No hay tristeza entre los refugiados que se han quedado sin su chabola en Moria. Al menos, no más que el día antes del incendio que ha arrasado el mayor campo de refugiados de la Unión Europea. No puede haberla porque estas laderas de barracas cercadas por riachuelos de aguas fecales no eran su casa ni su aldea, sino un absoluto infierno de tortura psicológica. Tanto, que son muchas las personas que afirman que de haber sabido lo que se iban a encontrar en Europa tras salir de Afganistán, Iraq, Siria, Yemen… hubiesen preferido morir en sus países. Y en el caso de este centro, en la isla griega de Lesbos, no es una frase hecha, ni una exageración, es la reacción lógica de mujeres como Sakina Sajadi.
La misma tarde en la que comenzó el incendio que ha vuelto a poner Moria en el ojo público, esta afgana se acercó a la chabola de su vecina para pedirnos que, por favor, cuando acabásemos, ella también quería ser entrevistada –utilizo el nosotros porque, aunque técnicamente la entrevista la hago yo, para que fuera viable, Samir traducía del farsi al turco y Yakub al inglés: la colmena que hace posible el periodismo profesional–.
En un brazo, Sakina cargaba con una bolsa de plástico. Alrededor del resto del cuerpo le revoloteaban cuatro niños enganchados en el cuadril, a la falda, a la mano, a sus piernas. La fuerza de su determinación no conseguía borrar del todo sus 26 años: sigue teniendo cara de niña. Pese al rictus crispado y la mirada incisiva. Pese a que, como casi todos los habitantes de Moria, llegó a esta isla griega con su marido y su prole a bordo de una precaria barcaza en la que, a la fuerza, debes perder algo de inocencia.
Escasez de respiradores
La muchacha de rostro redondo salpicado de pecas vacía el bolso sobre la impoluta moqueta que ha colocado sobre unos palés su vecina Karishna Ameri, también afgana, como más del 80% de los solicitantes de asilo en Lesbos. El suelo se llena de inhaladores, de informes médicos, de certificados de ONGs muy y poco conocidas, de la ONU y del ACNUR… Los migrantes y refugiados son seres a los que la burocracia del norte global obliga a viajar con poco más que una funda plástica en la que, a menudo, protegen del mar y las inclemencias sus títulos académicos, los números de teléfonos de sus madres por si les pasa algo, los certificados de escolarización de sus criaturas. Una carpeta de la que dependerán sus vidas una vez lleguen a Europa y que se seguirá llenando con papeles que, rara vez, significan que vayan a ser tratados como personas respetables o bienvenidas.
Antes de que nos dé tiempo a formular la previsible pregunta de quién está enfermo y por qué no le atienden, Sakina ya le ha dado al play en su móvil. Su hijo Hamit, de 4 años, que juega a su lado con los inhibidores vacíos, se nos aparece ahora también en dos dimensiones: tose y tose desde la pantalla, con los ojos casi tan desorbitados como los de la madre, que nos intenta hacer entender que, una de estas noches, su hijo se va a morir porque desde que empezó la pandemia de covid-19, especialmente peligrosa para las personas con enfermedades respiratorias, apenas si le dan respiradores: “Tengo que hacer colas durante horas para que me entreguen medicamentos para tres días, y ya no me dejan volver hasta la semana siguiente”.
Mientras verbaliza estas palabras, la madre escudriña ante la cámara las cabezas con piojos de sus hijos para que seamos conscientes de que aquí no hay manera de protegerlos. La misma escena se repetirá en diferentes chabolas: padres y madres pidiéndonos que grabemos las picaduras y heridas en las piernas huesudas de sus criaturas, el hinchazón del estómago, incluso el desproporcionado tamaño de uno de sus testículos. Ser padre o madre entraña, fundamentalmente, una responsabilidad: velar por el bienestar de tus pequeños. El campo de Moria lo hacía imposible, lo que generaba frustración, sentimiento de fracaso y mucho estrés entre su población adulta.
Así que, cuando unas horas más tarde, de madrugada, llegue a una de las carreteras que comunica el campo con el resto de la isla, no puede ser tristeza lo que me encuentre entre esos bultos que duermen en los arcenes, porque lo que se ha quemado no eran sus hogares, eran sus celdas.
La primera noche al raso
Mohammed balancea su cuerpo para acunar al cuerpecito que duerme sobre sus piernas. A su lado, un reguero de mantas y sacos de dormir serpentean su estirpe, hasta llegar a su mujer: cinco críos duermen entre ellos. Son afganos, de la etnia hazara, la más discriminada en su país. Mohammed mantiene fija su mirada en las luces de los coches del control policial. No se puede acceder al campo, y la familia de Mohammed es una de las afortunadas que ha podido salir huyendo antes de que se estableciese el perímetro de seguridad.
