Opinión

¿Qué norma hay este día en esta ciudad?

"Resulta muy difícil obedecer de buen grado cuando tenemos dudas sobre todas las fuentes de legitimidad de los mandatos", reflexiona Laura Casielles en una nueva #MIrada.

Un policía en Madrid. REUTERS / JUAN MEDINA

Nuestra relación con las normas es una de esas cosas que creemos muy sencillas (estar de acuerdo o no, acatar o combatir), pero que, en realidad, están llenas de aristas. 

Esta semana me ha tocado viajar un poco. Tenía un par de historias de trabajo (de esas que no se paran porque recordar que la cultura es segura también es importante) en diferentes ciudades, así que eché un buen pack de mascarillas a la maleta y afronté la extraña aventura de atravesar mapas pandémicos. 

Fue en el segundo desplazamiento cuando me di cuenta de que ya ha nacido una nueva rutina en nuestro paso por trenes y aviones. Igual que a veces sacamos el hidrogel del bolso por mera costumbre y nos lo frotamos en las manos de manera totalmente automática, de repente me vi googleando, sin reparar apenas en ello: “Normativa COVID Euskadi”. ¿Hasta qué hora abren los locales aquí? ¿Cuánta gente puede estar junta? ¿Hay algo más que deba saber? Para cuando llegué a Barcelona estaban a punto de cerrar los bares, y preguntar en el hotel cómo podría hacer para almorzar no me pareció casi ni extraño.

La cosa no fue muy distinta a la hora de volver a casa. Solo habían sido unos días fuera, pero tuve que comprobar si en Madrid estábamos en momento de no poder cambiar de barrio, o más bien de barrio sí pero de provincia no. Por si acaso, me envié a mí misma el certificado de empadronamiento en un mensaje de WhatsApp.

Desde el principio de toda esta excepcionalidad, una de las preguntas que más nos han acechado ha sido la que tiene que ver con la obediencia. Tenemos tan mal establecida nuestra relación con este término, hemos aprendido tan poco a pensar en torno a él, que a veces olvidamos que no es un acto de sumisión, sino una relación regida por lo racional. Y más en diálogo con la noción de responsabilidad que con ninguna otra. Dentro del alfabeto nuevo que las nuevas realidades piden, estas son palabras que requieren una buena revisión de matices. 

Quienes estudian lo que tiene que ver con las normas, lo primero que nos dicen que hay que analizar para pensar bien sobre ellas es de qué legitimidad emanan. Básicamente, cuál es la raíz del sentido de que se promulguen; y de dónde sale la autoridad de quien puede hacerlas cumplir. Quienes fuimos niñas obedientes en algún momento tuvimos que aprender –y no fue tan fácil después de mucho escuchar lo contrario– que cumplir normas insensatas o mal organizadas puede acarrear más daño que no hacerlo. Aprender que, a veces, desobedecer es lo necesario para restaurar un poco de orden y justicia en el mundo.

No parece una de esas veces. Tenemos demasiado clara la magnitud del problema como para creer que indisciplinarnos pueda ayudar en nada. Pero lo malo es que seguir las normas vigentes a cada rato tampoco nos hace sentir necesariamente que estemos mejorando algo. Ni tenemos claro que no haya otras cosas que convendrían, y que sin embargo nadie dice que haya que hacer. Venga a rizar el rizo del problema de la obediencia. 

En el primer confinamiento, cumplir con lo que tocaba era algo que hacíamos de buen grado, aunque fuese duro, y triste, y difícil. Por un lado, porque teníamos más miedo, menos costumbre de la presencia de este nuevo peligro. Pero, por otro, también porque se vislumbraba lo común del empeño, y su racionalidad.

Esto tiene que ver con otro aspecto de la naturaleza de las normas que es importante recordar: que son algo de lo que nos dotamos entre todos y todas. De hecho, esa es una de las cosas que hacemos al votar, al menos en teoría: definir qué normas queremos, a través de la designación de quienes las van a poner en práctica. Lo que pasa es que luego el ejercicio de la política se vuelve tan tarumba que es normal que se nos olvide. 

