Empecemos por lo que no se ve. El olor.
Adentrarse en el campo de solicitantes de asilo de Samos es hacerlo en un vertedero en el que las ratas se pasean entre las tiendas de campaña. En cuanto te alejas un poco del núcleo de esta favela, donde viven más de 4.000 almas en pleno corazón de la Unión Europea, el olor a excremento atraviesa la mascarilla y se impregna en la ropa.
El olor a podredumbre es una de las vejaciones que sufren las personas que, huyendo de la muerte y la falta de horizonte, son desterradas por la Unión Europea a estas islas griegas.
Una humillación que también empleó el Gobierno heleno contra las personas que fueron abandonadas a la intemperie durante diez días en una carretera de Lesbos, obligándolas a convivir con la propia basura que iban generando y a hacer sus necesidades al aire libre en los montes cercanos.
Verbalicemos no solo lo que no se ve, sino también lo que no se dice: Evacuar delante de desconocidos, las diarreas provocadas por tener que beber agua de las mangueras de regadío, las menstruaciones, el puerperio de las recién paridas… Y, aun así, las personas refugiadas han hecho un esfuerzo descomunal por mantener la higiene mediante esa ingeniería de la supervivencia que irrumpe a las pocas horas de un desplazamiento forzoso o una catástrofe natural: supervivientes que rápidamente se instalan grifos en canalizaciones públicas, construyen chabolas con telas y cañas en las que las mujeres puedan cambiarse con un mínimo de intimidad, cocinas de leña… Y ahí, en medio de ese caos, niños y adultos destinando parte de su botella diaria de litro y medio de agua -cuando la repartían- a lavarse los dientes. Da igual todo el empeño que las instituciones europeas ponen en doblegarlas: sobrevivir es un acto de resistencia para estas personas, y donde los gobiernos instauran un sistema de apartheid, como hemos visto en Lesbos, ellas se hacen dignidad bañándose en el mar y convirtiendo el agua salada así en su vacuna contra la pandemia.
Unos hombres se asean entre las ruinas del campo de Moria quemado (Elias Marcou/ Reuters)
Las instalaciones de dignidad que empezamos a ver en la carretera de Tara Peke son las que desarrollaron los solicitantes de asilo en cualquier campo de refugiados de África, Asia… O aquí, en Europa, en Moria o en el de la vecina isla de Samos. Porque Moria no era una excepción, sino un paradigma del sistema de maltrato y humillación que la Unión Europea ha implantado en sus campos de refugiados en los países del Sur.
El martes 15, justo una semana después del incendio de Moria, las llamas se cernían sobre el campo de refugiados de Samos, donde ese mismo día se habían identificado los dos primeros casos de covid-19. El fuego fue controlado a las pocas horas. No afectó a sus habitantes porque fue prendido a varios cientos de metros del asentamiento y porque el viento soplaba en dirección contraria. Pero la conexión con Moria parecía clara: se acababa de decretar un nuevo confinamiento a 4.000 personas para las que el coronavirus es la menor de sus preocupaciones.
“Si hubiese sabido que esto era lo que nos esperaba, hubiese preferido morir en Raqqa o en la zodiac”, dice esta madre siria, que prefiere ocultar su identidad, antes de que se le salten las lágrimas y guarde silencio. Su familia de 11 miembros, entre los que se encuentra su nieta de siete meses, nos recibe ya entrada la noche en una de las dos chabolas que construyeron con sus manos cuando llegaron a Samos el 24 de febrero.
