Internacional
[#EleccionesEEUU] La revuelta de los hijos e hijas de los ‘indocumentados’: votar en su nombre (I)
Primera crónica de la cobertura de las elecciones presidenciales de EEUU, las más trascendentales en décadas.
“Tengo miedo de perder a mis padres. Ha habido muchos días que no podía dormir porque no sabía si iban a venir a arrestarlos por estar indocumentados. Yo sé que trabajan mucho, que se esfuerzan por aportar a nuestro país, pero desde el Gobierno insisten en que son malas personas y hay quienes se lo creen”.
Edwin Salgado nació hace 16 años en Brooklyn, Nueva York. Para entonces, sus padres llevaban ya casi una década en Estados Unidos. Él tiene la nacionalidad estadounidense por nacimiento, ellos siguen sin tener siquiera un permiso de residencia. Como unos 11 millones de trabajadores y trabajadoras migrantes que permanecen ‘indocumentados’ en este país, cuyos hijos e hijas, en un importante porcentaje, podrán votar por primera vez en las elecciones presidenciales más determinantes de las últimas décadas.
El joven viste zapatillas Nike, sudadera morada, anillos rockeros en los dedos y una gorra de la campaña electoral de Andrew Yang, fundador de una entidad educativa sin ánimo de lucro, hijo de inmigrantes taiwaneses y una de las grandes sorpresas de las primarias para las presidenciales demócratas de este año: propuso la renta básica universal, entre otras medidas. Renunció en medio de la campaña por falta de apoyos, pero su estilo desenfadado y su valentía a la hora de introducir la necesidad de rompedoras reformas sociales, le han convertido en un fenómeno fan entre los nuevos votantes, aunque a mucha menor escala que lo que ha ocurrido con la congresista Ilham Omar o con el paradigma de esta nueva corriente, la -dicen- posible futura candidata presidencial Alexandria Ocasio-Cortez.
En su ordenador, este joven que se define como mexico-americano, lleva pegatinas con eslóganes feministas, a favor de la comunidad LGTBIQ y de la campaña de Biden. Vive en Staten Island, el único distrito de la ciudad de Nueva York en el que ganó Trump en 2016. Para muchos, este archipiélago es una representación en miniatura de Estados Unidos: el sur, poblado en su inmensa mayoría por personas blancas y votantes de los republicanos, y el norte por negras y ‘marrones’, como se define a sí misma buena parte de la comunidad de origen latino no negra.
La minoría blanca
Hasta aquí, la zona septentrional, se llega desde Manhattan en el famoso ferry que hasta la pandemia cogían 22 millones de personas al año, principalmente para ver la Estatua de la Libertad. Además de familias de origen migrante como la de Edwin, reside una minoría blanca. Es fácil distinguir sus barrios: suelen vivir en las calles con casas antiguas de dos plantas con un jardín delante en el que, la mayoría, hay carteles a favor de los candidatos conservadores. Son, en un alto porcentaje, descendientes de los migrantes italianos e irlandeses que vinieron persiguiendo El Dorado. El omnipresente decorado de Halloween subraya la sensación de pasear por un trasnochado decorado de cine.
“Cuando llegué siendo muy pequeño a Staten Island no me sentí bienvenido: sabía que era diferente a otros niños por mi color, por mi acento, por el origen y aspecto de mis padres. Durante años intenté huir de mi identidad y asimilarme a la cultura americana. Pero con la llegada de Trump a la presidencia, empecé a sentirme orgulloso de ser de origen mexicano”, explica Edwin en la sede de La Colmena, una entidad integrada por migrantes y descendientes de migrantes para la defensa de sus derechos. Aquí, un grupo de jóvenes ha puesto en marcha la campaña ‘Mi voto, nuestro voto’ con la que los hijos de los migrantes indocumentados busca visibilizar a través de su papeleta la situación de discriminación que sufren sus padres y madres. Y son muchos, muchísimos.
