Opinión
Clubes de intercambio de parejas para comunidades evangélicas suburbanas
"La clave es que toda persona se convierta en un producto, o varios, [...]. Y a competir. Todo es asimilable mientras forme parte de un mercado", explica Jorge Dioni
El secreto del cristianismo fue su adaptabilidad. Como diríamos ahora, la segmentación. No se trata de negar la influencia de la conversión de Constantino o los edictos de Milán o Tesalónica, pero otras religiones también habían tenido ese carácter oficial y no terminaron de cuajar. Podríamos estar adorando al sol invicto, como los protagonistas de Raised by wolves, culto del que el cristianismo tomó fechas, rituales y templos, pero era una religión de iniciados con ceremonias complicadas, algo que dificultaba su difusión. El cristianismo, en cambio, era más sencillo. Como recoge Mateo: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy en medio de ellos».
Las creencias igualitarias, como el cristianismo primitivo, o las jerarquizadas, como el paganismo oficial, no tenían nada que hacer frente a un producto que había evolucionado para adaptarse a cada sector e incluso, a cada persona. Es decir, no solo proporcionaba esperanza al esclavo, una estructura de poder al senador, confianza en una vida eterna al soldado, tranquilidad al mercader y legitimidad al emperador, sino que lograba que cada persona fuera única e importante gracias al concepto de alma inmortal. Déjalo todo y sígueme; pero, si no quieres dejarlo, tampoco pasa nada. Con la fe, basta. Insisto en que no se trata de negar la influencia de la organización o la persecución de la disidencia, pero son cuestiones que acaban siendo insuficientes, como ya vio claro Deng Xiaoping hace cuarenta años. Hay que dar un horizonte a todo el mundo.
Esa flexibilidad es la que ha permitido al cristianismo estar presente en multitud de lugares, incluso antagónicos, sin entrar en contradicción. En los cuarenta años de violencia en el País Vasco, a nadie le faltó una misa. Carrero Blanco salía de una cuando lo mataron; los que lo hicieron, también. No recuerdo donde leí esa frase, que espero que no se interprete literalmente. También hace cuarenta años, una parte de la Iglesia legitimaba el modelo socioeconómico y otra luchaba en contra. Los curas obreros denunciaban las condiciones de los barrios, provocadas por planes económicos que contaban con las bendiciones de los prelados del Opus Dei.
Así, es curiosa la sorpresa que ha producido la última encíclica del papa Francisco, ya que recoge las líneas básicas de la Doctrina Social: denuncia de las condiciones laborales, rechazo al mercado como única medida, defensa de la función social de la propiedad y de su reparto para crear pequeños propietarios. La Iglesia tuvo claro, desde casi el primer momento, que la clave de la derrota de esa ideología que se dirigía a los trabajadores es que dejaran de serlo; la creación de la clase media. También es un lenguaje que, por ejemplo, puede verse en la actual Constitución y, quizá, algunos artículos revindicados hoy por la izquierda tuvieron una cierta autoría democristiana. El eje se ha movido mucho. La Doctrina Social es una muestra de esa flexibilidad. Frente al pujante socialismo, había una opción más interesante que enfrentarse: aceptar parte del mensaje. Asimilarlo.
La adaptabilidad es también la clave de la supervivencia del capitalismo. De nuevo, no se trata de minimizar otras cuestiones, como la represión o las estructuras económicas o políticas, sino de pensar que hay factores ideológicos que, quizá, son más importantes. Si no fuera así, como sostenía Gramsci, sería fácil enfrentarse o plantear una alternativa. Algo se hace universal cuando logra fijar las condiciones con las que otro tiene que oponerse; es decir, cuando no es solo el equipo rival, sino el balón, el árbitro, el terreno de juego y, sobre todo, el reglamento. De nuevo, la clave es tener un horizonte para cada grupo, para cada persona, y no enfrentarse a las alternativas, sino asimilarlas. Es decir, lo que hizo la industria de la publicidad con la contracultura en los 60 a través de la descontextualización. Simplificarlo todo para presentarlo como espectáculo. Es más sencillo gritar “salvemos el planeta” que preguntarse de quién es el planeta. Y mucho más útil, ya que nos coloca a todos en la misma posición de responsabilidad.