Aquí duermen la mitad de sus miembros, en menos de tres metros cuadrados, sin luz ni agua corriente, protegidos por plásticos y cartones. Por el cuello de la camisa del padre, un hombre de 54 años con una soriasis aguda, asoma una cicatriz enorme: es de una operación de corazón que le realizaron en su país. Su nuera está embarazada de tres meses. A ninguno de los dos, denuncian, les atienden en el ruinoso hospital de Samos. “Nos gritan que nos vayamos”, dice su hijo Mohammed. Entre todos, van relatando los horrores de la guerra siria, la huida después de que ISIS tomase Raqqa, las dos veces que fueron descubiertos cuando intentaban llegar en patera a Turquía, la ocasión en que fueron encarcelados en Izmir cuando el bebé tenía apenas siete días…
Nos lo cuentan todo atropelladamente, con esa urgencia que muestran quienes hace tiempo que sienten que su dolor dejó de tener eco fuera de estas paredes, que su muerte importaría tan poco como que sus vidas se estén convirtiendo en escombros de burocracia y abandono. Lo hacen alumbrándonos con un par de esas linternas destinadas a leer mientras se está de camping. Porque para eso han quedado las Naciones Unidas y la Unión Europea, para entregar a estas personas kits de excursionistas con los que, se supone, deben sobrevivir meses o años en la jungla, como ellas llaman a estos montes: una tienda de campaña, una manta, unas linternas con placas solares…
Mientras conversamos y bebemos el hospitalario té que nos han preparado, una hormiga gigante avanza por el suelo de la chabola. Abundan por estos montes, como unas abejas del tamaño de libélulas, arañas y escorpiones, además de las susodichas y famosas ratas.
Hablemos, pues, de lo que desagrada ver. Cuerpos de bebés, de niños y niñas carcomidos por picaduras, convertidas a menudo en llagas supurantes. Se estima que hay más de 1.200 menores en el campo de Samos, pequeños destruidos física y psicológicamente. Criaturas sumidas, en muchos casos, en una tristeza profunda, como la de esos siete sirios pelirrojos, de entre 2 y 10 años, que permanecen sentados en el suelo junto a su chabola. Uno de ellos juega con los restos de una pistola de agua. Tienen miles de pecas iluminándoles unas preciosas caras de miradas vacías.
En cualquier escenario calamitoso, las risas de los pequeños es lo último que deja de escucharse. Y se escuchan muy pocas en estas lomas, pese a haber críos por todas partes. Sí hay muchos llantos: llantos que se retroalimentan, que no tienen una causa clara, y que pueden continuar mientras sorben los mocos e intentan hacer unos garabatos en una libreta. Porque aquí, como ocurría en Moria, tampoco hay escuelas oficiales y solo algunos menores pueden acudir a centros educativos de la ciudad. Así que la mayoría de ellos pasa meses o años rascándose y jugando entre fluidos fecales, mientras sus madres intentan sacarles el barro a sus ropitas en barreños que han de cargar varios cientos de metros. Pero no hay nudillos frotando que puedan quitarle ya el tono amarronado al uniforme infantil de Samos.
Digámoslo, aunque duela: son nuestros niños del pijama de rayas. Solo que aquí no les gasean. Son ellos mismos los que, según nos confirma Marine Berthet, coordinadora de Médicos Sin Fronteras en Grecia, a menudo se autolesionan y piensan en suicidarse, como ya se documentó en Lesbos. Eso sí, lo hacen cargando a sus espaldas mochilas con el logo de la UNHCR, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados.
“Estos campos solo son comparables a los peores de África”, espeta la enfermera Berthet, con experiencia en emergencias humanitarias en más de 20 países de África y Asia. Tal es la degradación de las condiciones de vida en estos barracones, que la ONG gestiona un proyecto para garantizar el acceso a agua potable, una cuestión que no suele abordar en sus misiones. “Pero, obviamente, el agua es una cuestión básica para garantizar la salud, así que…”, añade.
Fatem tiene 10 años y una larga melena recogida en una coleta de la que salen despedidos reflejos rubios. Empuja un carrito de la compra con cuatro garrafas que ha rellenado de agua en una toma construida por los propios refugiados. Me avisa de que se acerca la Policía antes de arrastrarme hasta su chabola. El acceso al campo está restringido por la cuarentena. La niña es de Deir Ezzor, una de las ciudades que más sufrió el asedio y las batallas entre ISIS y el régimen de Assad durante tres años. Dos años después de haber conseguido salir de aquel infierno parece no extrañarle tener que andar escondiendo a gente. Nada parece sorprenderle, en realidad. Tiene el aplomo de los niños que crecen sabiendo que están vivos por casualidad. Cuando entramos en su chabola, nos encontramos con su hermano Fadi, la mujer de este, Nur, su niño de tres años y una bebé de tres meses.
