultura de entereza cartagenera, última ciudad en caer bajo el fascismo, pero también la feroz represión, en el borrado del pensar en clave de nosotros y no en yo?
Piezas. Como la del espectro del extrabajador que se detiene frente al edificio derruido de su antiguo puesto y piensa “algo nuestro hay ahí”. Como reconocer al actor Enrique Escudero, en la época en series de éxito, absorto. Como el nombre de uno de los grupos que suenan, Vilma Palma e Vampiros, tomado de una pintada medio borrada que en origen decía Vilma Palma e hijos vampiros de los obreros. Como los nombres de Fundición Santa Lucía Peñarroya, Fertilizantes FESA, ENFERSA, ASUR, como Bazán. Como un montón de moléculas incandescentes, combustibles, emitiendo luz y calor.
Este artículo ha sido publicado originalmente aquí.