Internacional
Los muertos que nos faltan
"Invertir en amortiguar el golpe psicológico de la pandemia debería ser una prioridad para preservar un tejido social fuerte capaz de enfrentarse al ingente crash que se avecina", reflexiona Mónica G. Prieto.
Creo que estamos contando mal los muertos. Y eso que la obsesión por las cifras lo ocupa todo: cada día los medios nos ilustran con el número de fallecidos, de hospitalizados, de camas UCI ocupadas, de recuperados y de contagiados, en total, por ciudad, por comunidad o por país y por cada 100.000 habitantes. Hay estadísticas oficiales y datos a los que se suma el exceso de fallecimientos registrados en comparación a años anteriores, hay cifras y cifras hasta desnaturalizar los números y despojarlos de su importancia.
Porque las cifras, sin nombres ni apellidos o imágenes de la tragedia, no calan en nuestra mente ni alimentan nuestros miedos: son solo representaciones abstractas de una cantidad que no podemos ni queremos visualizar, supongo que obedeciendo a un instintivo sentimiento de autoprotección. Nadie puede imaginar lo que ocupa un millón de euros, ni lo que ocupa un millón de muertos.
Nueve meses después del inicio de la pandemia del siglo XXI, que va camino de superar el coste en vidas de la Gripe de Hong Kong que se extendió entre 1968 y 1970, las previsiones son terribles. El negacionista en jefe, Donald Trump, sigue quitando importancia al coronavirus después de resultar infectado e infectar a parte de la Casa Blanca por su irracional decisión de no usar mascarilla. Lo hace aplaudido por acólitos como Jair Bolsonaro y Boris Johnson, que se curaron, como él, monopolizando a los mejores doctores y los mejores recursos sanitarios de sus países. Resultó que nos equivocamos y el coronavirus sí entendía –y mucho– de clases sociales. Como demuestra la milagrosa recuperación temporal de Trump gracias a un cóctel de fármacos de consecuencias imprevisibles e inaccesible para el común de los mortales, en lugar de homogeneizar, el virus aumentará la desigualdad.
La mal llamada segunda oleada –ese sinsentido dialéctico, dado que nunca salimos de la primera como advirtió la OMS– se cierne sobre el mundo con una virulencia extrema. Países como Australia, Japón o Israel, de comportamiento ejemplar en los primeros meses de pandemia, vuelven a registrar preocupantes cifras de contagios. Y tienen suerte: en otros lugares en los que la enfermedad pasó de puntillas, como Iraq, ahora se ceba sobre unos habitantes abandonados a su suerte, sin un sistema sanitario capaz de afrontar el reto: según Médicos Sin Fronteras, solo en el último mes se han confirmado más de 123.000 casos.
Desde mediados de agosto, se registran 4.500 contagios diarios y 500 muertes por semana. Las cifras comenzaron a subir en junio, cuando en Europa nos desconfinábamos para disfrutar de un verano que ha asfaltado el regreso a los confinamientos.
Los números de la COVID-19 devoran los espacios informativos ocultando las otras múltiples muertes que arrastra. Todos aquellos enfermos de dolencias que no fueron atendidos en el hospitales durante el confinamiento, todos los fallecidos por ‘causas naturales’ cuyos tratamientos médicos fueron interrumpidos durante lo peor de la pandemia, todos los muertos no registrados –en buena parte del mundo, la administración no llega a todos los rincones–, las víctimas de violencia machista obligadas por el virus a convivir con sus agresores, las personas que se quitan la vida por depresión, por la angustia que genera la incertidumbre sanitaria pero, sobre todo, por la colosal crisis económica que se avecina….
Todos ellos no están siendo tenidos en cuenta. Y las previsiones son espeluznantes. Pongamos el ejemplo de Estados Unidos, a la cabeza de víctimas con más de 200.000 muertos. Una encuesta del Centro de Prevención y Control de Enfermedades (CDC) publicada en agosto indicaba que 1 de cada 10 había considerado seriamente quitarse la vida en el mes anterior, el doble de quienes admitían haberlo hecho en 2019. Si solo nos fijamos entre los adultos de entre 18 y 24 años, la cifra se disparaba a uno de cada cuatro.
La revista The Economist recoge datos preliminares que alimentan los peores augurios: en Japón los suicidios aumentaron un 15,3% respecto al año pasado, la policía de Nepal ha reportado cinco veces más suicidios que en 2019 y las autoridades sanitarias tailandesas han expresado su temor a que las seis personas de cada 100.000 que se quitaron la vida el pasado año aumenten a nueve.
Talkspace, una empresa de Nueva York especializada en ayuda psicológica, ha confirmado que sus teleconsultas han aumentado un 250% durante la pandemia, y que la cantidad de pacientes con ansiedad severa ha aumentado en un 40%, un salto sin precedentes, según la revista. Un estudio de la revista médica The Lancet equipara un aumento del 1% en el desempleo con un aumento del 0,79% en el suicidio en Europa y del 0,99% en Estados Unidos. Ahora, extrapolemos los datos a la crisis financiera que no está haciendo más que comenzar.
Por eso es hora de olvidarse de ‘volver a la normalidad’, ese oxímoron con el que nos manipulan los políticos. No volveremos a ser los mismos, no tanto por el virus como por el varapalo económico tan colosal que se avecina. La OMS se ha anticipado al Día Mundial de la Salud Mental para destacar el impacto “devastador” de la epidemia. Según una encuesta realizada en 130 países, “la COVID-19 ha interrumpido o detenido los más importantes servicios de salud mental en el 93% de los países” pese que la desde el inicio de la pandemia, en marzo pasado, la demanda de servicios de salud mental ha ido en aumento.
“El duelo, el aislamiento, la pérdida de ingresos y el miedo desencadenan problemas de salud mental o agravan los existentes”, explicó la OMS en un comunicado, donde también advierte de que “muchas personas pueden estar enfrentando mayores niveles de consumo de alcohol y drogas, insomnio y ansiedad”. La salud mental lastra a las sociedades tanto como los conflictos mismos, de una forma pertinaz e indeleble. Invertir en amortiguar el golpe psicológico de la pandemia debería ser una prioridad para preservar un tejido social fuerte capaz de enfrentarse al ingente crash que se avecina.