La guerra siria y la falta de una política unificada de acogida ha dinamitado a esta familia. La madre permanece en el Líbano junto a un hermano y una hermana de Fadi y Fatem, que en los dos meses en los que permaneció allí aprendió un fluido inglés. En Beirut sí podía ir al colegio. El padre de ambos consiguió llegar a Alemania, otro hermano a Suiza, y una hermana se quedó en Siria junto a sus hijos… Tras diversos infortunios, Fatem terminó convertida en una hija más de su hermano, aquí, en Samos, con numerosas picaduras alrededor de la boca, y un tic nervioso por el que cierra y abre la mandíbula continuamente. Fatem solo quiere estudiar y, por el contrario, todo lo que puede hacer aquí es contribuir para que su sobrino y su sobrina sobrevivan a tanta inmundicia. Nur, su tía, pregunta si les puedo ayudar. Es una pregunta que casi todos los refugiados nos harán estos días a los periodistas.
En la chabola de al lado, un matrimonio kurdo de Iraq cuida de sus tres hijas. Llevan un año en Samos, sin colegio, sin nada. La madre conserva la entereza, pero el padre se muestra avergonzado por su situación. El sentimiento de culpabilidad de las víctimas, con la que tanto ha jugado en los últimos días el Gobierno griego en Lesbos. El martes, cuando el nuevo campo ya contaba con varios centenares de tiendas, representantes institucionales intentaban convencer a los desplazados por el incendio de Moria de que accediesen a trasladarse al nuevo centro –del que, una vez dentro, ya no pueden salir– “por el bien de sus hijos”, porque “en seis meses estarán en Atenas si lo aceptan”, porque…
El sábado 19, después de que la inmensa mayoría hubiese accedido a las carpas para dormir primero sobre la tierra y, después, sobre esterillas y con apenas una delgada manta, el ministro de Inmigración y Asilo, Notis Mitarakis, anunció la prohibición a las ONG de repartir comida y agua a los que aún permaneciesen fuera del campo. De desobedecer la orden, añadía, serían multadas.
Como antes en Moria, ahora en Samos, si esta crónica fuese una road movie, encontraríamos que cada una de las chabolas y tiendas de campaña alberga una historia de injusticia en la que, sorprendentemente, todas las personas entrevistadas sostienen que el peor momento de sus vidas se está dando en suelo europeo. Hasta llegar aquí, no había tiempo para pensar: era la lucha y la huida por la supervivencia. Y cuando se suponía que llegaba el momento de la reconstrucción de sus vidas en un lugar donde no estuviesen en peligro, de repente, el socavón: el haberlo dado todo para nada.
Porque hablemos de lo incómodo. De quienes son las víctimas de la discriminación positiva que el Gobierno griego y la Unión Europea aplica a los solicitantes de asilo. Tras el incendio de Moria, el el Ejecutivo heleno rápidamente anunció que trasladaría a un lugar seguro a los menores no acompañados, a las familias monomarentales y a las mujeres que viajaban solas. Muchas de ellas fueron llevadas en ferry a otros campos en Atenas. Aún en la isla, una vez que se abrió el campo cerrado de Tara Peke, las familias con menores a su cargo tenían preferencia para ingresar. La canciller alemana Angela Merkel anunció que su país acogería a unos 1.500 refugiados: unos 100 o 150 niños y niñas no acompañados, y el resto, familias con menores. Un criterio basado en la mayor vulnerabilidad, que también suele operar en los plazos para el trámite de las solicitudes de asilo. Y fuera de todo ello, quedan los hombres solteros.
“Mis padres y mis hermanos están en Alemania. Mi solicitud la rechazaron porque soy mayor de edad”. Tarik Al Hassan tiene 23 años, es también de Deir Ezzor. Fuma mucho, al principio habla poco, pero una vez que empieza a abrirse, ya no hay contención. Lleva 13 meses atrapado en este monte desde el que abruma la preciosa vista de la lengua de mar que se adentra en la isla y que los humanos convirtieron en puerto al principio de la historia de la humanidad, esa que se ha ido construyendo a través del movimiento de personas.
