Opinión
Huérfanos de Quinos
"El humor es como ese imperceptible alfiler que solo hay que arrimar para que el autoritarismo salte por los aires", reflexiona Mónica G. Prieto sobre el trabajo de viñetistas como Quino.
Me gusta creer que todos fuimos, en algún momento de nuestras vidas, Mafalda. A todos nos convulsionaron sus ideas tan simples como revolucionarias, su inconformismo hacia un mundo que no alcanzamos a aceptar y su devoción por el bien, la naturaleza, los principios, el feminismo, la justicia y la libertad y dignidad.
Imagino que a la mayoría se le pasó con la edad pero algunos seguimos siendo víctimas del virus contestatario que nos inoculó. Decía hace unas semanas Darío Adanti en A Vivir que Quino, como solo les ocurre a los grandes humoristas gráficos, son “un poco filósofos” porque logran hacernos pensar sin que ni siquiera lo intentemos, y la descripción me pareció reveladora. Nos obligan a pensar a su pesar, sin quererlo y aunque no queramos.
Lo hacen con una imagen llamativa que intriga nuestra mente y nos ilumina el intelecto aunque estemos obstinadamente en contra de adquirir conocimientos, porque ya creemos saberlo todo. De ahí la importancia de la viñeta como activador de curiosidad y crítica y como difusora y agitadora de ideas, pese a la extendida costumbre de subestimar a los artistas que remueven nuestras conciencias con la humildad de un dibujo, un verso, un párrafo o un estribillo.
A través de Mafalda, Quino criticaba elegantemente lo peor de la condición humana: la vanidad, la codicia, la injusticia, la soberbia del poder, las guerras y la extrema desigualdad de Latinoamérica, que podría servir de espejo a medio mundo. La sopa que se veía obligada a comer eran en realidad las dictaduras militares que alimentaban con ideas forzosas a los latinoamericanos en la segunda mitad del siglo XX. Eso hizo de su trabajo algo universal, porque cualquiera podía, puede o podrá verse reflejado en ese desagradable espejo. Y eso hizo de él un proscrito, porque hacer pensar a los ciudadanos es, seguramente, lo último que quieren los gobiernos, democráticos y autoritarios, del mundo. Un pueblo crítico cuestiona a sus gobernantes, y por eso la Junta Militar argentina censuró al historietista cuya niña ficticia cantaba las vergüenzas de un régimen dictatorial tan atroz como cobarde.
La persecución y el exilio son comunes en el oficio. Decía Darío Fo que “la sátira es el arma más eficaz contra el poder, porque el poder no soporta el humor. Ni siquiera los gobernantes que se dicen democráticos, porque la risa libera al hombre de sus miedos”. Incluso en las dictaduras más estrictas, una viñeta satírica puede hacer mucho más daño que una legión de críticos o que una alianza militar de supuestos liberadores.
La libanesa Zeina Abirached hizo un doloroso retrato de la guerra civil libanesa en su El Juego de las Golondrinas, como hizo Marjane Satrapi con la extraordinaria serie Persépolis, una autobiografía ilustrada de la revolución islámica en Irán. Ambas lo hicieron en el exilio, porque no resulta fácil desafiar los regímenes en tu mismo país, a riesgo de ver a los tuyos ser objeto de represalias. A Ali Farzat, el régimen sirio mandó a varios matones para que le rompieran las manos por sus viñetas críticas con una dictadura sanguinaria, y a Hadi Heidari los ayatolás le condenaron a prisión por su trabajo. Y son una mínima expresión de la cantidad de caricaturistas perseguidos por trazar con tinta la injusticia.
El propio Quino terminó exiliado en Milán. Antes elegían escapar que dejar de dibujar. Para todos ellos, su forma de expresión era una necesidad intelectual pero para su público era mucho más: una osadía que despertaba y cohesionaba a poblaciones oprimidas, una forma de articular un descontento tan antiguo y tan profundo que, antes del dibujo, casi no parecía tener forma. “El autoritarismo es como un globo: parece firme, lleno, serio, ocupa mucho espacio. El humor es como ese imperceptible alfiler que solo hay que arrimar para que el autoritarismo salte por los aires. Por eso es tan importante el humor en la defensa de los derechos humanos y la batalla contra el autoritarismo”, me dijo el caricaturista Badiucao, enfant terrible de China, desde su exilio australiano. Él también ha sido y es amenazado y perseguido por el régimen chino, incluso en su refugio, pero no concibe abandonar su meticulosa función de molestar a la dictadura enfrentándola con sus demonios.
La brutalidad de sus viñetas es una bofetada de realidad en un universo manipulado por el régimen de Pekín y desnuda la corrupción, las incoherencias y los abusos de un sistema despiadado para sus ciudadanos. Badiucao ha sido reconocido con el Premio Vaclav Havel de Derechos Humanos, y la noticia me puso tan alegre como triste la muerte de Quino. Necesitamos muchos Quinos, muchos Badiucaos y muchas Mafaldas para no acomodarnos en la cara más cómoda y más fea de la vida.