La base de esa adaptabilidad es la capacidad de convertirlo todo en un producto que compite en un mercado desregulado. Primero, la tierra o el trabajo. Después, todo. Vidas, cuerpos, ideologías. Recordemos: algo se hace universal cuando logra fijar las condiciones y la condición es competir. Es irrelevante lo que se diga mientras se haga mediante el enfrentamiento. El mercadismo no promueve una ideología donde haya una moral o un comportamiento, sino que los acepta todos mientras entren en competición. Esta es una idea del teólogo Franz Hinkelammert: “La competición no crea valores. Su función es ser el criterio de todos los valores. Es decir, los valores deben entrar en competición”.
El mercadismo no solo es capaz de adaptarse a cada individuo, no solo tiene un mensaje para todo el mundo, sino que permite que cada persona fabrique uno propio porque este es menos importante que el modelo. La clave es que toda persona se convierta en un producto, o varios, a través de la descontextualización y el espectáculo; es decir, la identidad, el alma en el modelo mercadista. Y a competir. Todo es asimilable mientras forme parte de un mercado. No importa que sea segregado o particular, laboral o emocional. El mensaje es casi irrelevante mientras se ajuste al formato: se puede legitimar el modelo socioeconómico o posicionarse en contra. Es complicado oponerse a un modelo que se alimenta del propio enfrentamiento y que logra asimilarlo todo, incluso la disidencia o la periferia. Parafraseando a Mateo: «Donde están dos o tres compitiendo, allí estoy en medio de ellos».
El fácil confundir la segmentación del mercadismo con complejidad social; pero, en realidad, la sociedad tiende a la simplificación, como siempre que se producen procesos de acumulación. Los que tienen y los que no. Más concretamente, los que saben que van a seguir teniendo y los que no. Estables, precarios y míseros. Por arriba, redes familiares para evitar que nadie se caiga y la adhesión a la comunidad cultural para tratar de resistir al desmantelamiento de las estructuras nacionales de cooptación. Hacia abajo, lucha por individualizarse. Cuando este recurso falla, siempre es posible adherirse a alguna comunidad cultural, donde se ofrece identidad y acceso a la competición.
Creo que es más sencillo entender el fenómeno Trump si pensamos que se trata del primer presidente mercadista y desistimos de situarlo en la política tradicional: liberal, conservador, neoliberal, neoconservador. Son conceptos demasiado cerrados. Incluso, el de populismo se queda corto. Así, dejaría de extrañar la diversidad de apoyos que logra reunir. El trumpismo es el espacio en el que caben el Ku Klux Klan y Dennis Rodman, los moteros de Kentucky y los despachos de abogados de la Ivy League, las comunidades evangélicas suburbanas o rurales y los clubes de intercambio de parejas.
Nadie que quiera entrar se queda fuera, todo el mundo es bienvenido mientras tenga fe. Tyler Durden te abraza antes de recordarte las normas del club del mercado. Es el presidente de la familia y el porno, algo que no entraría dentro de la revolución conservadora del Partido Republicano, donde está su vicepresidente Pence, pero que sí se entiende si se interpretan ambas cuestiones como estructuras de consumo, poder y sumisión. Hace años que el porno ya no ofrece sexo, sino un producto de gran éxito: sentirse mejor que alguien.
Nada sólido o a largo plazo. Todo debe fluir. Trump reza o hace el saludo militar con la misma convicción que los concursantes de un reality se prometen amor eterno. Todo es irónico porque uno de los privilegios de los estables es olvidar la realidad. Los precarios, como el gato de Schrödinger, pueden ser muchas cosas a través del consumo low cost, analógico o digital; pero, de vez en cuando, algo abre nuestras cajas para dejar entrar la realidad. De hecho, es probable que esa realidad también le cueste la presidencia, pero provocará dudas hasta el último momento.
Es lógico que repunten el nacionalismo, el machismo, el racismo, la homofobia o los diversos supremacismos, ya que consiguen que los consumidores de sus mensajes no se sientan los últimos entre todos los precarios o, por lo menos, distintos. En el mercadismo, no hay contradicciones. Se puede ser depredador y sostenible, como demuestra el sector energético, pero también racista y diverso, machista e inclusivo, ya que todo se descontextualiza, algo que permite a los poderosos, como Trump, presentarse como desfavorecidos. Puedes ser quien quieras, incluso una víctima, mientras lo puedas pagar. Es la frivolidad del mal. Si aún hubiera mal.
Un muy interesante y certero enfoque…
* Competición y espectáculo ininterumpido, vanal, esperpéntico, irreal, narrativizado y circense, todo consumible…
Guy Debord – La sociedad del espectáculo (1967)
Cristian Salmon – Storytelling (2008)
Daniel Bernabé – La trampa de la diversidad (2018)