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Trump y ‘el sueño americano’

Nuestro socio Antonio Zugasti escribe sobre el régimen de Donald Trump en Estados Unidos, al que tilda de "fascista"

Donald Trump comentando los primeros resultados de la elecciones de 2020. REUTERS/Carlos Barria

Donald Trump no ha sido un político como lo ha sido siempre Joe Biden. Hasta su irrupción en política en 2015, cuando se postuló como candidato a la presidencia por el Partido Republicano, había sido empresario y además, de 2004 a 2015, showman televisivo. Lo que sí ha demostrado sobradamente durante toda su vida es ser un capitalista puro. No tiene una ideología, sólo le mueven su ambición y su orgullo, y usa la política en la medida que puede servir a sus intereses personales.

Lo que también ha quedado muy claro es que la actuación política del empresario capitalista Trump ha llevado a un sistema nítidamente fascista. Naturalmente no emplea ese nombre –estaría muy mal visto en la gran democracia americana– pero las líneas fundamentales de su mandato no pueden ser más coincidentes con las líneas de cualquier sistema fascista. 

En primer lugar el nacionalismo: hacer a «América grande de nuevo». Parece que la riqueza que atesora el país y la influencia, muchas veces decisiva, que EE.UU. tiene en el mundo no le bastan. Debe aspirar a un dominio absoluto. En el terreno económico, la filosofía proteccionista ha marcado su mandato. Le ha llevado a la ruptura de acuerdos comerciales como el Transpacífico, a la guerra comercial con China, y a imponer aranceles para los productos foráneos. Y un tema estrella en su campaña electoral de 2016 fue la construcción de un gran muro para separarse radicalmente de Méjico, y que no nos invadan esos obscuros mejicanos –que, además, serían los que tendrían que pagar el muro–.

Otra línea fundamental es el populismo. Trump lo une al nacionalismo en su promesa de defender los intereses de los trabajadores estadounidenses afectados por la deslocalización industrial provocada por la globalización. Esto lleva a que, según Paul Krugman, las personas blancas sin un título universitario, sean prácticamente el único grupo demográfico entre el cual Trump tiene más del 50 por ciento de aprobación. Su nulo respeto por la verdad y su demagogia le llevan a un discurso a favor de un pueblo supuestamente auténtico y una elite parasitaria. Pero su práctica es totalmente contraria.

Lo que realmente defiende Trump, como todos los fascismos, es un capitalismo insaciable con el que favorece sus propios intereses. También Krugman escribe en el New York Times que, “Desde que asumió el cargo, no ha dejado de favorecer a los adinerados por encima de las personas de clases bajas, sin importar cuál sea el color de piel de estas. Hasta el único gran éxito legislativo de Trump, un recorte tributario de 2017, fue una gran ayuda para las corporaciones y los dueños de los negocios; el puñado de migajas que les tocó a las familias de a pie fue tan miserable que la mayoría de la gente cree que no obtuvo absolutamente nada”.

Lo que deja la presidencia de Trump es un pueblo dividido, en el que desde la Casa Blanca ha inoculado el virus del fascismo. Si las elecciones de 2016 ya mostraron una gran masa del pueblo insatisfecha, desorientada y frustrada en su esperanza de alcanzar el sueño americano, la presidencia de Trump ha radicalizado la insatisfacción, el enfrentamiento y la desorientación en la búsqueda de soluciones. Soluciones que difícilmente pueden llegar de un presidente neoliberal, aunque sea mucho más razonable y moderado que Trump.

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