Por primera vez, la población latina representa la minoría étnica con más número de votantes, por delante de la afroestadounidense: de los 60 millones de personas que se identifican como latinos, 32 tienen derecho al voto. Dos tercios son migrantes o pertenecen a las dos primeras generaciones nacidas en Estados Unidos, y buena parte de los que han nacido en Estados Unidos puede acudir este año a las urnas por primera vez: 700.000 aproximadamente de los 3,5 millones de nuevos votantes, en los que los demócratas y los defensores de derechos humanos tienen depositadas buena parte de sus esperanzas para ganar sobradamente a Trump.
Aunque todavía no ha cumplido la mayoría de edad y, por tanto, no puede votar, Edwin ha participado en la elaboración de la campaña. “Es mi forma de contribuir como ciudadano a mi comunidad”, sostiene este joven que quiere estudiar Ciencias Políticas “para dar cabida en el Gobierno a quienes no son escuchados por los políticos”.
Este muchacho, del que solo vemos los ojos por la gorra con la que intenta dominar su abundante melena, y la mascarilla, se emociona cuando recuerda cómo durante años sus padres tuvieron que vivir en un cuarto compartido con otros migrantes mientras trabajaban 12 horas al día. No olvida tampoco cómo descubrió que tenían un estatus legal diferente al suyo: «cuando enfermaban, al contrario que yo o mi hermano, no podían ir al médico, solo esperar en casa a mejorar»; o cuando tenían que esperarles durante horas a la salida del colegio porque la falta de papeles también les impide sacarse el carnet de conducir y, consecuentemente, tenían que pasar horas de metro y autobús de ida y vuelta a casa.
Como ocurre en el caso de Edwin, Johnny, con su tono pausado y respetuoso, insiste en hacer la entrevista en español: desde que iniciaron este proceso de reconciliación con su origen latino frente al auge del racismo, hablan con sus padres y madres en su idioma materno y quieren practicar lo máximo posible para mejorarlo. Paradójicamente, los progenitores aprendieron inglés, en gran medida, a través de sus hijos.
Cuando estos cumplan 21 años, y tras un largo y complejo proceso burocrático, podrán concederles a través de su nacionalidad estadounidense, la documentación a sus padres y madres. Antes de Trump, las deportaciones solían pararse en los tribunales alegando el daño moral que podría ocasionarles a los ciudadanos de Estados Unidos, esos niños y niñas, dejarles sin padres y madres. Véase el supremacismo que entraña esta concepción bajo la que actuaba la administración Obama, entre otras.
Pero, en este proceso reactivo que ha provocado el gobierno de Trump entre la población migrada con sus políticas racistas, hay también un alto componente de recuperación y resignificación de la memoria. Y el paso de la vergüenza al orgullo es uno de sus pasos fundamentales. Por ejemplo, Johnny recuerda el día que entendió qué significaba que sus padres fueran unos ‘indocumentados’: sus compañeros volvieron de vacaciones y ellos no podían ir a ningún sitio por miedo a ser deportados. Ya no vivían todos juntos en un sótano, como ocurrió durante años, en el que pasaban los días preocupados por que no hubiese agua caliente o luz. Y aun así, “y aunque en clase éramos varios los alumnos con nuestras familias en la misma situación, no lo hablábamos porque era motivo de vergüenza. Fue con la llegada de Trump al gobierno cuando empecé a preguntarme por qué me atacaba, por qué decía cosas terribles de la gente de México, de Bolivia… y fue cuando empecé a sentirme orgulloso de mi origen y a implicarme en mi comunidad”.
Comunidad es, históricamente, una de las palabras más potentes en, precisamente, el país estandarte del capitalismo y de su version más despiadada, el neoliberalismo. Es LA palabra del lenguaje político, de los mítines, de las actividades que se suceden en cada barrio de cada ciudad y pueblo de Estados Unidos en estas últimas semanas de campaña. Y, en este caso, sumergirse en la comunidad de Johnny y Edwin supone, a ratos, tener la sensación de asistir a un reality show en el que resulta surrealista observar tan crisálidamente las contradicciones de este sistema.
