Opinión | Sociedad

Alucinaciones

"Creo que mi inconsciente desearía escindirese en dos cuerpos para lidiar mejor con todo", escribe Aixa de la Curz en su nueva columna 'Alucinaciones'

ILUSTRACIÓN: XAVI ISERN

Artículo publicado en #LaMarea. Puedes conseguirla aquí.

Hace unos meses vi un fantasma. No es algo que me hubiera sucedido antes. Me desperté en mitad de la noche a dar de mamar a Noa y, al principio, pensé que la figura que nos observaba desde el umbral era mi marido, que por aquel entonces dormía en el salón para que la bebé y yo tuviéramos más espacio en la cama, pero al saludarle no obtuve respuesta. La oscuridad no me permitió ver su rostro; solo un corpachón fornido que se movía como un péndulo, de lado a lado. Una presencia bamboleante. Así lo describí a la mañana siguiente, cuando Iván me confirmó que no había sido él. Que había visto algo que no podía estar allí, que no pertenecía a este lado de las cosas. 

Los dos nos asustamos, aunque por motivos distintos. Él, por miedo a lo sobrenatural, y yo, por miedo al brote psicótico. Hacía nueve meses que no dormía más de tres horas seguidas y, en las últimas semanas, la situación había empeorado hasta el punto de que la mayoría de las tomas nocturnas apenas se espaciaban hora y media. Recordé esa vida anterior de mi vida en la que abusaba de las anfetaminas. Recordé lo que mi cerebro hace conmigo cuando lo someto a periodos de sobreestimulación e insomnio, y en aquel mismo instante me despedí de la lactancia y el colecho. 

Compré una cuna. Compré biberones. Puse a mi hija en la cuna y puse los biberones en manos de mi marido. Me acosté y dormí. Las cosas mejoraron por encima de mis expectativas porque ni siquiera había sido consciente de lo mucho que había perdido por culpa del cansancio. Dejé de ver a través de una bruma que asumí que era miopía aunque la graduación de mis gafas no hubiese variado en la última década. Recuperé el control pleno de mi vocabulario – lo que significa que dejé de funcionar como el predictor del móvil, accediendo a palabras que se parecían fonéticamente a las que quería usar pero que no eran la palabra que buscaba–, y también la agudeza mental, la capacidad de hacer y entender un chiste, y retomé entonces parte de mi vida social sin miedo a sentirme ridícula, insegura como una adolescente que, después de un encuentro con amigos, rememora cada frase que ha dicho y se siente abochornada. 

Volvió el deseo sexual, incluso. La necesidad de que alguien me recordara con sus manos que sigo teniendo límites. Pero hay cosas que permanecen rotas, raras, porque el agotamiento se ha atenuado pero sigue ahí como el bajo continuo que marca y define esta época de mi vida, la vida adulta. Por ejemplo, lloro sin ningún esfuerzo por la recompensa del propio llanto, para obtener mi microdosis de oxitocina y seguir con lo que estuviera haciendo. Por ejemplo, ayer saqué una taza con agua hirviendo del microondas y me quedé congelada con ella en las manos, viendo cómo un holograma de mí misma se acercaba a la mesa de la cocina y se servía una cucharada de café soluble. 

Creo que mi inconsciente desearía escindirse en dos cuerpos para lidiar mejor con todo, con los cuidados, con el trabajo, con la necesidad de producir para gritarle al mundo que sigo viva, pero solo tengo un cuerpo, este, que no llega a los estantes más altos en los que guardamos la lejía, ni a los plazos de entrega, ni a las citas con el pediatra. 

No es ningún consuelo, pero me doy cuenta de que casi todas estamos así, que franquear los límites de la treintena nos ha supuesto cambiar las drogas recreativas del fin de semana por un delirio de extenuación que nos acompaña de lunes a domingo, y lo que más me asusta es que las veteranas nos palmean los trapecios contracturados y nos dicen, es normal, es normal, respira y continúa, que todo pasa. Pero yo no hago más que pensar en cosas oscuras y terribles como el Manual KUBARK de la CIA que me estudié en el doctorado, un manual secreto sobre técnicas de interrogación que se desclasificó a finales de los 90 y que recoge las enseñanzas extraídas de los experimentos médicos y psicológicos secretos realizados por el Gobierno estadounidense en la década de los 50. Concluye que para doblegar las defensas de un prisionero –para romperlo, según la expresión inglesa, que me parece terriblemente precisa– no es recomendable que un agente externo le inflija dolor; lo que verdaderamente funciona es que el prisionero sienta que es su propio cuerpo quien le falla, porque si culpa a alguien ajeno, si identifica a un enemigo, empieza a soñar con vengarse y se hace fuerte. Para evitar que eso suceda, para que el prisionero delire con que son sus músculos quienes lo traicionan, hay que agotarlo.

Las técnicas privilegiadas son el insomnio y las posiciones de estrés. Así torturan las democracias occidentales y así nos tortura el sistema. Es lo que me obligo a recordar últimamente, cuando acuesto a la niña y me zigzaguea el nervio ciático y engullo un vino de trago para mitigar la sobredosis de cafeína y poder dormir un par de tramos de tres horas antes de que suene el despertador cuando aún es de noche: que el dolor proviene de mi cuerpo pero que mi cuerpo no es el origen del dolor; que lo orquestan otros, que viene de fuera. Estoy demasiado cansada para emprender ninguna revolución pequeña como apagar el WiFi y decir, “me planto”; demasiado cansada para pensar alternativas viables a esta fantasía de omnipotencia que solo se concreta en autoexplotación, pero al menos indulto a mi cuerpo, lo eximo de toda culpa, pongo música y bailo por la casa. Quiero creer que si recuerdo que el enemigo está fuera y hago acopio de rabia para cuando regresen mis fuerzas, no me romperán con estas técnicas coercitivas de torturador profesional, seré inmune a los efectos del cansancio, que es mucho más sutil que una aguja de bambú bajo las uñas, pero que –no lo minimicemos– resulta igualmente violento.  

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