Internacional
ESPECIAL DESDE LESBOS | Moria no era una excepción, es un sistema (6)
Tras diez días al raso, sin apenas recibir información ni comida ni agua, las personas refugiadas del campo de Moria son forzadas a ingresar en un nuevo centro cerrado. Frente al rechazo inicial, la inmensa mayoría acepta su nuevo destino ante la falta de alternativa.
Simine y Samida parecen gemelas, pero no lo son: tienen, respectivamente, 22 y 21 años. Y han pasado por todas las etapas que han caracterizado la evolución del estado de ánimo de muchas de las 13.000 personas que han sido, esforzada y activamente, abandonadas estos diez días por el Gobierno griego.
Estas jóvenes afganas participaron en la primera manifestación que se celebró en el tramo de la carretera de Kara Tepe tres días después del incendio en el campo de Moria, el viernes 11. Simine, como la mayoría de los manifestantes, derrochaba entonces energía y determinación. Exigía que les permitiesen salir de la isla y llegar a un país en el que pudieran vivir en una casa, estudiar, trabajar y empezar a construirse un futuro. Lo gritaba tan fuerte como el “No somos animales” que tanto escuchábamos en el campo de Moria antes de que quedase reducido a cenizas. En aquellos momentos, como explicaba Mario López, psicólogo de Médicos Sin Fronteras, había entre una parte de los desplazados una «cierta ilusión: pensaban que tras Moria vendría algo mejor». Pero no. Y empezamos a ver las consecuencias en términos de salud mental.
Simine y Samida llevaban un año sobreviviendo entre aguas fecales y el desprecio burocrático. Pese a proceder de un país devastado por la violencia, la Oficina Europea de Ayuda al Refugio les denegó el asilo a ellas y a sus padres. Pidieron que su caso fuese revisado, pero aún no le han dado la segunda cita.
Volví a encontrarme con ellas tres días después, el domingo 13. El Gobierno griego construía a toda velocidad el nuevo campo, mientras la Policía se cercioraba de que ningún periodista entrase por los accesos oficiales. Era el quinto día al raso, sin apenas comida ni agua. Pero, sobre todo, era la quinta jornada sin información oficial y, consecuentemente, la rumorología deglutaba el miedo y la incertidumbre.
La madre de estas jóvenes se había desmayado y necesitaba atención médica. Cuando sus hijas se disponían a acompañarla al puesto de una ONG, alguien les dijo que no podrían tratarla porque su personal sanitario estaba intentando salvar a una mujer que se había intentado suicidar en el nuevo campo. Aquella tarde, Simine y Samida sostenían que bajo ningún precepto aceptarían ser encarceladas en un nuevo centro, mientras comentaban con otros refugiados que aquellos que se estaban trasladando voluntariamente para tener un techo, tenían que dejar su móvil y todas sus pertenencias en la entrada. Todo ello ha sido descartado a lo largo de las siguientes horas.
El domingo, la entereza que, sorprendentemente, encontré todavía en Moria y en los primeros días tras tras las llamas, empezaba a resquebrajarse. Muchas eran las personas que apartaban las miradas brillantes y muchas, también, las que, derrotadas ante la constatación de que el fuego no les iba a salvar de las brasas en las que se había convertido Moria, nos pedían a los periodistas que mostrásemos su devastación.
El ambiente era totalmente distinto dos días después. Miles de personas yacían en los arcenes sin apenas energía física ni mental. Evitaban levantarse, andar, y había dos cuestiones que nos repetían a los periodistas: “¿Tú qué harías: te quedarías en la calle o entrarías en el campo? Y “Tened cuidado, la policía no os quiere aquí”. Había vuelto el miedo, no solo a su situación, sino a quedarse aún más aislados.
Este jueves, decenas de policías han forzado el desalojo de la carretera de varios miles de refugiados. Y, paradójicamente, Simine y Samida lamentan ahora que no les haya tocado el turno aún a ellas.
“Preferiríamos haber entrado ya en el campo cerrado. No tenemos otra alternativa, así que ¿para qué pasar un día más en la calle?”, me responden por teléfono, ya que me encuentro en la isla de Samos, en cuyo campo de refugiados se produjo otro incendio el martes por la noche.
El Gobierno heleno parece haber conseguido el objetivo de su decisión política de no actuar durante más de una semana. Están siendo los propios refugiados quienes, ante el diabólico dilema de calle o cárcel, están entrando por su propio pie en el centro cerrado. El ministro de Migración y Asilo, Notis Mitarakis, advirtió que solo se tramitaría la solicitud de asilo de aquellos que ingresaran en un espacio en el que, como nos confirma Françoise Munzu, todavía no hay ni mantas, ni camas, ni colchones ni electricidad, ni nada… Solo las tiendas que comparten ocho personas.
De dormir al raso a dormir sobre la tierra. En estas condiciones han pasado la noche las miles de personas refugiadas que ya están encerradas en el nuevo campo de #EspecialLesbos #Moria
— patriciasimon (@patriciasimon) September 18, 2020
Me envía el vídeo una de ellas. pic.twitter.com/LN4G84qIGj
Hace solo una semana, la mañana del jueves 10, Munzu avanzaba por los montes de olivos que circundan la carretera de Kara Tepe. Ante el sitio impuesto por la Policía, y la falta de comida y agua, recorrer una decena de kilómetros campo a través, hasta la ciudad de Mitiline, ha sido la única opción que les ha quedado a centenares de migrantes en estos días.
Para entonces, Françoise era un joven que buscaba aún encontrar alguna lógica en el desprecio burocrático que había vivido a su solicitud de asilo. Insistía en que las personas africanas que no tienen un abogado privado rara vez consiguen el estatuto de refugiado. Al día siguiente, me lo encontré en la manifestación. Desprendía toda la energía y la rabia que genera llevar años siendo vejado hasta las últimas consecuencias: dejarte sin comida ni agua tirado en la calle al sol.
Esta mañana Françoise me escribía: “Estoy dentro del campo. La policía ha venido al aparcamiento del Lidl y nos ha dicho que todos para adentro. No hay de nada”. Cuando le pregunto qué espera que ocurra ahora, responde: “Ahora mismo, nada me tranquiliza”.
Es la doctrina del shock: si Moria era el infierno, la carretera de Kara Tepe ha sido la demostración de que se puede quebrar a las personas por inacción.
“Imagínate esta mujer, dónde tiene que hacer sus necesidades: en medio del monte, rodeada de gente, como si fuese un animal”, me decía ayer Flavio señalando a Sofía, una congoleña de 48 años que viajó sola a Europa. Estaban descansando sentados en la escalinata de una iglesia en Mitiline, rodeados de bolsas. Habían andado durante más de una hora por el campo para comprar pan, legumbres, una cafetera, vasos y medicinas para los dolores musculares de ella. Llevaban tres días sin comer y su tristeza solo era comparable a la de los niños y niñas que he visto hoy en el campo de Samos. Porque Moria no era una excepción, es un sistema: es el destierro de las personas solicitantes de asilo en espacios de no-derecho aislados: las islas de las que no se puede escapar ni cuando arden.