El efecto Trump: de la vergüenza al orgullo de ser migrante
Son las cinco de la tarde y en la avenida Richmond, en la que se suceden los comercios con nombres en español –taquería, comida ‘española’, tortas caseras…–, los hombres vestidos con los monos de trabajo entran en El vaquero del oeste, donde además de poder comprar ropa y otros enseres laborales, envían parte del jornal a sus países de origen. Son los jornaleros, en su mayoría, indocumentados, procedentes de México, y empleados por empresas dedicadas a la construcción y a la jardinería.
En La Colmena estiman que la media de los que tienen identificados o participan en sus actividades llevan unos 20 años en Estados Unidos. Muchos de ellos son contratados a diario en un cruce de carreteras en el que esperan que una de esas camionetas gigantes se pare ante ellos y les lleve, por ejemplo, a cortar el cesped de las casas de los habitantes blancos que nos rodean y en cuyos sótanos subterráneos viven a cambio de alquileres que superan los 700 dólares.
Uno de ellos es Servando Rodríguez. Tiene 53 años y lleva más de 30 viviendo en Staten Island. Ahora se plantea en qué condiciones volverá a México cuando, espera, en unos cinco años, sus dos hijos mayores hayan estudiado una carrera. Viven en su pueblo, San Jerónimo Xayacatlán de Puebla, de donde proceden muchos de los migrantes de esta zona de la isla a donde fueron llegando siguiendo los pasos de sus familiares. Al menos Servando no tiene que compartir sótano con otros migrantes porque le llaman regularmente para trabajar con una empresa de construcciones, gracias a lo cual puede enviar dinero a su familia en México y pagar los 650 dólares de alquiler.
Muchos de sus compatriotas viven en los zulos en los que dividen los dueños de estas bonitas casas sus sótanos para alquilarlos a los trabajadores indocumentados que, a menudo, trabajan en las empresas de jardinería que contratan para cortar el césped en los que clavan los letreros en los que exponen su intención de votar a Trump y a sus congresistas. A estas alturas deberíamos saber que la paradoja es parte sistémica del papel que juegan las personas indocumentadas en el sistema económico mundial: sin ellas la máquina no rodaría, para que ruede engrasada los Estados han de garantizar que no puedan acceder a la documentación.
“Uno nunca sabe, no controla su vida, máxime cuando uno migra y deja atrás a su familia, a sus padres…”, explica Servando, tras una jornada laboral en Manhattan arreglando una pared, llegar al sótano, ducharse y prepararse la comida, comerla solo frente al televisor, y hablar con sus hijos por teléfono, a los que no ve desde hace 7 años.
Servando trabajó tras los atentados del 9 de septiembre de 2001 lavando los coches que salían de recoger los escombros de la zona cero. Durante semanas respiró los restos tóxicos de las Torres Gemelas y de sus ocupantes fallecidos. En 2012, fue uno de los miles de voluntarios que asistieron a las familias que lo perdieron todo por el Huracán Sandy. Y a pesar de todo ello, sigue sin poder votar. Lo hará en su nombre su hijo mayor. Aunque guarda pocas esperanzas de que incluso una victoria de los demócratas pueda desembocar en un cambio en su situación de perpetua indocumentación. “Obama prometió una reforma migratoria y nunca lo cumplió. Ahora Biden, quien fue su vicepresidente, dice lo mismo. Dudo que lo haga”, explica quien se pregunta por qué si el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, defiende que los “migrantes somos unos héroes porque sostenemos la economía con nuestras remeses, no hay una política de apoyo cuando queremos retornar”.
La pandemia de covid-19 ha dejado sin empleos ni ingresos a una parte importante de las 750.000 personas que, se estima, viven en la ciudad de Nueva York, con 8,4 millones de habitantes. Desahucios y hambre es la realidad a la que se enfrentan a diario sin más apoyo que el de la susodicha comunidad, integrada por el vecindario, asociaciones y organizaciones sociales. No son pocas las que están planteándose la ‘autodeportación’, como la define el chileno Gonzalo Mercado, cofundador y director de La Colmena hasta principios de 2020, cuando comenzó a trabajar en la Red Nacional de Jornaleros, dedicada a apoyar a los trabajadores migrantes documentados e indocumentados y a crear redes de apoyo transnacionales en sus países de origen.
