Cultura
#UnaMareaDeLibros | ‘El descenso’ que trajo al mundo a Anna Kavan
En este libro, Kavan traslada al relato cómo se suceden los pensamientos en la mente de quien se encuentra ya sumergida en las tinieblas de la alienación.
#UnaMareaDeLibros es una sección compartida por Esther López Barceló y José Ovejero. Textos, vídeos y ‘podcasts’ para hablar de libros y, por supuesto, de la realidad. Cada sábado, en lamarea.com
Anna Kavan nació en 1940 para escribir El descenso. Antes fue Helen Ferguson y, antes de ella, Helen Emily Woods. Pero eso pasó en otras vidas, en las que vivía cómodamente diseñando interiores, cambiando de residencia entre California, Sudáfrica y Nueva Zelanda, y escribiendo algo parecido a la novela rosa. Así pues, Anna Kavan fue previamente otras dos mujeres que, a su vez, intentaron morir hasta tres veces antes de tiempo.
Sobrevivió, a su pesar, hasta 1968 a costa de desarrollar una conciencia salvaje de sí misma que canalizaba a través del cicatrizante poder de la escritura. Si Helen Ferguson escribía sobre amor burgués, Anna Kavan lo hacía sobre la locura contada desde dentro. Con una portentosa capacidad descriptiva, supo dibujar con palabras el descenso a los infiernos de una mente cuerda. Todo a partir de su propia experiencia en psiquiátricos de Suiza e Inglaterra en los que pasó internada largas temporadas.
A todo ello debemos sumarle la adicción a la heroína como consecuencia de la necesidad de aliviar la angustia y el padecimiento provocado por sus depresiones. Sin embargo, sus escritos no responden a las expectativas de incoherencia que cabría esperar de alguien que habita este desconsolado universo. Más bien al contrario, Anna escribe desde una implacable lucidez. Y es seguramente eso, el exceso de conciencia de sí misma, lo que bifurca su mente por el laberinto de la enajenación.
En El descenso, tomando prestada la voz de una narradora interna, Kavan traslada al relato cómo se suceden los pensamientos en la mente de quien se encuentra ya sumergida en las tinieblas de la alienación. Son historias construidas sobre la base de estructuras sencillas que impactan por la fuerza de su claridad paradigmática, gracias a un genial dominio del lenguaje. No obstante, es de justicia decir que estas consideraciones las realizo a partir de la edición de Navona, que ha traído al castellano una de las traductoras más brillantes del panorama actual, Ainize Salaberri.
Una parte considerable de las sensaciones descritas lo son gracias a su tremenda capacidad para entender a autoras de la sensibilidad de Kavan e imaginar las palabras perfectas para cada ocasión. No dejen de leer las cartas de Silvia Plath, que acaban de pasar por sus manos para ser publicadas en los próximos meses. No conozco una traductora mejor para todas estas escritoras geniales cuyas vidas no estaban a la altura de la profundidad de sus sueños.
Porque en cuanto la lectora se concentra en la narración de Kavan, cae desarmada y empatiza turbadora y completamente con los personajes, sufriendo sus temores y su desesperación. Cada historia –a veces se presiente que algunas son continuación de las anteriores– se halla envuelta de una atmósfera de frialdad electrizante que traspasa el papel y te contagia. La voz de Anna parece invitarnos a descender, asidos a sus palabras que tejen una urdimbre imperceptible a nuestro alrededor. Poco a poco, el hechizo surte efecto y se alcanza a sentir la desesperanza y a compartir la incertidumbre. Hasta que su lógica irracional nos conquista y no podemos hacer más que afirmar: «Ella tenía razón».
Un elemento común en sus cuentos es la presencia siempre ausente del perseguidor, del enemigo que la acusa, que la condena, que la vigila, que la traiciona. A veces, la narradora piensa que no es otro sino ella misma, en una versión autodestructiva, quien la conduce a ese descenso a los infiernos. El paisaje helado es otra pieza principal en esta obra que aparece complementando las atmósferas cerradas y vertiginosamente blancas de los hospitales. Un paisaje que siempre es frío, como lo eran aquellos que veía desde la ventana de su habitación en los psiquiátricos de Suiza en los que vivió internada.
La mayoría de las narraciones provienen de voces femeninas que, como ella, son pacientes, y el enemigo es, normalmente, un hombre: el marido, el médico, el desconocido, el trabajador del hospital. Es también por eso que, cuando una lee El descenso, no tiene más remedio que regresar –o descubrir– a Charlotte Perkins. Porque lo que Kavan hizo con El descenso en 1940, Charlotte lo había conseguido con su perturbador cuento El papel pintado amarillo en 1890.
En poco más de veinte páginas, esta autora comprometida con la causa feminista, nos enajena con los pensamientos y percepciones de su protagonista. También Perkins lo escribió desde su angustiosa experiencia. Y es esa vivencia la que le permite describir fielmente la decadencia mental de una mujer, tras ser encerrada en su casa, bajo la prohibición de escribir para superar una crisis nerviosa. Tremendo tratamiento que le había sido recomendado por su marido, un hombre de ciencia que nos recuerda al enemigo permanente y endémico de El descenso. La historia fue enviada por Charlotte Perkins al psiquiatra que la llevó a padecer semejante calvario y, al parecer, este nunca le respondió. Su historia puede encontrarse en castellano en una preciosa edición de Contraseña.
Subyace en ambas obras la crítica a los métodos de la psiquiatría del momento, en una época en la que la excesiva patologización mental de las mujeres comenzaba a ser aullada por numerosas cautivas brillantes a través de cartas, diarios y novelas. Con pacientes ejemplares como Kavan no es descabellado pensar que la locura fuera el precio que la sociedad les obligó a pagar por poseer la genialidad en el género equivocado.