Internacional

ESPECIAL DESDE LESBOS | El castigo colectivo tras las llamas: un campo-prisión (4)

No se trata de la falta de comida, ni de tener que dormir en el suelo por la falta de camastros, ni de no contar con enchufes donde cargar el móvil y poder comunicarse con el exterior. Se trata de que las personas desplazadas por el incendio de Moria no están dispuestas a seguir desterradas en Lesbos, ni encarceladas en un nuevo centro, a cambio de que se valore cumplir con su derecho a pedir protección internacional.

Dos jóvenes observan el nuevo campo sentados sobre un tanque en miniatura (P.S.)

Los dos muchachos observan la construcción del nuevo campo de refugiados encaramados a un tanque en miniatura. Están en uno de los montes que circundan la carretera en la que miles de personas esperan salir de Lesbos desde que un incendio arrasó el campo de Moria. 

La escena es tan surrealista como asistir a una crisis humanitaria en el seno de la Unión Europea. En estos terrenos militares, atravesados por trincheras y búnkeres, estos jóvenes observan la costa turca, a apenas 16 kilómetros de distancia, encaramados a un carro de combate de juguete con el que el Gobierno griego ha decorado estos puestos vigía. Son afganos, y como la inmensa mayoría de los solicitantes de asilo, llegaron hasta aquí huyendo de la guerra y de la violencia. Ahora se encuentran que son precisamente militares los que están construyendo su nueva cárcel y no hay nada en este horizonte que les permita oxigenarse de tanta incertidumbre.

“No queremos ir ahí, para eso preferimos Moria”. Ese es uno de los pensamientos que más se repetía el domingo entre las personas refugiadas. “De Moria, por lo menos, podíamos entrar y salir, pero este es una cárcel: una vez que entras, ya no tienes permitida la salida”, lamenta Mustaza Rizai, un afgano de 28 años que no da crédito ante el nuevo escenario.

“Hay tres familias que entraron anoche voluntariamente y que se han escapado esta mañana porque no hay camas, ni electricidad, ni hospital….”, añade. Conseguimos hablar con él tras hacer buena parte del camino a la carretera de Kara Tepe por los montes a pie. La mañana del domingo, la Policía cerraba los accesos a la prensa mientras varios centenares de refugiados ingresaban en el nuevo recinto. Lo que nos encontramos cuando llegamos al nuevo escenario de la ignominia mundial era un territorio tomado por los rumores sobre los planes del Gobierno, sobre las condiciones del nuevo centro… Es el resultado del maltrato que están infringiendo las instituciones europeas al negar a estas personas su derecho a la información sobre cuestiones, incluso las más básicas, que afectan a su vida en el plazo más inmediato.

Vista panorámica del nuevo centro (P.S.)

Rizai ya había conseguido superar en 2015 toda esta gincana fronteriza diseñada por la Unión Europea. Llegó a Suecia tras subirse a una patera en Turquía y recorrer los Balcanes a pie. 

Pero atrás habían quedado su mujer e hijo, a la espera de que él les allanara el camino. El permiso de trabajo que consiguió tras casi un año en Suecia no le autorizaba para la reunificación familiar, por lo que en 2018 viajó a Afganistán y reinició la ruta, ahora con ellos. Hasta tres veces interceptó la guardacostas turca su embarcación antes de que lograran llegar a Lesbos. En la segunda ocasión, según cuenta, pasaron dos semanas presos en una celda junto a otra familia afgana antes de ser puestos en libertad. 

Una extraña libertad que durante un año estuvo dedicada a intentar reanudar el éxodo, y que terminó desembocando en otra cárcel: el centro de Moria. Una historia más de las miles que se deshidratan bajo este sol, pero que explican los cuerpos contra los que estallan las políticas migratorios europeas. 

Por todo ello, Rizai no está dispuesto a volver a aceptar un nuevo encarcelamiento: el que ha anunciado el Gobierno griego, según el cual el centro que están construyendo ante la mirada de sus destinatarios, será cerrado: una vez que entren, no podrán salir. Esa es la condición que les ha puesto este lunes el ministro griego de Migraciones, Notis Mitarachi, a personas que no han cometido ningún delito para que sus solicitudes de asilo sea tramitadas: que acepten ser encarceladas a cambio de que se cumpla con su derecho a la protección internacional. No hay Black Mirror ni Colapso que supere esta doctrina del shock a la que están siendo sometidas estas personas desde hace años. A nadie debería extrañarle a estas alturas que Moria fuese ese lugar en el que criaturas de diez años deseaban suicidarse.

