Opinión

Salir a correr

"Duran muy poco. Por eso esos momentos suspendidos en el tiempo, cuando nos damos cuenta de que existen, son la hostia", reflexiona Olivia Carballar en su sección 'Gracias'.

Un paseo por el río Guadalquivir. O. C.

Estaba deseando que dieran las seis y media para salir a la calle. Era la hora a la que mi hijo llegaría aquella tarde de la extraescolar. Llevaba casi diez horas pegada a la pantalla del ordenador y necesitaba –al menos tanto como un niño–, dar una vuelta por el parque. “No vamos a ir a casa, nos quedamos por aquí, que nos hemos encontrado a una amiga del cole”, me comunicaron a través del teléfono mi hijo y su padre. Dios. Mi coartada para alejarme un rato del teletrabajo estaba saltando en ese preciso instante por los aires.

Me puse muy nerviosa. No sabía qué hacer con esos 20 minutos que me había encontrado, para mí sola, sin buscar. Fue una sensación parecida a cuando encuentras un billete de 20 euros en la chaqueta que no te pones desde el año pasado. Me coloqué la mascarilla. Bajé al portal por el ascensor. Volví a subir por las escaleras. ¿Qué hago? ¿En qué invierto este tiempo improvisado? Temía que me ocurriera lo mismo que me ocurre al intentar elegir una película: que me paso las dos horas eligiendo y no veo nada. Así que volví a bajar por el ascensor, con la mascarilla. Y ya con mis auriculares puestos, me dirigí sin rumbo, con la música a todo gas, hacia la orilla del río. No di órdenes a mi cuerpo, fue mi cuerpo el que echó a correr. 20 minutos habían logrado lo que en 20 años fue imposible.

Mi cabeza comenzó a expandirse, a oxigenarse, a la misma velocidad que se abren las fosas nasales cuando me llega la fenilefrina del spray descongestionador –he buscado el componente farmacológico en Google, obviamente–. En 20 minutos, vi el sol ponerse. Los patos y las piragüas a contraluz. Hice una foto a escondidas de un hombre y una mujer mientras caminaban agarrados de la mano. Me crucé con el aroma del desodorante de un chico que me recordó a las noches en las que llegaba a ponerme lentillas para salir. Y pensé que todo el que me estuviera viendo correr durante aquellos 20 minutos –con un bolso de tela colgado en el hombro y la merienda de mi hijo dentro–, estaría escuchando mi banda sonora.

Vengo a contar todo esto porque no quiero deprimirme. Porque quiero agarrarme a lo que sea para que en esta película que estamos viviendo no ganen, como casi siempre, los malos. ¿Te acuerdas de cuando te dijeron, media hora antes, que no tendrías que intervenir en esa odiosa conferencia? Qué alivio, eh. ¿Te acuerdas de aquella mañana en la que te despertaste sofocada pensando en que tu amigo había muerto? Aún sudabas mientras preparabas la cafetera, a la vez que reías como una loca y bailabas con la taza sobre la cabeza saboreando la sensación de que simplemente lo habías soñado. Me refiero a ese tipo de momentos. A cuando en mitad de tu paranoia te baja la regla o, cuando aun no bajándote, sale una sola raya en el predictor. Qué felicidad. Al momento en que sale una doble raya cuando te haces la prueba pensando en que otro mes no ha sido posible tu embarazo. A cuando encuentras la llave en el último rincón del bolso justo en el instante en que estás marcando el teléfono del cerrajero. O a cuando el teléfono suena en tu bolso mientras intentas memorizar la matrícula del taxi que arranca sin compasión en tus narices creyendo que te lo has dejado olvidado en el asiento.

Duran muy poco para lo grandes que son. Tal vez por eso sean grandes. Y tal vez por eso duren tan poco. 20, 10, cinco minutos. ¿Te acuerdas de cuando te llamaron para decirte que había quedado una plaza libre en el cole? ¿De cuando te comunicaron que se habían equivocado en el diagnóstico y que aquello no era cáncer? Yo me acuerdo de cuando un profesor me llamó para decirme que se había equivocado al ponerme aquella nota horrorosa. Me acuerdo de cuando me encontré contigo sin quedar contigo, como en aquel pasaje de Rayuela. Del helado que estaba tomando en ese momento. De cómo cambió la cara de aburrimiento de mi amiga cuando él apareció en la reunión. De los saltos que diste cuando descubriste que el avión salía tres horas más tarde. De que mañana era fiesta. ¿Te acuerdas de cuando recibiste ese mensaje avisándote de que tendrías dos días más de plazo para entregar el trabajo? ¿De aquella tortilla de patatas recién hecha, de aquel bizcocho, de aquellos libritos y los huevos kinders que te dejaron en el ascensor cuando la COVID te estaba dejando el cuerpo sin esperanzas?

Yo sí me acuerdo.

Yo me acuerdo también de cuando no teníamos prisa, de cuando encontrarte con 20 minutos para ti sola era como no encontrar nada en tu chaqueta. Por eso esos momentos suspendidos en el tiempo, cuando nos damos cuenta de que existen, son la hostia. Como ahora, que pensaba que se me había borrado todo el artículo.

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Comentarios
  1. Y cuanto tenemos aún Olivia si me pongo a pensar, por ejemplo, en aquellxs chavalxs jóvenes inmovilizados de por vida en una cama o en una silla de ruedas, en la pérdida de un hijo, o en su desaparición que aún es un trago peor no saber si está vivo o muerto, si lo están maltratando, y otras muchas tragedias.
    No obstante a mí también me preocupa que ganen una vez más los «malos» .
    Y es que desde la década de los 80 (Reagan/Thatcher, los enviados del diablo) no recuerdo otra cosa que retroceder, ir para atrás. Consiguieron convencer y fué el principio del fín de los valores del ser humano. También tenemos que aceptar que si hubiéramos sido una sociedad más sabia, más profunda, no lo hubieran logrado.

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