Análisis

De lo impróvido y lo ímprobo: (malas) maneras de afrontar un futuro incierto

"Madrid es un campo de experimentación de formas de florecimiento del mal: esperamos la segunda ola en la playa cuando ha habido tiempo para irse tierra adentro".

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, en un homenaje a las víctimas de la COVID-19 en Valdemoro. COMUNIDAD DE MADRID / Licencia CC BY-NC-SA 2.0

Impróvido (lat. improvidus) es aquel que desprevenido ante lo que le sobreviene ha de adecuar decisiones y actos sobre la marcha. Ímprobo (lat. improbus) el que actúa de tal manera que no habrá un buen desarrollo (lat. probus) de aquello que tenía encomendado. El primero se enfrenta a aquello que no ha sabido o podido ver (lat. videre) con antelación (pro-), improvisa entonces ya inmerso en la situación y lo hace a veces con resolución y competencia. El segundo, en cambio, se caracteriza por no adecuar su actuación a contingencias impensables, sino por el modo por el cual sus decisiones no se desarrollan conforme a la situación prevista: no es fiable, por tanto, porque no ha cuidado los pasos para velar por el progreso satisfactorio de la función que debía cumplir. O no lo ha pensado o lo ha pensado con una lógica que no vela por lo bueno, sino por su interés. De ahí que el ímprobo se asocie con el que no cumple su “probo” (su deber profesional) y por tanto carece de honra que en principio hace referencia a los cargos públicos a los que se estima por su buena gestión (lat. honos). Se pueden hacer esfuerzos ímprobos movidos por un exceso de aplicación en la labor, pero también cuando estos no conducen a nada bueno. De ahí que un sinónimo de ímprobo sea malo: que actúa con motivos poco claros y genera un daño.

El ímprobo no es honrado y, además, carece de probidad porque no respeta, es decir, no sabe mirar con consideración a los demás y por tanto no responde como debe a quien debe en el momento que se requiere. Si el impróvido reacciona, el que actúa por improbidad responde conforme a su propios planes y puede hacerlo de forma eficiente y eficaz según los objetivos que persiga. No es como tal incompetente, sino que, puesto a prueba (lat. probus), se manifiestan actitudes reprobables (lat. reprobus) que, de otro modo, hubieran pasado desapercibidas.

El ímprobo, incompetente o no, actúa y decide, pero siempre produce un desarrollo dañino y probable: no es preciso haber incendiado un monte para saber que una acumulación de acículas y hojarasca con una chispa prende con facilidad. A no ser que quiera especularse con el terreno. Se puede ser ímprobo y competente de la misma forma que se puede ser un impróvido incompetente. El impróvido incompetente y el ímprobo tienen en común una mala forma de afrontar una situación por falta de previsión o por exceso de la propia visión que es ciega con respecto a los demás, aunque no pierde de vista nunca lo que quiere. En ambos casos se quema el monte. Ahora bien, el impróvido, si es eficaz, puede llegar a reaccionar de tal manera que se contenga el fuego. El ímprobo siempre produce llamaradas mientras se camufla entre las llamas. 

Sócrates diría que el incompetente hace mal por desconocimiento: “La acción que yerra por falta de conocimiento sabéis vosotros, sin duda, que se lleva a cabo por ignorancia” leemos en el Protágoras. Pero si la situación ya no es imprevisible, si ha habido una experiencia previa, si hay constancia de personas que no sólo han muerto, sino que se les ha dejado morir y morir solas, de cómo Madrid sangra y de cómo sus habitantes están llenos de heridas de duelo y pérdida, de incertidumbre y desorientación, de miedo que alimenta servilismos y también odios, de inconciencia o negación de la realidad, entonces ya no hay desconocimiento ni reacción por improvisación. Si ya no hay falta de previsión, nos movemos en la improbidad de la respuesta. Y si esta es también sinónimo de “maldad”, dado que produce un daño, la cuestión es ahora de qué tipo de mal estamos hablando

El mal se dice de muchas maneras: ignorancia (Platón), carencia (Plotino), egoísmo (Agustín de Hipona, Kant), exceso (Sade), irreflexión (Arendt) o brutalidad y demencia (desde Aristóteles hasta los contertulios actuales a la hora del café). Muchas de ellas se están cumpliendo como un catálogo de microhorrores mientras miramos hacia otro lado o, lo que es peor, se justifica con varias excusas como aquella que compara entre sí males y sus ejecutores como si por ello el mal fuera menor o más llevadero. Es como arrojar una piña ardiendo en un lugar donde todo arde. No hay males menores ni comparación que valga cuando otra vez, de forma previsible y ya no impensada, reaparece el daño o se hace más profundo. Las familias volverán a preocuparse (si alguna vez dejaron de hacerlo) por sus seres queridos, sentirán la punzada de aquel pensamiento que se quiere disipar como el humo o del que se quiere despertar como de una pesadilla, según el cual quizá ya no volveremos a abrazar a quien amamos porque está en el grupo de riesgo, sentirán la angustia ante el despedido o el miedo a no tener qué comer. 

Madrid es un campo de experimentación de formas de florecimiento del mal: esperamos la segunda ola en la playa cuando ha habido tiempo para irse tierra adentro. Ya no hablamos de una actuación impróvida sino ímproba. El daño natural que procede del virus no puede evitarse (sería el mal físico del que habla Leibniz), pero el que puede minimizarse es aquel derivado de las decisiones morales (mal moral) y políticas de una mala gestión. Este daño, como sostiene Thiebaut, es innecesario.

En este sentido, lejos de minimizarse, se han maximizado las posibilidades del daño: desde los recortes a la sanidad pública, el trato a los trabajadores de la salud, el transporte público y la dejadez con respecto a la educación publica. Lo público. Vayamos no con el daño, sino con el mal. Elija, lector o lectora, el concepto que más le convenza para entender lo que sucede en la Comunidad de Madrid o en la que usted resida. 

Plotino, que tenía su aquel, hubiera dicho que el ímprobo que gobierna las comunidades lo que tiene es carencia de capacidades. Otra forma sería, desde Agustín de Hipona a Kant, hace actuar generando daño por egoísmo: vela por sus propios intereses y los demás serían medios para alcanzarlos. Descartamos la de Sade porque nadie, que se sepa, quiere producir en la Comunidad de Madrid tanto sufrimiento deliberadamente. Tenemos por supuesto el mal irreflexivo del que no piensa las consecuencias de sus actos sobre los demás, el mal banal, del que hablara Arendt. Tenemos el mal de la pusilanimidad, de quien pudiendo hacer no dice nada: es por tanto deficiente. El mal de la demencia del que habla Aristóteles: “De los que carecen de juicio, los que son irracionales por naturaleza y viven sólo con los sentidos, son brutales; los que lo son a consecuencia de enfermedades, como la epilepsia o la locura, son morbosos”. Y también otro mal que trata de cumplir un plan disimuladamente y con eficacia: hacer un Boris Johnson para cumplir su plan a escondidas (ganar la “biológica” inmunidad de grupo) y que así que la víctima no sea la economía.

Pero eso, que se gobierne para los empresarios y no para los ciudadanos y se vele por lo privado y no por lo público, no es democracia. Es oligarquía. Elija la opción que quiera: sea platónico, aristotélico, plotiniano, agustiniano, kantiano, sadiano o arendtiano. Hay males para elegir y ninguno de ellos minimiza el daño ni calibra las consecuencias en el futuro más cercano. Sea como fuere son formas del mal porque pudiéndose evitar o minimizar el daño provocado por una mala gestión, no se ha hecho. Y eso es ímprobo y reprobable. 

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