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No son todos iguales: entre la opresión y la mentira

"Para que la mentira triunfe hay que preparar el terreno (...) Es necesario disminuir la capacidad crítica de la ciudadanía, su capacidad de reflexión", opina Antonio Zugasti.

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, en un homenaje a las víctimas de la COVID-19 en Valdemoro. COMUNIDAD DE MADRID / Licencia CC BY-NC-SA 2.0

Me viene a la memoria lo que un teólogo de la liberación –no recuerdo quién– afirmaba: que este sistema, el capitalismo, “domina más por la mentira que por la opresión”. Me parece muy cierto. Lo de la opresión lo podemos ver en las monarquías absolutas del Golfo, que combinan perfectamente un autoritarismo medieval con un capitalismo feroz, sin que las potencias capitalistas “democráticas” tengan nada que objetar a esos regímenes. Curiosamente, en Venezuela sí exigen imperiosamente que la democracia se lleve a punta lanza, y si no lo hacen a su gusto, ya tienen ellos las lanzas preparadas para lo que haga falta.

En el resto del mundo, donde a los ciudadanos por lo menos se les permite votar, la mentira toma un papel protagonista. Y para que la mentira triunfe hay que preparar el terreno. Para eso es necesario disminuir la capacidad crítica de la ciudadanía, su capacidad de reflexión, impedir el desarrollo de un pensamiento propio, sólido y bien fundamentado. 

Hace poco, leí en la web Cultura Filosófica un excelente artículo titulado La idiotización de la sociedad como estrategia de dominación. En él podemos leer que «una de las claves más importantes para la progresiva idiotización y “adormecimiento” de la sociedad es el entretenimiento vacío… su objetivo es  abotagar nuestra sensibilidad social y mantenernos dormidos, volviéndonos incapaces de pensar, reflexionar e investigar, para poder alcanzar una conciencia crítica de la realidad». Para esto nos inundan con una cantidad de información que nos abruma, y en la cual lo único que nos invita a pensar son los crucigramas o los sudokus. 

En este clima es más fácil hacernos tragar sus mentiras, por ejemplo: hacernos creer que vivimos en el reino de la democracia y la libertad,  y que quien nos quita la libertad es un gobierno que para evitar la difusión de la pandemia no nos deja salir de Madrid, cuando la realidad es que vivimos bajo la dictadura del capital, que vuela de unos países a otros dejando en la ruina a los que se atrevan a cuestionar  su avaricia insaciable. O hacernos confiar en el desarrollo económico como panacea de todos nuestros males, cuando un desarrollo indefinido en un planeta de recursos limitados es absurdo. O cuando hablan de meritocracia para defender que todos, ricos y pobres, tenemos lo que hemos merecido con nuestro trabajo e inteligencia, pero la pandemia nos ha puesto de manifiesto que los trabajos esenciales están entre los peor pagados, mientras que los banqueros no han servido absolutamente para nada. O haber logrado que nos resignemos a  que no hay alternativa al capitalismo, que no nos queda más remedio que agarrarnos al sálvese quien pueda, y entrar en una competencia feroz, cuando es la cooperación y la superación del capitalismo lo que puede salvar a la humanidad.

También han logrado que la mayoría de la población asuma lo que Zygmunt Bauman considera un punto central del imaginario colectivo burgués: “La segunda suposición es que la felicidad humana consiste en visitar las tiendas –todos los caminos a la felicidad nos llevan a ir de compras, es decir, a un aumento del consumo–”. Este es un punto fundamental: con la felicidad hemos topado. Como nos advierte el filósofo López Aranguren, uno de los intelectuales más influyentes del siglo XX en España, “el hombre ante lo único que no es libre es ante su propia felicidad”. Si el sistema logra convencernos de que la felicidad se encuentra en el consumo, por ahí iremos aunque se hunda el mundo. 

Se trata de otra de las falsedades del discurso capitalista. No es el momento de detenernos en demostrarlo, solamente cabe decir que en la historia del pensamiento humano se ha tratado mucho el tema de la felicidad, pero difícilmente encontraremos pensadores que hayan señalado el camino de la riqueza y el consumo como forma de alcanzarla.

Ahora, la pandemia que sufrimos es otro de los elementos que dejan al descubierto la incapacidad del sistema capitalista para hacer frente a los graves problemas de la sociedad. Más que nunca, precisan ocultar la verdad; que la gente no piense, no abra los ojos. Y para eso se lanzan a montar una tremenda algarabía, que las razones se pierdan entre el estruendo de la disputa política, que la gente se retire hastiada ante el continuo cruce de acusaciones y reproches. 

Esa es claramente la estrategia de la derecha en este momento. Pablo Casado e Isabel Díaz Ayuso son las cabezas más visibles de esa estrategia. El objetivo es atacar, culpar al Gobierno, acusarle de todos los males que sufre el país. No les importa nada que sus argumentos sean risibles, para eso tienen una pléyade de incondicionales acólitos que se hacen eco y jalean sus palabras en muchos medios de comunicación, por muy insensatas que sean, hasta conseguir que la gente se harte y acabe con el consabido: todos son iguales. Por supuesto que nadie es perfecto, pero todos no son iguales. Es una tarea fundamental de la izquierda: mostrar serenamente que hay una radical diferencia ética. Todos no son iguales.

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