 “En Suecia nos esperaba la vida que dejé dos años atrás. Pero los papeles de solicitud de asilo de mi mujer e hijo se han quemado en el incendio”, añade Rizai que, como todos los potenciales refugiados, se ven atrapados en una maraña burocrática destinada a desincentivar a las personas que han visto su vida en peligro de pedir la protección de los Estados más ricos del mundo.

No hay normativa nacional ni internacional que ampare el encarcelamiento de solicitantes de asilo. Como no la había en marzo, cuando el Gobierno heleno canceló la posibilidad de solicitar asilo en plena crisis fronteriza con Turquía. Como no la hay para otra decisión que preocupa mucho a las personas con las que nos encontramos: en el nuevo centro no hay apenas acceso a la electricidad, lo que significa que al no poder cargar sus móviles y tener prohibida la salida, no se podrán siquiera comunicar con el exterior.

Ese es el escenario por el que la inmensa mayoría de las personas entrevistadas para este reportaje rechazan frontalmente trasladarse a esas carpas, así estén plenamente informadas de las declaraciones de miembros del Gobierno griego que sostienen que ninguna de ellas saldrá de esta isla en, al menos cuatro meses; así sigan teniendo que dormir la intemperie, cocinar con las ramas que cortan en los descampados y ver cada uno de sus derechos más básicos pisoteados.

Precisamente, desde una de las 200 tiendas de campaña que, aproximadamente, el Ejército ya ha desplegado en una planicie pegada a la bahía de Panagiouda, una de las poblaciones en que más ataques racistas han sufrido las personas refugiadas, nos contesta al teléfono Jassera, una mujer negra de República Dominicana que desde hacía meses convivía con la comunidad congoleña. Con ellos podía pasar más desapercibida por el color de su piel y comunicarse con más facilidad, ya que hablan portugués. 

“Vine engañada, si hubiese sabido que esto era así jamás habría venido”, explica quien, hasta el sábado, solía estar sentada junto a sus conocidos con la capucha cubriéndole buena parte del rostro. Nos confirma que en cada tienda viven entre 8 y 10 personas, durmiendo en el suelo porque aún no hay camastros, y que no tienen autorización para salir.

Fuera del centro, al que según cifras oficiales habían sido trasladadas más de 500 personas hasta la tarde del domingo, las colas del hambre se alargaban por centenares de metros para conseguir raciones de comida repartidas por diversas ONG. Entre los caminos y campos de los alrededores, decenas de familias recogen agua a través de pequeños cortes en las mangueras de regadío para cuestiones tan esenciales como bañar a los niños y niñas, beber y cocinar.

Una necesidad imperiosa a la que les ha forzado este abandono institucional y que, en algunos casos, abonará el rechazo que suscitan entre parte de la población de Lesbos las consecuencias de haber convertido esta isla en un centro de detención. No todos los dueños de las plantaciones entenderán que rajar una goma es lo mínimo si de ello depende tu vida y la de tus seres queridos.

Pero la irresponsabilidad institucional es aún mayor si recordamos que estamos en plena pandemia. Miles de personas están siendo obligadas desde hace días –aunque en realidad, desde su llegada a Lesbos– a pasar todo el día y la noche pegados a conocidos y desconocidos, beber y cocinar con agua recolectada en riachuelos y mangueras de regadío, y, por supuesto, impidiéndole mantener la higiene más mínima. 

El Gobierno regional y nacional ya culpabilizó a las personas refugiadas de la llegada de la pandemia a Lesbos cuando, hace dos semanas, se identificó el primer caso en Moria, pese a que en el resto de la isla ya eran más de 100. Ahora, este nuevo escenario se presenta aún más incendiario: entre las 500 personas trasladadas al nuevo centro, ya han sido confirmados 14 casos de Covid-19.

“Esta situación es resultado de la decisión del Gobierno griego de no intervenir. Es un castigo colectivo. Sacaron de la isla a los menores no acompañados porque quedaban mal en las fotos”, sostiene Antonio, un activista español que prefiere no identificarse más. Con una caja de medicamentos bajo el brazo, busca a los enfermos crónicos a los que trataba hasta el día del incendio. Tiene que mirar entre las carpas montadas con cañas y mantas por los propios refugiados.

La labor no es sencilla: si no fuese por el sistema colaborativo que las personas refugiadas construyen en los pósters del tendido eléctrico, pinchados con un cable y multiplicada su capacidad con multitud de regletas, nadie podría recargar sus móviles.