De vez en cuando, sobre los quitamiedos, surgen las siluetas negras de alguna familia que ha encontrado una salida a través de las plantaciones de olivos. Es noche cerrada, las mascarillas para el coronavirus filtran también ahora un humo denso y negruzco que en unos minutos nublará nuestra vista y en pocas horas habrá tiznado nuestras ropas. Todo Moria arde: los plásticos y palés de las tiendas, las ropitas de niños y adultos que colgaban en su interior, la pastilla de jabón, y todo lo poco que hubiesen conseguido reunir en estos meses o, incluso, años que pueden llegar a pasar atrapados en esta isla.
Ni Mohammed ni su mujer, Zeeba, muestran tristeza, solo un agotamiento ante la perpetua inclemente incertidumbre. Su prisión arde, pero ¿dónde ir ahora? ¿Dónde guarecerte, dónde dormir cuando no tienes nada, ni te dejan ir más allá de las carreteras que circundan el antiguo campo de detención? A unos metros, una pareja joven de Siria se incorpora cada poco para comprobar que su niña de tres años duerme bien; tres jóvenes de Gambia cubren su rostro cada vez que un coche de bomberos les deslumbra, mientras el sol empieza a despuntar.
Pese a la negativa por parte de la policía para acceder al campo a través de las vías principales, no ponen mucho celo en evitar que se pueda entrar por caminos secundarios. Los olivares que rodean el campo de Moria ofrecen sombra a familias que esperan que alguien les diga qué va a ser de ellos, dónde pueden ir para encontrar algo de comida y agua para sus hijos, dónde pasarán la siguiente noche. Somaya distrae a su crío de cuatro años mientras ‘baba’ (papá en árabe y en farsi) ha emprendido la búsqueda de algo que le calme las tripas y la sed. Esta joven de 25 años está embarazada y aún tiene capacidad para sonreír y bromear sobre esta nueva adversidad.
Porque el incendio de Moria es solo una más de las que se ha encontrado a lo largo de su vida y porque mientras el detonante de estas llamas aún no está claro, sí lo está su origen: Moria se creó en 2015 como un espacio de tránsito para los solicitantes de asilo que llegaban desde la costa turca, con una capacidad para unas 3.000 personas. En este momento albergaba a más de 13.000 y hasta el inicio de la pandemia, a más de 26.000.
Una noche tras otra
Pero pronto Moria terminó convirtiéndose en un centro de detención, en el que los aspirantes a refugiados y refugiadas ven cómo se les va la vida haciendo colas: colas de horas, hasta tres veces al día, para conseguir comida; colas para pedir cita en la Oficina Europea de Apoyo al Asilo; colas para sacar dinero en el único cajero de ATM –en el caso de que tengas alguien que te lo pueda enviar–; colas para rogar por una cita médica, colas para ir al baño, para lavar la ropa, para hacer alguna pregunta a un trabajador de una ONG ante la flagrante y sistemática falta de información…. Hasta el incendio, Moria era un reguero de gente haciendo colas, siempre sin saber si cuando llegase su turno iban a obtener lo que habían ido a buscar o si se habría acabado el pan, las medicinas o las ganas de su interlocutor de darle una respuesta.
“Cuando tienes que pensar todo el tiempo en cómo conseguir comida, medicinas, en cómo proteger a tus hijos, terminas mal mentalmente. Mi hermano ha dejado de hablar, se ha convertido en un ser pasivo, no hace nada… Él no era así, es Moria”, explicaba Somaya horas antes de que se iniciara el incendio mientras, lógicamente, ignoraba las preguntas sobre las consecuencias de la pandemia.
Los habitantes de este centro sabían que las instituciones locales, nacionales y europeas, las ONG locales, nacionales y supranacionales, y la opinión pública internacional eran plenamente conscientes de que aquí era imposible mantener las distancias de seguridad cuando para hacer cualquier gestión estás obligado a hacer colas y amontonarte con otras cientos de personas; ni evitar tocarse cuando duermen hasta diez miembros de una familia en una misma barraca de tres o cuatro metros cuadrados; ni lavarse a menudo las manos porque en el único sitio público en el que lo podían hacer es con sistema artesanal que un refugiado ha puesto en marcha con garrafas y palos reciclados… con el apoyo de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados. En el seno de la Unión Europea.
Así que la aparente preocupación institucional que se desató por la pandemia en Moria cuando se identificó el primer caso de contagio, aquí solo podía aumentar el escepticismo: en los días previos al incendio, en vista a las condiciones en las que tenían que vivir estas 13.000 personas -más de 4.000 son niños, niñas y adolescentes–, daba pudor preguntar por la COVID. Las familias entrevistadas querían que atendiésemos a las grietas supurantes de los pies de sus hijos, a la imposibilidad de llevarles a un colegio -muchos aprendían a leer con el Corán en las chabolas que hacían las veces de mezquitas– y, sobre todo, a esos papeles que se van amarilleando y agrietando y que no terminan de recibir el sello rojo que les reconocería como refugiados y, por tanto, la posibilidad de salir de Lesbos.
No es extraño, por tanto, que lo que encontré cuando las llamas arrasaban parte de Moria la madrugada del miércoles, no fuese tristeza, sino la misma desesperación de los días anteriores… y la misma rabia contenida.
