Cultura
#UnaMareaDeLibros | Josephine Tey en busca de la hija del tiempo
"Josephine Tey –analiza Esther López Barceló– parece escribir la novela para hacer surgir en nosotros la tentativa de otros muchos relatos posibles sobre aquellas historias y afirmaciones basadas en hechos pasados que asumimos como verdades inapelables sin habernos preguntado nunca su carga de verdad".
#UnaMareaDeLibros es una sección compartida por Esther López Barceló y José Ovejero. Textos, vídeos y ‘podcasts’ para hablar de libros y, por supuesto, de la realidad. Cada sábado, en lamarea.com
En una pequeña caja sin flores descansan las cenizas de Elisabeth MacKintosh, Gordon Daviot y Josephine Tey. Murieron el mismo día, el 13 de febrero de 1952, y a la misma hora. Desde hacía un año esperaban su final en una completa y convencida soledad. Les habían diagnosticado un cáncer hepático irremediablemente mortal. Pero todas estas coincidencias no esconden realmente ningún misterio. Porque los tres nombres eran de la misma persona, que nació siendo Elisabeth pero al comenzar a escribir se bifurcó en dos: Josephine Tey, creadora de relatos de suspense, y Gordon Daviot, autor de obras de teatro.
Este texto se circunscribe exclusivamente a Josephine Tey que, setenta años después de su muerte, sigue aún encandilando a nuevos lectores y lectoras, entre quienes, humildemente, me encuentro. Todo ello gracias a la editorial asturiana Hoja de Lata, que ha rescatado del olvido y traducido al castellano cinco de sus obras más emblemáticas: La señorita Pym dispone, Patrick ha vuelto, El caso de Betty Kane, Un chelín para velas y, hace pocos meses, La hija del tiempo.
La poliédrica existencia de esta peculiar autora comenzó en una ciudad sin límites establecidos: Inverness, la capital de las Tierras Altas de Escocia, ese paisaje de acantilados imposibles envueltos en brumas fantasmales entre las que se presiente la existencia de miles de Brigadoon en letargo. En ese escenario perfecto para que brote la imaginación, creció Elisabeth junto a sus dos hermanas y sus padres, él frutero y ella maestra. Por lo que he podido averiguar, parece que tuvo una infancia feliz. De hecho, sus pseudónimos son huellas de esa nostalgia: Daviot remite a un lugar vacacional de su niñez, Josephine era el nombre de su madre y Tey el apellido de su abuela materna.
Sin embargo, es necesario alertar de que todo lo relacionado con la historia de su vida es, como su obra, una oda al desconcierto. Se piensa, de forma generalizada, que comenzó a escribir cuando, tras la muerte de su madre, tuvo que regresar a su casa para cuidar a su impedido padre. Sin embargo, puede que esta versión de los hechos no sea más que lo que Elisabeth, Gordon y Josephine quisieron que creyéramos, pues se tiene constancia de algún documento que probaría la buena salud paterna. Lo que sí está claro es que el lugar desde el que comenzó su carrera como escritora fue el mismo que la vio crecer.
Tey rompe por completo los patrones arquetípicos de las novelas de misterio. Seis semanas era el tiempo medio que, según ella misma, tardaba en dar forma a sus historias detectivescas. Eso sí, después de haberse documentado meticulosamente. Con una amenidad encomiable nos sumerge en relatos que se suceden sin prisa, con un ritmo marcado por el día a día de los personajes, deleitándose en la cotidianeidad de la vida de cada uno de ellos. Se adentra en los pensamientos del protagonista, que siempre es alguien que empatiza con el resto de habitantes de la novela. Un narrador que discierne entre lo aparente y lo real en los demás. Y que se halla en una búsqueda continua de la verdad y, por encima de todo, de desenmascaramiento de la injusticia. A veces, incluso al margen de los cauces legales. Porque Josephine es muy consciente de que no es lo mismo ser justo que impartir justicia.
Las elaboradas descripciones de los paisajes, la minuciosidad por narrar mínimos detalles que nos ayuden a contemplar mentalmente la escena, los diálogos que traspasan los límites impuestos por la trama para representar fielmente una conversación real, nos hablan de una escritora que pinta sus relatos con una paleta irremediablemente cinematográfica. No es de extrañar que sus mayores éxitos fueran cosechados sobre las tablas de los escenarios y que sus principales historias fueran llevadas a la televisión e, incluso, una de ellas al cine. Inocencia y juventud fue escrita por Alma Reville en 1937 y dirigida por su marido, Alfred Hitchcock, basándose en Un chelín para velas. Por cierto, se puede disfrutar actualmente en la plataforma Filmin.
Pero sigamos hablando de otro de los rasgos característicos de la escritura de Josephine Tey: el fiel trazado de la psicología de sus personajes, conectándolo incluso con su fisonomía. La aplicación de esa perspectiva psicológica en sus creaciones llegó a ser un elemento central de la trama de La hija del tiempo, resultando fundamental para la resolución del misterio. En 1990 fue considerada «la mejor novela de misterio de todos los tiempos» por la Asociación de Escritores de Novela Negra de Reino Unido. Y no es para menos, ya que trata sobre un crimen histórico y, por tanto, verídico que resuelve, desde la cama de un hospital, uno de sus más célebres personajes: Alan Grant. De hecho, el título de la obra alude a la obsesión casi patológica de Josephine Tey por la búsqueda de la verdad. Y ¿qué o quién es la verdad?: La hija del tiempo. Con este proverbio tomado prestado de Francis Bacon, padre del empirismo filosófico y científico, da comienzo la más aplaudida de sus novelas.
