Cultura
No tengo palabras
"No creo que las imágenes valgan más que las palabras, pero, cuando el lenguaje se atora y desmorona, las imágenes pueden ser ayuda, consuelo, y forma de comunicación", reflexiona José Ovejero en esta particular #VídeoMirada.
Mis últimas mudanzas han coincidido con acontecimientos que han cambiado parcialmente mi vida. En 2013, cuando estaba regresando a vivir en Madrid después de 30 años fuera de España, me anunciaron que había ganado el premio Alfaguara de novela. Tuve que dejar todos mis enseres sin desembalar en el salón y empezar una larguísima promoción. Me había mudado a un piso en el que apenas puse el pie durante meses.
A principios de este año estaba iniciando lo que iba a ser una mudanza paulatina a un pueblo de la Sierra de Gredos. El confinamiento me llegó allí –que ahora es aquí–, por lo que sucedió lo contrario que con la mudanza anterior: durante muchas semanas apenas puse un pie fuera de casa.
Una consecuencia del primer traslado fue que pasé mucho tiempo hablando: de mí, de mi última novela, de mis libros; también hablando en sobremesas, en eventos, durante trayectos y viajes. Casi nunca estaba solo. Hablé hasta que el lenguaje empezó a parecerme un cascarón vacío, algo sólido y seco que no contenía nada; la repetición incesante de sonidos había adquirido su propia lógica, casi independiente de mis emociones y deseos. Hablar se había vuelto una manera de evitar la comunicación.
El segundo traslado, una vez que la COVID empezó a trastocar mi vida, produjo lo contrario: estaban las emociones, pero no estaba el lenguaje. Me resultaba difícil articular lo que sentía o pensaba, poner palabras a lo que estaba ocurriendo, ni siquiera haciendo lo que se supone que sé hacer: escribir. La poesía y también la ficción sirven precisamente para decir lo que no se puede decir. Practicar la literatura significa dar un rodeo para llegar a un núcleo que no se puede alcanzar en línea recta; escribir es una manera de reconocer que lo que decimos cotidianamente, las frases que empleamos en nuestras conversaciones, incluso en las más íntimas y sinceras, dejan algo fuera, palpan el vacío, son impotentes para revelar lo que somos y lo que sentimos, también para expresar el mundo que nos rodea.
A esta relación de frustración natural que mantenemos con el lenguaje se sumó la de una situación que nos separaba de los y las demás, que era difícil de comprender y tenía consecuencias imprevisibles. Leí y oí a mucha gente que se refería a su incapacidad para concentrarse, para escribir, para leer, para comunicar. Quizá ahora mismo, cuando regresa el estado de alarma y después de meses de altibajos anímicos, de discusiones sobre medidas y quienes las aplican, sobre posibilidades que vuelven a esfumarse, sobre esperanzas que ahora quedan en suspenso, también notamos la insuficiencia del lenguaje: pero estos días se debe más bien a que hemos hablado tanto de lo mismo, hemos argumentado y acusado, defendido y objetado tantas veces de manera similar que, como me ocurrió a mí por otros motivos, perdemos las ganas de hablar, tocamos la piel muerta de las palabras, las dejamos caer como un lastre inútil.
Son dos formas distintas de no tener palabras, pero la primera me resultaba más desconcertante, porque no procedía de un cansancio justificado, sino de una desorientación a la que no sabía poner nombre. Como si no pudiese enfocar la mirada, o como cuando intentamos coger una piedra debajo del agua y la refracción de la luz provoca que nuestra mano palpe justo al lado. Esa sensación de extrañeza. Esa incomprensión momentánea del lugar de las cosas, y del nuestro.
Durante aquella época de confusión y casi afasia decayó mi creatividad; escribía, pero solo respondiendo a encargos y compromisos; y nada que pudiese realmente llamar literario; era solo trabajo. Y un día saqué la cámara y me puse a filmar. Sin guion. Sin propósito concreto, salvo el de registrar lo que sucedía a mi alrededor. Instantes desconectados. Carentes de historia. También aquellos pequeños acontecimientos que en otras circunstancias ni siquiera habría registrado.
Con el tiempo, esas imágenes iban adquiriendo un valor metafórico: una mariposa que no puede escapar de un invernadero, dos escarabajos copulando; una lagartija comiéndose una larva, las repeticiones, a veces obsesivas, de actos cotidianos, los momentos luminosos, la muerte de un jabato, la lombriz que se arrastra, un cárabo golpeándose una y otra vez contra un cristal, incapaz de encontrar la salida. En esa situación prolongada de incertidumbre y separación de otros, cavar un surco deja de ser cavar un surco y significa otra cosa, aunque no sepas cuál, pero intuyes que hay algo, difuso, que enlaza con la experiencia ajena, aunque difiera en muchas cosas de la tuya.
No creo que las imágenes valgan más que las palabras, pero, cuando el lenguaje se atora y desmorona, las imágenes pueden ser ayuda, consuelo, y forma de comunicación. Y supongo que lo que intentamos rescatar una y otra vez es justo ese endeble hilo que, a pesar de confinamientos y distancias, nos acerca a los demás.