Tarik llegó a Samos, como todas los refugiados de estas islas, en patera. Cuando la guardacostas griega la localizó, trasladó a sus 50 pasajeros a una comisaría donde les tomaron los datos e, inmediatamente, les señalaron las colinas del campo. Así llegan, por su propio pie, y así se instalan, en los barrios que se han ido constituyendo por nacionalidades.
Tarik, como muchos otros refugiados, cree que el Gobierno griego ha bloqueado la tramitación de sus solicitudes de asilo porque “se quiere quedar con el dinero que le da por nosotros la UE”. Lo cierto es que tienen razones para caer en la teoría de la conspiración en vistas a las condiciones en las que malviven, a la mala calidad de las raciones de comida que reciben, a la falta de instalaciones tan básicas como duchas, electricidad, saneamiento… Si hasta la basura la recogen los propios refugiados. Resulta obvio que alguien está haciendo grandes negocios a costa de estas personas.
“Cuando bajamos a comprar a la ciudad nos miran como si fuésemos basura: ¿qué se creen? Tenemos estudios, educación, familia… Nuestros países tienen petróleo. No odio a los europeos, pero sí al Gobierno y al pueblo griego por apoyar lo que están haciendo con nosotros”, me explica, sentado en una piedra en el arcén del camino.
“Estoy muy mal psicológicamente, pero no solo yo, todos los solteros”. Sentado junto a él, otros muchachos le escuchan y asienten. Son voluntarios de una ONG cuyo coordinador aparece, de repente, para comunicarme que todas las declaraciones que me hayan dado los muchachos que llevan la camiseta de su organización tienen que pasar por la central de Atenas para que den el visto bueno. Obviamente, le respondo que esos hombres tienen libertad de expresión y que, lógicamente, no pienso someter su derecho a ningún control. Seamos claros: algún día habrá que abordar la apropiación que algunas entidades sociales hacen de sus usuarios o, incluso, como en este caso, de sus voluntarios, en nombre de un supuesto proteccionismo que tiene mucho del paternalismo colonialista que tanto suelen criticar.
Campo de refugiados oficial de Samos, aunque la mayoría vive en los alrededores por la falta de espacio (P.S.)
Pero, mientras, hablemos de nuestro propio sesgo, de en quién y por qué fijamos nuestra mirada como periodistas. Mobina y Farima Karimi tienen 15 años y 13 años, respectivamente. Mobina tiene una larga melena que flota sobre una camiseta de mangas cortas con un punky de Banksy dibujado en el pecho. Farima luce un moderno corte de pelo corto, con raya al lado y abundante flequillo sobre su ojo derecho. Viste una camiseta blanca corta, y ambas lucen pantalones sport ajustados al tobillo. Su madre y su padre comparten estética moderna. Son afganos y puedo conversar largo y tendido con ellos porque las adolescentes hablan inglés. Porque este es también parte del condicionante del que raramente hablamos los periodistas.
La Comisión Europea ha propuesto un nuevo pacto migratorio para agilizar los trámites de asilo y las expulsiones de inmigrantes en situación irregular. El pacto afectará directamente a la vida de personas como Mobina.#EspecialLesbos de @patriciasimon?https://t.co/x7LxTZZqYX pic.twitter.com/WukryglY7s
— La Marea (@lamarea_com) September 25, 2020
No siempre es fácil contar con los recursos para contratar a alguien que traduzca, y en la mayoría de este tipo de coberturas terminamos volcándonos en aquellas historias cuyos protagonistas hablan inglés o francés, lo que ya supone una criba importante. En esta ocasión, he comprobado cómo el afán de los refugiados por hacerse entender les lleva a recurrir al Google Translator. No es la mejor de las soluciones, pero sí habla del valor que muchas de estas personas siguen depositando en nuestro oficio. Incluso cuando les explicamos que, más allá de contar lo que está ocurriendo, nada podemos hacer.