No es ningún ‘desastre natural’
Para Caroline Wellimer, coordinadora del proyecto de Médicos Sin Fronteras para la pandemia de COVID-19 en Lesbos, “lo más frustrante de Moria es que la gente vive en estas circunstancias por una decisión política de los líderes de la Unión Europea, no por un desastre natural. Tenemos niños con diarreas, infecciones, enfermedades cutáneas y de otra índole por cómo tienen que vivir y esto no lo podemos curar, solo aliviar sus consecuencias”.
Y esto lo saben sus habitantes, que ahora yacen desperdigados por las carreteras que rodeaban el campamento, así como los que buscan entre los restos humeantes de sus chabolas algo que rescatar. O los que como Abdul, también me piden que le entreviste. No es lo habitual en un sitio en el que muchos de sus habitantes sienten que se han convertido en monos de feria de un circo de la ayuda humanitaria y el periodismo.
Sus ‘casas’ eran chamizos de apenas dos o tres metros cuadrados, por lo que buena parte del día lo tenían que pasar al aire libre, sin privacidad, mientras hombres y mujeres blancos les saludan con la mejor de sus sonrisas y, probablemente, de las intenciones, pero sin capacidad real para cambiar sus circunstancias.
Cuando la intervención humanitaria y el periodismo pierden su capacidad de transformación e incidencia, y su función se reduce en gran medida a la de ser testigos, no podemos esperar que personas que llevan años intentando ponerse a salvo ellas y sus familiares, tengan interés por contarnos una vez más por qué salieron de Afganistán –como si no supiéramos lo que ocurre en Afganistán–, o cómo es la vida diaria entre aguas fecales y con unas cuantas naranjas para desayunar una familia de seis miembros, como nos mostró Masume Naimi. “Este es un sitio terrible para los niños y los adultos: no tiene nada de lo que se supone que tendría que haber”, sentenció.
Por eso, cuando la noche del miércoles las llamas volvieron al campo de Moria y la policía disparó gases lacrimógenos contra las multitudes que no sabían qué hacer ni dónde ir, tampoco se sorprendieron. Es lo que llevan viviendo años, primero, en sus países y ahora, en Europa. Un obcecado intento por quebrarles, porque eso es Moria, un lugar donde niños y niñas de hasta 10 años se han intentado suicidar en estos cinco años de existencia.
Por eso no debería extrañarnos tampoco otra paradoja: que este incendio del infierno sea, quizás, la única posibilidad para estas personas de salir de esta isla y de seguir sus vidas. Porque nadie aquí quiere que vuelvan las tiendas de campaña a Moria: ni los refugiados, ni las instituciones locales, ni la población de Lesbos. Los habitantes de la isla rechazan mayoritariamente la permanencia del campo, ya sea porque les violenta tener que convivir con este nivel de miseria e injusticia diariamente, porque creen en el derecho a que se respete la dignidad de estas personas o porque no creen en su dignidad por racismo y, consecuentemente, los quieren fuera de sus países. En cualquier caso, coinciden en su deseo con los refugiados, que solo quieren poder salir de Lesbos para llegar a un lugar en el que poder reconstruir sus vidas. Tuvo que arder Moria para que sus habitantes tuvieran alguna posibilidad de sobrevivir.
Abandonar la tierra de uno para intentar vivir mejor es humano, lo entiendo, abandonarla para no vivir bajo la bota de los canallas que imponen su ideología aberrante a fuerza de latigazos y de asesinatos es una necesidad imperiosa; dicho esto, entiendo que son los países europeos los que deberían tener partidas en los presupuestos del estado para socorrer a esas personas, porque los trabajadores y las trabajadores de este país-España- ni siquiera podemos tener hijos porque no sabemos si los podremos sostener; yo hubiera querido tener media docena, porque me gustan los niños, pero solo he tenido dos, porque más ya no podía. No es culpa nuestra que estas familias tengan tantos hijos, y no creo que un país tenga recursos ilimitados para acoger a todo el que llega, que ya son muchos. El sentimentalismo no resuelve nada, porque al final, lo que hay es lo que hay, y ya no hay más, pero se les podría dar un pedazo de tierra y herramientas para que se ganen el sustento; que de eso hay de sobra. En la comunidad valenciana hay muchas tierras abandonadas que ya no se siembran; y seguro que ropa no les faltaría, en todas las casas hay ropa de sobra. Ayudaríamos, claro que sí, pero a buen seguro que, no hay para tantos. Los españoles somos generoso, pero los recursos en las familias escasean…; ¡que pena me dan esos niños! Pero la realidad es la que es, que Europa no es El Dorado. Como ya muchos están comprobando.
Patricia, gracias por revolverme el estomago esta mañana. Mi pregunta es, además de llorar, de indignarte, de colaborar con Acnur, de decirte «esto no puede ser», ¿qué podemos hacer?
Un abrazo
Magnífico artículo Patricia. Es impresionante.