Un detective aburrido de estar postrado en la cama, como consecuencia de un accidente, queda obsesionado con la mirada de Ricardo III en uno de sus retratos más icónicos. De hecho, el lector lo puede comprobar en la portada del libro en su versión original y en la versión española. Pero la editorial Hoja de Lata ha ido un paso más allá y nos ha regalado una versión mejorada y única de esa mirada, de la mano de una de las grandes ilustradoras del panorama actual, Sara Morante.
La mirada de Ricardo III será la llama que encenderá la mecha de esta extraordinaria novela en la que se pone de manifiesto todo lo que es capaz de soportar el papel mientras se encuentre enmarcado en letras rústicas. Es decir, cómo durante siglos hemos leído y asumido sin rechistar la caracterización, a veces contradictoria, pero siempre fría y mecánica, de las personalidades que ocupan las páginas de los libros de Historia. Será la sagacidad de un detective del siglo XX la que consiga llegar hasta el alma de Ricardo III y, a partir de ahí, desmontar todas las falacias que, en torno a su figura, se habían ido repitiendo constantemente como válidas, sin atender a las contradicciones en el relato de sus presuntas fechorías.
En esta novela se conjuran un detective y un investigador del British Museum para desmontar los bulos que se habían ido acumulando a lo largo de siglos de indiferencia por parte de los historiadores, sin preguntarse a quiénes beneficiaba esa visión de los hechos, sin atender a que Ricardo III no era solo un nombre junto a un ordinal, sino un ser humano que una vez existió, vivió, odió pero también amó. Y entre quienes adoró se encontraban los sobrinos cuyo asesinato le adjudicaron sin prueba alguna para ello.
Josephine Tey parece escribir la novela para hacer surgir en nosotros la tentativa de otros muchos relatos posibles sobre aquellas historias y afirmaciones basadas en hechos pasados que asumimos como verdades inapelables sin habernos preguntado nunca su carga de verdad. Nos advierte contra las verdades inamovibles de la historia y contra las descripciones vacuas de personas que, una vez, estuvieron tan vivas como nosotros. En definitiva, nos pide que desmontemos lo que se nos ha contado y que observemos cuánta verdad nos queda tras finalizar el trabajo.
Sobre el resto de sus novelas de suspense hay tramas para todos los gustos y momentos vitales del público: desde personas que suplantan a otras, pasando por un caso de secuestro que no es lo que parece, de una escuela femenina de gimnasia cuya supuesta armonía no será tal a un asesinato en el ambiente de la alta sociedad. Puede que algunos de los argumentos os suenen familiares, pero es la estructura singular de su relato y la vuelta de tuerca a pocas páginas del final lo que marcan su huella. Todo ello siempre acompañado de la liturgia del té, aderezado con un humor muy irónico y envuelto de un toque british incurable.
Sin embargo, Josephine no daba excesivo valor a esta parte de su prolífica obra. De hecho, es muy sintomático del marcado contexto patriarcal en que se desarrolló su vida –principios del siglo XX–, que eligiera un pseudónimo masculino para el que consideraba su legado más importante: sus obras de teatro. Eligió ser un hombre para su creación de mayor calidad. De hecho fue este género por el que fue reconocida en vida y por el que hizo amigos de la talla de Sir John Gielgud, quien protagonizó su mayor éxito, Ricardo of Bordeaux.
Supongo que a Josephine le sorprendería saber qué bien han pasado el examen del tiempo sus historias de misterio. Me encantaría poder contarle que sus mejores obras de teatro fueron precisamente sus relatos detectivescos, que han trascendido el medio escrito para ser interpretados en la pantalla en producciones de la BBC. Que seguimos leyéndola en otros idiomas y que una de sus mayores seguidoras, Nicola Jane Upson, ha creado una saga protagonizada por un personaje llamado Josephine Tey convertida en toda una detective y heroína.
Mientras escribo estas páginas la observo en una de las pocas fotografías que de ella existen. Viste de forma peculiar y andrógina, tiene una mirada enigmática y taciturna. Su expresión revela introversión y timidez pero también inteligencia y perspicacia. Su biografía dice más de lo que ella quiso que creyéramos que de su vida real y no puedo dejar de pensar que su discreción patológica era fruto de una existencia en parte reprimida. Es tan solo un pálpito, pero siento que esa intimidad inaccesible de la que se dolían sus amigos era el resultado de una soledad autoimpuesta y cimentada sobre los prejuicios de una sociedad tan dolorosamente moralista como la británica de esos días. Y esa sensación de ternura que me invade al mirarla crece aún más cuando la imagino en ese último año de su vida, cuando esperaba la muerte anunciada en una soledad convencida. Pero, paradójicamente, nunca me la imagino sola. Porque alguien con ese intenso mundo interior vive siempre en una soledad acompañada.