Internacional
Qué caro nos saldrá acostumbrarnos
Patricia Simón analiza la realidad estadounidense antes del comienzo de las elecciones del próximo 3 de noviembre
Obama me sonríe con su rostro juvenil de hace 12 años, antes de ser presidente de la primera potencia mundial, líder en deportaciones de inmigrantes y en asesinatos extrajudiciales con drones, premio Nobel de la paz y también antes de que vecinos de edificios como este pusieran su retrato en el descansillo del portal. Una señora que vuelve de pasear a su perrito ni siquiera me mira cuando le saludo, mientras que otra que abre la puerta cuando voy a salir se deshace en “hola, “de nada”, “que tenga una buena tarde”. No hay manera de escapar de la ciclotimia de Manhattan, así sea en el breve recorrido que hay entre el apartamento en el que me hospedo en Harlem y el supermercado en el que compro café y tomates a precio de oro para no pagarlos en bares como si fuesen diamantes.
En la primera esquina, en la puerta de una tienda de bebidas alcohólicas, un hombre entona un “Happy Birthday to me” al que el resto del grupo le sigue con un “Happy birthday to you” amargo y desganado. Un poco más adelante, varias familias interraciales juegan con sus criaturas en la terraza de una cafetería bonita y moderna, de esas en las que dan ganas de escribir crónicas sobre un viaje a Manhattan para cubrir una campaña presidencial, mientras te rodea tanta pobreza que, inevitablemente, te preguntas cómo de rápido nos estamos a acostumbrando a ella en España.
Las parejas parecen tan felices pasando el tiempo con sus bebés que pienso en hacer una lista sobre lo que tienes que tener asegurado para derrochar así esa despreocupada inocencia. Un anuncio colgado de un tablón me da algunas pistas. El autor alquila un apartamento en la zona. Explica que trabaja en la ONU, que suele rentarlo por 4.000 dólares al mes pero que, si encuentra a la persona adecuada, estaría dispuesto a bajarlo, especialmente si está pasando un mal momento “dadas las circunstancias”. Las circunstancias son la pandemia, el desempleo disparado, el aumento de los desahucios, el crecimiento de la violencia intrafamiliar, las peleas callejeras, el hambre.
Recuerdo aquella vez, en 2011, cuando vine a visitar a una amiga que estaba realizando una beca en las Naciones Unidas, lo que nos sorprendió que trabajar en la organización supranacional por excelencia se hubiese convertido en la aspiración cool de la descendencia de las oligarquías neoliberales de los países emergentes, los únicos que se podían permitir pagar 1.000 dólares por una habitación en Manhattan. Pienso en algunos trabajadores de sus agencias que me he encontrado en diferentes países, en los que eran excelentes profesionales, pero también en los que reproducían el sistema cultural racista y clasista en su relación con la población local; como aquel trabajador indio de la OMS que llegó a una aldea en Sierra Leona y trató al personal del hotel en el que nos hospedábamos como absolutos apestados.
Me cabrea volver a constatar cómo el sistema humanitarista ha caído en la trampa de crear un descomunal cuerpo de tecnócratas que, como todo, debería estar sujeto a la constante revisión crítica. Hay que evitar que, aunque sea con la mejor de las intenciones, un trabajador de una organización vinculada con los derechos humanos pueda terminar creyendo que, bajando unos cientos de dólares a una renta de varios miles, está ayudando a alguien con verdaderos problemas “en estas circunstancias”.
Me saca del soliloquio un hombre al grito de “maam”. Me mira a los ojos: “Señora, tengo hambre”. Se acerca tanto que me pregunto, si no estuviéramos en plena pandemia, hasta dónde le podría dejar llegar antes de acelerar el paso. Y entonces, de nuevo, el otro extremo, la eléctrica energía de la belleza: esa fachada de estilo industrial de principios del siglo XX, las escaleras de emergencias tan cinematográficas, el Centro Schomburg para la investigación de la cultura negra de la Avenida de Malcom X, las mascarillas de telas africanas tapando la mayoría de las bocas, las pintadas de Black Lives Matter en tantas fachadas…
Así entro en el supermercado, buscando conexiones entre los extremos. Entonces, una mujer de unos sesenta años que carga con una silla plegable le grita a otra: “¡Ya he votado!”. La vecina, con un turbante conteniendo la potencia de su canosa cabellera afro, le responde entre risas “¡Enhorabuena!”, antes de añadir: “¿Cuánto?”. “Tres”, le responde con orgullo la primera señalando una pegatina en la chaqueta con el eslogan de “He votado temprano”.
Tres horas de cola ha esperado para votar, a sabiendas de que en Nueva York los demócratas arrasarán sí o sí. Tres horas para impedir que Trump pueda volver a insultarles a diario desde la Casa Blanca. Ella, que en la cesta solo lleva una caja de nuggets congelados y un tarro de detergente para la ropa. Ella, que como buena parte de los habitantes de este barrio, lleva toda una vida viviendo en “estas circunstancias”. Ella, que mira mi cesta en la que solo el paquete de café molido cuesta siete dólares y esa bolsa de tomates, como pronto descubriré para mi sorpresa, más de diez.
Qué caro nos saldrá acostumbrarnos, también allí, en España, en Europa, a esta insoportable y omnipresente pobreza.