Opinión
Los cuerpos partidos
"Recientemente, he comprobado que es posible contar el destierro desde una indagación profunda y ajena", escribe la autora sobre 'Los cuerpos partidos', el último libro de Álex Chico.
Nadie sabe oficialmente que me fui del país. En la oficina pertinente no hay registro de la noche que aterricé sobre el suelo tórrido de Austin, Texas, sola con dos maletas que apenas podía arrastrar. En un principio, por falta de información, después por miedo a perder el acceso a la sanidad; luego, años más tarde, debido a la obsesión continuada con un retorno que he ido posponiendo a caballo entre la inercia y la incertidumbre económica, nunca me aventuré a pisar el consulado y decir, sin remordimientos: «vivo aquí, vengo a empadronarme en el exilio, transfórmeme usted en estadística, haga el favor»; como si ese gesto hubiese implicado el paso definitivo a no volver jamás.
Desde entonces, la necesidad de encontrar historias similares que me proporcionasen respuestas ha llenado mis horas de lecturas –el incisivo Edward Said, la melancólica María Teresa León, el combativo Arturo Barea–, despuntando un rasgo común en ellas: partir de la experiencia personal. Y, sin embargo, recientemente, he comprobado que es posible contar el destierro desde una indagación profunda y ajena, analizando sus entresijos con una sensibilidad y un calado intelectual desgarradores aunque no pasen por el cuerpo propio. Me refiero al último libro de Álex Chico, Los cuerpos partidos.
Publicado en Candaya, este ensayo –que es también cuaderno de bitácora– parte de una premisa imposible: reconstruir la memoria del abuelo, granadino desplazado a Bousbecque, un pueblo francés en la frontera con Bélgica, durante la ola migratoria de los años sesenta. En la época de Vente a Alemania, Pepe, unos dos millones de personas procedentes de las áreas más deprimidas de España empacaron lo mínimo para dar con sus huesos en una fábrica cualquiera de esa Europa a la que aún no pertenecíamos.
Partidos, narra Chico, por enfrentarse al dilema que puebla a todo sujeto que emigra: “Es muy difícil tratar de ser otro sabiendo que no dejarás a la persona que siempre fuiste”. Divididos entre la lengua de origen y la de llegada, o balbuceando una tercera inventada por los aceites de la cadena de montaje; bifurcados, también, entre los obstáculos encontrados –“un racismo sutil”– y los fantasiosos relatos que difundían al regresar, maravillas quijotescas de quien, desde el subdesarrollo autóctono, intentaba devorar el mito de la modernidad y solo saboreaba las migajas.
Pero, ¿quién fue realmente ese abuelo? ¿Manuel, Nicolás? El mismo autor duda del nombre –en la oficina pertinente no hay registro–, aunque el dato se torne al fin irrelevante porque lo que destaca es un eterno retorno, una suerte de maldición cíclica –“son los mismos”– con la que Chico intenta dignificar la vida de cada migrante y llamar la atención, de manera casi noventayochista, sobre un problema español: “Lo que tenemos frente a nosotros es un país que parece condenado a expulsar a sus propios habitantes”.
Faltan sanitarios en mitad de una pandemia acuciada por una nefasta gestión política. Muchos se han percatado de que hay cuerpos españoles desperdigados por las distintas partes del globo, algunos con capacidad para salvar a los enfermos. Los que no contamos, presencias sin rastro a no ser por una rememoración familiar traducida en la búsqueda que apunta Chico, cobramos quizá un grado mínimo de existencia en las recientes reivindicaciones que están recuperando nuestra memoria. Este renovado interés en momentos de necesidad apenas se materializa en políticas que contribuyan al retorno o a devolver lo robado durante la última década, entre otras cosas el derecho al voto. De hecho, el desagüe por el cual se produce la sangría nacional suele servir a los propósitos de un estado que consigue disminuir las cifras del paro y sólo se acuerda de sus fragmentadas almas exteriores cuando alguien se instala en los picos del éxito.
Álex Chico también interroga la catadura histórica de los fenómenos y no solo el dolor del andaluz que le transfirió los genes. En sus páginas nos advierte de cómo fue caracterizada la emigración en el NO-DO franquista, embardunada de retórica festiva destinada a que esos hombres y, en menor medida, mujeres, permaneciesen allí donde al régimen le era más rentable.
Coherente con su relato, las Ediciones del Movimiento publicaban panfletos durante el mismo período donde subrayaban la conveniencia de enviar trabajadores a una Comunidad Económica en la que pretendían entrar sin soltar el nudo dictatorial, además de una supuesta esencia española que, desde el llamado descubrimiento de América, se manifestaría en el espíritu de conquista. Los mueve un «espíritu aventurero», dijo el gobierno de Rajoy sobre nosotros, invocando unos resortes imperialistas tan atávicos como constitutivos de nuestra historia.
De entre todas las ficciones, los emblemas en que alguna vez nos han invocado para después tornarnos desechables, se salva uno, producido en el contexto del 15M: “No nos vamos, nos echan”. Quizás, ahí habite el espíritu de Los cuerpos partidos, fiel al reconocimiento de que, bajo las innumerables oportunidades foráneas que acertaron a vender las altas esferas políticas, late el instinto de supervivencia de quien no se marcha por capricho. ¡Qué buen país sería España si se pudiera vivir allí! –parece decirnos, aunque la frase sea de Francisco Ayala. Reitero: en la oficina pertinente no hay registro.
Yo emigré a la ciudad en tiempos de la «revolución» industrial y en que la agricultura era la cenicienta maltratada del país. Luego volví a mis orígenes y encontré que mis paisanos no me consideran de las suyas ni yo me identifico con ellos.
Con la madurez que te dan los años ahora creo que en lugar de emigrar deberíamos optar por luchar en nuestro origen para hacerlo mejor.
¡Os necesitamos tanto en este país a las personas válidas.!