Izadi Boza, un refugiado kurdo-sirio, utiliza la aplicación de Google Translator para comunicarse con la periodista (P.S.)
Mobina y su familia pueden comer algo más que las insuficientes y repugnantes raciones de comida repartidas por la ONU gracias a que su padre vende las patatas y cebollas que compra en el pueblo. Para llegar hasta allí, cada día tiene que hacer horas de cola porque la Policía escalona el número de refugiados que pueden salir del campo. Una vez fuera, adquiere el producto en uno de los dos supermercados que, como en Lesbos, se están quedando con la práctica totalidad de los ingresos que podrían recibir las islas de sus nuevos vecinos. Cada adulto recibe 75 euros al mes y cada menor, 50, hasta sumar como máximo, 245 por unidad familiar. La madre vende las verduras apenas unos céntimos más caras: cuatro cebollas, 50 céntimos. Lo compruebo cuando un chico africano hace una compra. Aquí funciona literalmente el hambre del pan y cebolla.
Tarjeta informativa sobre las ayudas por persona solicitante de asilo del Alto Comisionado para los Refugiados de las Naciones Unidas (P.S.)
Este joven matrimonio decidió que todos salieran de Herat para que sus hijas tuvieran un futuro como mujeres profesionales e independientes. Ahora se encuentran cocinando usando como combustible las ramas de los arbustos que se disputan con el resto de refugiados, lavando los platos y la ropa en un barreño y yendo las tres juntas al baño para evitar posibles asaltos sexuales. “Ahora, sobre todo, temo a los incendios y a la covid-19, así que no salimos apenas de la tienda”, explica Mobina, mientras al fondo escuchamos a Farima cantar. Tiene los cascos puestos buscando ese refugio que ofrece la música en la adolescencia y que solo unos cuantos privilegiados conservan hasta la vejez.
En las casetillas construidas con piedras y pales que hacen las veces de duchas, cuelgan carteles que recomiendan lavarse las manos, mantener la distancia de dos metros o llevar siempre mascarillas limpias… Nada de ello es posible en este espacio porque así lo han decidido las instituciones griegas y europeas.
Digámoslo, pues: si su intención no es que se contagien masivamente y se conviertan así en el foco del odio de los locales por esta nueva razón, lo fingen bastante mal.
Admitamos lo que nunca nos gustaría admitir. Que, sobre todo, en el caso de las personas del África subsahariana, que no solo han sufrido todo tipo de vejaciones en su éxodo, sino que también padecen el racismo de los árabes y persas en los campos, y que saben cómo han de sufrir y morir para llegar a costas italianas o españolas, no tienen inicialmente interés en contar lo que están viviendo. Porque ya saben que sabemos.
Si lo hacen, si nos vuelven a enseñar las pertenencias que guardan en las tiendas de campaña roídas por las ratas o los documentos que demuestran que llevan hasta tres años de encierro en este centro, es más por la necesidad de clamar que son seres humanos, negros y seres humanos, y que vinieron aquí para trabajar y darles alguna oportunidad a sus hijos. Que, como repite el congoleño Patricio, mientras sostiene una pastilla de jabón con las muescas de la dentadura de una rata, no han venido a robarle nada a nadie. «Estamos aquí como los esclavos, no somos esclavos. Se nos suben las ratas por el cuerpo cuando dormimos. ¿Quieren matarnos o qué?», espeta, mientras muestra su papel de registro de la Agencia para los Refugiados de la ONU que demuestra que lleva viviendo un año y medio en esta tienda de campaña.
Nos lo cuentan por desahogo, porque nos hemos convertido en la válvula de una olla a presión. Como las Naciones Unidas, que garantizan que no mueran de inanición a la vez que no se revuelvan contra su opresión. Y como los gobiernos de la UE, que no los deporta a sus países de origen porque no les admitirían, pero les someten a tales condiciones de humillación que terminarían por hacer cola por entrar en una prisión con mejores condiciones, como ha ocurrido en Lesbos.