Aún así, estas obras de ingeniería de supervivencia no son suficientes para las miles de personas que permanecen a la intemperie, por lo que muchas permanecen incomunicadas durante días. “La mayoría de los enfermos crónicos de diabetes, hipertensión o enfermedades vasculares fueron trasladadas a Atenas. Pero no las que tienen enfermedades mentales como esquizofrenia. Nadie ha pensado en ellas”, explica el activista, quien recuerda que el ministro de Migraciones, Notis Mitarachi, declaró que “las personas migrantes están intentando chantajear a Europa para salir de la isla”. Se refería a la acusación de que habían sido los solicitantes de asilo quienes habían prendido fuego a las tiendas de plástico que terminaron arrasando con Moria. Una aseveración que no ha sido corroborada por ninguna investigación oficial.

Con el anuncio este lunes de Mitarachi de que solo se tramitarán las demandas de asilo de aquellos que acepten ingresar en el centro cerrado, la presión sobre las familias se está volviendo insoportable. Han de elegir entre seguir resistiendo a la intemperie y exponiéndoles a las bombas lacrimógenas que la policía ha lanzado en varias ocasiones contra los manifestantes, como el pasado sábado, o aceptar un nuevo encierro que podría entrañar la posibilidad de una salida en meses o años.

Una decisión que está desbordando emocionalmente a los progenitores, que ya estaban atravesando un estrés emocional insoportable, como explica Mario López, psicólogo responsable del proyecto de Salud Mental de Médicos Sin Fronteras en Moria desde hace cuatro meses. “En los primeros días tras el incendio, había cierta esperanza e ilusión porque pensaban que se había acabado Moria y que serían trasladados fuera de Lesbos. Pero, ahora que están viendo que no, esto puede generar en situaciones peores, incluso de violencia por la desesperación”. 

López, con experiencia en crisis humanitarias en África y Asia, es la primera vez trabaja como cooperante en Europa. “Los niños y niñas están muy callados, cuesta mucho que articulen lo que han vivido, máxime cuando ven esa desesperación en sus padres y madres. Y esos no saben qué hacer, ni qué decidir…”.

López no oculta su decepción con las instituciones que le representan como ciudadano: “Le exijo mucho a la UE porque lo puede hacer: dar una respuesta rápida, eficaz y coordinada para estas familias. Es ahora cuando se puede prevenir que el odio eche raíces y crear nuevos traumas”. Mario recuerda que estas personas ya vienen de trayectorias vitales muy traumatizadas, que han sido agravadas en los meses o, incluso, años que han pasado encerradas después en Moria, y que desde marzo vivían confinados por la Covid-19… Y, ahora, el Gobierno heleno todo lo que les dice es que se olviden de salir de Lesbos. 

A apenas 15 minutos en coche, tres familias afganas se sienten culpables por tener un techo, unas literas, una cocina y baños, mientras familiares y vecinos de Moria yacen en los márgenes de una carretera. Al caer la tarde del domingo, Ahmed Khazimi y Fatima Khalatin juegan con su hija de seis años y su bebé de 4 meses en una plaza del centro de Mitiline. Cerca se encuentra el edificio de la ONG griega Eliahtida, que ofrece alojamiento y acceso a la educación a familias en situación de extrema vulnerabilidad, si es posible establecer escalafones en este sentido en un sitio como Moria.

Hace solo dos meses que este joven matrimonio vive en un dormitorio del edificio: aquí llegaron con su niña, con una enfermedad de desarrollo cognitivo, y con su bebé de dos meses. Pero no pueden dejar de pensar en quienes se convirtieron en su familia durante el año que permanecieron en el campo de refugiados. Por ello, el viernes, Ahmed compró leche en polvo, pañales y algo de comida, y se dirigió a la carretera de Kara Tepe para entregárselos. Sabía que entrar sería fácil y salir difícil, pese a contar con un documento que acredita que está alojado en este edificio. Y así fue. Según cuenta, tuvo que dedicar más de cuatro horas a convencer a los policías de que le dejasen salir.

Hay refugiados que han alquilado un piso en Mitiline y otros que viven en proyectos de alojamiento de ONG situados en la capital de la isla. Sin embargo, la Policía a menudo no reconoce su documentación, por lo que temen ir a ver a sus familiares y conocidos por el riesgo a quedarse atrapados también en la calle. Muchos se arriesgan igualmente para llevarles enseres y alimentos porque son su única conexión con el mundo exterior.

Para las personas refugiadas no solo sobrevivir se ha convertido en un acto de resistencia y clandestino, sino que las autoridades han encontrado con esta nueva barrera la vía para impedir la solidaridad entre quienes tienen techo y quienes se han convertido en personas sin hogar. Llama la atención el esfuerzo y el presupuesto que las instituciones dedican en Lesbos a convertir cada segundo de estas personas en un infierno.

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