Pero entonces, en el momento de emergencia, sí que se hizo tangible: ¿os acordáis? Vimos claro que de esta solo se salía si íbamos a una, y aceptamos que quienes ponían las normas estaban velando por eso. Así que obedecer se nos aparecía como un ejercicio de racionalidad, y no de servidumbre.

Pero ahora las cosas se sienten distinto. Las normas nos frustran más. Porque resulta muy difícil obedecer de buen grado cuando tenemos dudas sobre todas las fuentes de legitimidad de los mandatos. Cuando sobre el sentido de un decreto, una gente nos dice una cosa, y otra la contraria. Cuando quienes deben hacerlos cumplir se contradicen y ni siquiera nos fiamos del todo de que el objetivo de una norma sea el mismo que nosotros y nosotras buscamos al obedecerla –a saber, que no haya muertes evitables–.

Así que ahí estamos, en un vaivén entre la conciencia de que privarnos de algunas cosas es importante, y la sensación de sinsentido de que lo que se regula siempre sea la vida, y nunca la producción: siempre el color, nunca los grises. Cumpliendo más por responsabilidad personal que por otra cosa, y viendo que quien no cumple a menudo queda impune porque todo está lleno de lagunas, de modo que nuestros esfuerzos bien podrían no servir de nada a causa del egoísmo de otras personas. 

Metemos la pata por puro agotamiento: la automatización de la costumbre de ponernos la mascarilla en la calle es directamente proporcional a las veces que olvidamos lavarnos las manos al llegar a casaGooglea, ponte gel, busca el padrón. Nada nos da garantías, y además estamos agotadas y confusas.

Ante este sindiós, yo he recurrido los clásicos. A falta de seguridad en lo que mandan quienes mandan, para ir por los días no se me ocurre mejor truco que el imperativo categórico de Kant. Lo recordaréis de las clases de filosofía de Bachillerato: “Obra solo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal”. Es decir: que si lo que te preguntas si puedes hacer o no es algo que sería un desastre si lo hiciésemos todos y todas, mejor déjalo estar. 

Con eso, yo creo que más o menos podríamos ir tirando.

Bueno, eso y comprobar qué norma tiene en este día la ciudad en la que estemos. Que tampoco anda la cosa como para pagar multas. 

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Comentarios
  1. Ahora mismo el problema es que las «fuerzas vivas» del estado están aprovechando para imponer modos de vida. En mi opinión, hay más alternativas para sobrellevar este virus, y los que están por venir. No entiendo, ni entenderé jamas, que me obliguen a llevar una mascarilla (entre otras cosas) cuando existe la posibilidad de que, todos aquellos que lo deseen, puedan llevar mascarillas del tipo que evitan el contagio a los demás y a uno mismo. Además, y si de verdad es un problema de salud pública, tendría que ser la comunidad (a través del estado) la que pusiese a disposición de los que estuviesen interesados, por supuesto gratuitamente, todo el material requerido. En estas condiciones, si no llevo mascarilla, solo sería responsable de mis problemas. Nadie tiene el derecho a obligarme a «proteger» mi vida si yo no quiero hacerlo.
    Otra cosa que me llama mucho la atención es el discurso único imperante en los mass media del estado, lamentablemente seguido por los medios alternativos en esta ocasión. No parece que haya divergencias en los «expertos». Ningún disidente. Nadie que este explorando otra manera de tratar con estas «pandemias». Es más llamativo cuando te enteras que en otras partes del mundo (véase el caso de Suecia,..) sus expertos no opinan lo mismo que los nuestros (y resulta que no son «negacionistas», la manera de rebatir una idea sin argumentos válidos)

    Tengo la sensación de que detrás de esta obligatoriedad y de la culpabilización constante de la juventud y su ocio hay una estrategia de sometimiento a la sociedad y no de prevención sanitaria.

    Por supuesto, es posible que este equivocado en mis planteamientos. Me encantaría que alguien me razonase/aclarase todas las dudas que me surgen a la hora de limitar mi libertad por un bien común. Puedo aceptar limitarla siempre que no haya más alternativas, pero no porque sea el capricho de nadie.

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