Zaina Buby tiene tres años y apenas duerme de noche: teme a los zorros del monte, a las ratas y, sobre todo-sobre todo, a las continuas peleas entre refugiados. Hacinamiento más desesperación por la falta de horizonte, más hambre, más agotamiento más… la combinación perfecta para fomentar la conflictividad.
Su padre, Omar, un kurdo sirio que estudiaba Geológicas en la Universidad de Damasco, tuvo que salir de Rojava hace un año con el resto de su familia -esposa, madre, hermana, cuñado, sobrinas…– cuando Turquía comenzó su campaña de tierra arrasada en esta región. Su hermano de 20 años murió en uno de esos bombardeos. Cuando tomaron la patera y llegaron a este campo, su segunda hija tenía tres meses, y ahora tiene más de un año. Hasta hace cinco semanas no le hicieron la entrevista de solicitud de asilo.
“Mi mujer tiene jaquecas terribles y mi cuñado dolores estomacales que no le dejan dormir. Pero en el hospital no nos atienden y cuando hacemos cola para salir, durante horas, la Policía no nos escucha. Solo nos dicen “Vete, vete”. No podemos decir nada”, explica.
Todo el mundo está enfermo en estos campos: ya sea por las condiciones en las que tienen que vivir, por las que han tenido que atravesar en su huida o por las de sus países de origen. Y la mayoría no recibe un trato médico digno cuando acuden a los centros de salud o al hospital. Un extremo que nos confirma Marine Berthet, de Médicos Sin Fronteras.
A esto hay que añadir que el sistema público de salud griego tiene una sistemática falta de recursos y personal, además de contar con unas infraestructuras impropias de un país de la Unión Europea, si no fuera porque fue esta misma la que obligó a este país a aplicar medidas austericidas que acabaron de destrozar los servicios públicos. Así que cuando a los refugiados les dan cita para un especialista a tres meses vista, a menudo creen que están siendo discriminados. Lo cierto es que las listas de espera, como ocurre en España, están desbocadas. En cualquier caso, resulta evidente a la vista el nivel de degradación física al que está sometida la población de los campos de refugiados.
Hablemos de lo inevitable: ni el extinto campo de Moria, ni el nuevo de Kara Tepe, ni el de Samos son una anomalía en la UE. Es más, son los más visibles y, por tanto, donde hay al menos presencia de periodistas y de ONG internacionales. Según el proyecto closethecamps, de la red Migreroup, solo en la Unión Europea hay más de un centenar de hotspots, de centros para extranjeros. Y, sin embargo, como ha podido constatar La Marea son más si tenemos en cuenta los lugares de detención a cielo abierto que no están registrados oficialmente.
Visitamos uno de ellos en el norte de la isla de Lesbos, cerca de la población de Efthalou, donde llegan muchas de las pateras procedentes de la costa turca. En la hendidura que forman dos montículos, en primera línea de mar, despuntan una decena de tiendas de campaña de la ONU. Para cuando estamos saludando a sus habitantes, una agente de la guardacostera que vigilaba el acceso a la carretera por la que hemos llegado, ya nos está dando la orden de identificarnos tras seguirnos en coche. Nos obliga a acompañarla al puesto policial, donde nos informan de que no podemos hablar con estas personas que, supuestamente, llegaron hace dos semanas en patera. El pretexto oficial, que están en cuarentena.
Campo no registrado de personas refugiadas en el norte de la isla de Lesbos (P.S.)
Quién sabe cuántos campamentos informales como estos más habrá, cuántas personas albergarán, por cuánto tiempo y bajo qué criterios les encerrarán… La Unión Europea y el Gobierno griego ponen más empeño en impedir que podamos mostrar cómo maltrata a las personas refugiadas que en ocultar que esa es su principal preocupación.
Mientras, la joven siria Hayat sigue escribiendo su historia en un cuaderno del Che Guevara en una chabola en Samos: «Yo solo quería una vida sencilla: un bolígrafo, un cuaderno, luz…». Hayat desconoce qué pasará con su vida, pero tiene claro el título para su libro: Un sueño que no ha acabado y que no acabará.
Muchas gracias Patricia por toda la información que nos envias.
Es indignante y vergonzoso.