“La gente ha llegado al punto de la autodeportación, que es lo que buscan los movimientos antiinmigrantes que mueven la agenda de este presidente. De hecho, ya tenían diseñadas las medidas que se están aplicando, como la ‘attrition through enforcement’, que consiste en hacerles la vida tan insoportables a los inmigrantes que terminen por autodeportarse”, nos explica este activista, que llegó a Nueva York a visitar a su padre por unas semanas hace veinte años y que terminó quedándose a vivir en Staten Island, cuyo nombre se debe a los neerlandeses que la ocuparon en el siglo XVII: ‘Staaten Eylandt’, la bautizaron, los Estados Generales, en memoria del gobierno de los Países Bajos.
Posteriormente, llegaría un grupo de franceses hugonotes huyendo de la persecución religiosa por ser protestantes. Les seguirían los italianos e irlandeses… Precisamente, el origen étnico mayoritario en la actualidad en la isla, votantes republicanos en su mayoría y, en un alto porcentaje, trabajan en el sector público: aquí es donde vive buena parte de los policías y bomberos de Nueva York. Los principales sindicatos policiales de esta ciudad han hecho público su apoyo a la candidatura presidencial de Trump.
Staten Island, la isla de la estratificación racial
Cuando en los años 70 y 80 empezó a llegar al norte de esta isla población migrante, especialmente de Perú -muchos migraron primero a Japón y, al retornar, se quedaban en Estados Unidos–, Guatemala y México– sus habitantes blancos se trasladaron al sur de la carretera 278 que divide en dos el archipiélago y lo comunica con Brooklyn y el estado colindante de Nueva Jersey.
Pero aún quedan vestigios de aquel pasado italo-irlandés del norte. Pizzerías, heladerías o pubs cuyos clientes son fundamentalmente blancos, que incluso se trasladan aquí desde el sur por el halo histórico, vintage, que les envuelve. Hay algo de apartheid en la división de la clientela de los comercios según el color de piel, como lo hay en la diferencia entre las viviendas. Los migrantes con mejores condiciones suelen vivir en las primeras plantas de las casas con bajos comerciales, los indocumentados en los sótanos semisubterráneos que alquilan en los chalets de las familias blancas, en muchos casos, de clase trabajadora y media. No hay lugares de encuentro, plazas ni lugares de recreo en los que puedan coincidir. Para el esparcimiento, todos ellos, solo cuentan con el centro comercial. En realidad, nada tan diferente a lo que ocurre en algunos barrios de Manhattan, con la diferencia de que aquí, gana Trump.
“Suelo decir que Staten Island es un shock de realidad para el neoyorquino medio, que está acostumbrado a políticas liberales o a vanagloriarse de que muchos de los avances de este país salen de Nueva York”, explica Mercado, que recuerda cómo tras la victoria de Barack Obama en 2009, “un joven africano fue perseguido y atacado por un grupo de hombres blancos. Y no estamos en Arkansas o Missisipi”. Y no ha sido el único.
Una de las personas afectadas por esos ataques de odio fue Alejandra Moran Juarez, que como ella dice, lleva “escasamente 20 años en Staten Island”. Tiene 47 y hasta enero de 2020 no ha conseguido un permiso de residencia. Y no porque lleve trabajando casi la mitad de su vida en este país, buena parte de ellos como propietaria de una peluquería, sino porque tras la llegada de Trump a la presidencia, “por primera vez en mi vida sentí miedo en este país: si me deportaban a México corría el riesgo de que me asesinaran. A la mayoría de mis amigas trans de allí las han matado»…
Continuará en la siguiente crónica sobre las Elecciones en Estados Unidos.