Opinión

Cuando lo personal no es político

"Estoy al borde del mar y pienso que debería quedarme aquí [...] Pero centrarse solo en lo personal y lo íntimo es una forma de rendición", reflexiona José Ovejero en una nueva #MIrada.

Foto: José Ovejero

Estoy parado al borde del mar. Esto que lees lo escribiré más tarde, ahora solo lo estoy pensando. Si estuvieses a mi lado podrías oír el ruido de las olas y el grito de alguna gaviota. Es hora de almorzar; me he preparado a toda prisa un bocadillo de queso y pera y he salido de casa. No es que no tenga nada mejor que comer. E., que se ha ido hoy a casa de sus padres, me ha dejado dicho lo que hay en el frigorífico y los distintos platos que podría prepararme. Sé lo que acabas de pensar: uno de esos hombres inútiles que necesitan que su mujer les cocine o les deje todo dicho, uno de esos para quienes las faenas caseras son un misterio o un engorro. 

No es así. Podría sobrevivir sin E. –aunque no sé si merecería la pena– y cuidarme sin dificultad. Es solo uno de esos ritos que se instalan en las parejas, difíciles de comprender desde fuera de ellas. En las instrucciones que me da E. cada vez que se marcha, sobre lo que puedo comer y las compras que podría hacer, no importa tanto el contenido como el gesto: no puede evitarlo, es la manera que encuentra de expresar su deseo de que esté bien cuando nos separamos, quizá porque venimos de una relación de larguísimas separaciones; y por eso yo no le respondo que puedo arreglármelas perfectamente sin ella, porque lo que me llega no son tanto sus instrucciones concretas sino su cariño. Y a su cariño no quiero ponerle ninguna traba.

Pero estoy almorzando un vulgar bocadillo de queso y pera. Salí de casa porque tenía que escribir este artículo y era incapaz de hacerlo. No por falta de ideas, por falta de energía. Por ejemplo, había pensado en escribir a partir de unos párrafos escritos por Xandru Fernández en Las horas bajas. Un falso ensayo sobre el fin de los tiempos (Lengua de Trapo). Es uno de esos ensayos que, aparte de lo que te enseñan, te empujan a pensar. Y me llamaron mucho la atención sus reflexiones sobre el uso de los cuerpos y las máquinas en Octubre, Metrópolis y Tiempos Modernos.

Yo podría haber escrito sobre cómo los cuerpos hoy cada vez están más separados, la épica de las masas revolucionarias imposible en este tiempo de aislamiento, ya anterior a la pandemia, y de conexiones más virtuales que materiales; habría escrito cómo la organización del proletariado resulta casi imposible cuando el proletariado está encerrado en su casa y esta casa además ya no es la del barrio en el que creció, porque la gentrificación combinada con la precariedad lo ha expulsado de allí; de cómo muchos jóvenes, la fuerza revolucionaria por excelencia, han iniciado una diáspora, interior y exterior, y desahogan su rabia en las redes sociales; de cómo el hacker ha sustituido al revolucionario, que ya no prende fuego a la fábrica sino que inocula un virus en un sistema.

Este ensayo también me habría servido de punto de partida para otras consideraciones. Buena parte del libro de Xandru Fernández, por el que desfilan desde David Bowie a Walter Benjamin pasando por los zombis de The Walking Dead,  tiene que ver con la pertenencia del autor a una generación concreta, la que sigue a la de los baby boomers, y con su sensación de haberse quedado en medio de algo, en suspenso entre la revolución contracultural y la revolución neoliberal, y entre la era analógica y la digital –como él dice, no fueron los nativos de ésta sino sus cobayas–; y sobre todo me interesaba su afirmación de haber sido la última generación que aún pudo crecer con las promesas del estado del bienestar.

Y sí, quise escribir un artículo sobre quienes nacieron después, ya sin esas promesas, ya sin esa fe; y enlazarlo con el triste y acertado artículo que publicó Dani Domínguez en esta misma revista: habría hablado, entre otras cosas, no solo de la tragedia humana individual, también de la tragedia social que supone condenar a parte considerable de una generación a no poder realizar su trabajo en condiciones dignas, a aniquilar su energía, su entusiasmo, sus conocimientos. O podría haber escrito sobre la relación de desconfianza que genera hacia el mundo haberse hecho adulto en la era de las noticias falsas, y en adquirir la madurez en un entorno político en el que los partidos reaccionarios, incapaces de ilusionar, pues ya ni siquiera pueden prometer el progreso a los ciudadanos, solo la austeridad y la renuncia, generan rabia y confusión, mienten, no como manifestación de las imperfecciones que puedes encontrar a derecha e izquierda, sino como base fundamental de su actividad política; agitar banderas, provocar enfrentamientos, calumniar, desactivar así a quienes aún podrían sentir ilusión o esperanza.

Pero he sido incapaz de escribir sobre todo eso. Me encuentro de ánimo melancólico después de semanas de rabia. Estoy al borde del mar y pienso que debería quedarme aquí –al menos metafóricamente–, no leer prensa, no oír la radio, no entrar en redes sociales, no escribir sobre política. Retirarme. Descansar de todo. Decir: el mundo me da igual; me dais igual. Yo podría ser feliz así, o, si no feliz, estar tranquilo, absorto en mis lecturas, en mis afectos inmediatos, en mi vida, y escribiría pequeñas estampas íntimas como al inicio de este artículo.

Pero centrarse solo en lo personal y lo íntimo es una forma de rendición. Sería uno más de quienes abandonan cualquier resistencia, al borde del mar, o protegidos por la seguridad de su pequeño domicilio, perdidos quizá en las redes, entregados a series que no se acaban nunca –eso sí que es el tiempo cíclico, que no lleva a ningún sitio–, distraídos, entretenidos.

Pero he regresado a escribir aunque solo sean estos renglones impotentes, deslavazados, para dejar constancia de que en cuanto venza la melancolía volveré a mirar más allá de la esfera privada. Ya sé que estas pocas páginas no sirven ni me sirven de gran cosa. No hay nada heroico ni épico en la escritura, nada ejemplar. Nada de lo que estar orgulloso. Pero seguir pensando, “más allá de mis penas personales” –como escribió Celaya– y comunicando lo que pienso, es una manera de no abandonarme, de no ceder del todo, de mantener una ilusión de esperanzas y deseos compartidos, una ilusión de resistencia. Poca cosa, pero la ilusión es en estos tiempos lo único que nos protege de la derrota definitiva.

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Comentarios
  1. Me ha encantado el artículo que , en su sencillez, dice cosas tan importantes y provoca reflexiones tan profundas. Gracias José Ovejero

  2. Gracias por el artículo compañero, lo he leído en un día muy necesario.
    Aunque pueda resultarnos inútil, escribir y compartir el propio malestar siempre será mejor que privatizarlo… por que de ahí nace su negocio. Divide y vencerás, dicen por ahí.

    «Nos quieren en soledad, nos tendrán en común», que cantaba Nacho Vegas.

    Un abrazo

  3. He aquí el clima emocional en el que nos encontramos muchxs. En mi caso una combinación de cansancio y confusión que he tenido que admitir e ceder hasta una tristeza que me cala los huesos. Pocas ganas de seguir luchando aunque no me también una certeza de que volveré ya que… no se hace mucho más que luchar.

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