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La muerte de una estatua

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Análisis

La muerte de una estatua

"Una estatua parece muerta cuando la vemos aisladamente y no como un nudo en el que se cristaliza un plexo de fuerzas políticas, sociales y económicas que siguen vivas en el presente".

El Ayuntamiento de Barcelona retiró la estatua del esclavista Antonio López y López en 2018 (Barcelona en Comú).
Ana Carrasco-Conde
31 julio 2020 Una lectura de 5 minutos
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Una estatua (lat. statua) no es otra cosa que una presencia sin más pasado que el que le aportamos nosotros mismos, lo que no quiere decir ni que carezca de historia ni que no interpele a nuestra memoria. Permanece de este modo en pie (stare) cristalizando lo que un modo de estar en el mundo quiso establecer (statuere) como digno de ser recordado. Se olvida sin embargo que estos modos cambian y los sentidos no son unívocos, que no son más que estacionarios, que ciertamente vemos en ellos algo de un pasado que nunca se percibirá en el presente tal y como fue. 

No hay estatua que vanaglorie el mal y el daño, pero sí que lo invisibiliza por la imposición de un punto de vista ciego al sufrimiento ajeno. Y esta es la primera de las paradojas de una estatua: que aunque se levantó en el pasado, sólo cuando está viva despierta nuestra memoria. Convertida en monumento porta un significado cuyo propósito es producir un efecto o consolidar un valor, aunque ese significado se altere con los años y se resemantice.

Por eso se convierten en símbolos, del griego symbolon, es decir objetos que, partidos en dos, adquieren su sentido solo cuando alguien reúne sus partes. Ya lo ven, una estatua es sincrónica: una parte está dada por la presencia de un resto y la otra por el presente de una mirada. Por eso, quien erige una estatua en vano trata de hacer perdurar a través de la petrificación el sentido de un acontecimiento o de un personaje histórico tal y como fue porque nunca quedará preso e impreso en la piedra lo que significó en su época: nuestra comprensión de él se verá modificada con el tiempo y la conciencia que lo sitúan en un lugar y no otro de nuestra realidad actual. 

Somos nosotros, con nuestra experiencia, conocimiento y sensibilidad los que encontramos en este reducto del mundo inorgánico esculpido en otro tiempo, algo que conmemorar o que condenar. Petrificado el ideal a través de la piedra, este adquiere movimiento cuando el sentido del pasado sigue activo de algún modo en el presente.

Por eso cómo reaccionemos ante una estatua habla más de las dinámicas presentes que del pasado en sí mismo a través de los modos de rememoración que manejamos, pero también nos encara hacia un futuro en construcción porque la respuesta a esta reacción excluye caminos de la convivencia y de reconocimiento.

Como una pieza parecida al trozo de papel que da vida al golem, la parte que aporta una época convierte a la estatua en algo vivo o en algo muerto. Por eso son “monumentos” en el sentido del que habla Jacques Le Goff: del latín monumentum, de la familia etimológica de “moneo”, significa “hacer recordar”, porque son un símbolo de una memoria activa que nos afecta e interpela.

Una estatua vive cuando la sentimos parte de nuestra memoria. Vive cuando aún no es historia. Y como tal, como memoria que forma parte activa y en actividad en nosotros, queremos honrarla porque conmemora o queremos derrumbarla porque lo que rememora como loa es vivido como ultraje, pero el problema no es la estatua, sino lo que activamos de su tiempo a través de ella: la desigualdad, la discriminación o la injusticia.

Si la imagen duele es porque se inserta en una red de heridas que siguen abiertas y que, por tanto, aunque cubiertas con el apósito de las soluciones coyunturales nunca cicatrizaron desde su base. Ahora bien, derribarlas no implica necesariamente neutralizar su valor simbólico. 

Una estatua está muerta cuando su estática sólo nos despierta el sentimiento de la contemplación estética. Está viva cuando la estática dinamiza con su presencia nuestra praxis política a través de nuestra memoria, cuando en ella todavía late una ideología que daña o ensalza en el presente a algunos colectivos porque hacen ver la estabilidad de ciertas dinámicas que siguen activas.

La estatua va más allá, por ello, de la piedra: apunta a lo que su presencia estatuye, consolida y sostiene (lat. stabilire). Una estatua muere cuando se convierte en un simple objeto y la mirada viva del que la contempla sólo ve en ella su valor artístico, estético e histórico, pero no la carga ideológica (dañina, explosiva, incendiaria) que la conformaba porque este poder ha desaparecido.

Una estatua parece muerta cuando la vemos aisladamente y no como un nudo en el que se cristaliza un plexo de fuerzas políticas, sociales y económicas que siguen vivas en el presente. Una estatua muere cuando este plexo se debilita y desaparece. Pero hay estatuas vivas que parecen muertas y que, como monumentos, siguen vivas y activas en nuestra memoria. Y las hay que quieren matarse para neutralizar la fuerza que aún tienen. Se convierten, según se las trate, en piedra sin sentido, en piedra en el camino, en piedra de un camino común o en pedrada. 

Hay estatuas que permanecen olvidadas y que, con el paso del tiempo, se retiran porque carecen de valor y por ello se destraman, borrosas, del tejido de nuestro presente. Hay otras que se conmemoran, pero olvidando o minimizando la parte de ultraje que implica. Y es ese el problema, que son pedrada. Tanto que a veces de las apedrea en correspondencia con el riesgo de la lapidación y ocultación.

Hay otras que, al ser conscientes de la herida que implican, son bajadas de su pedestal en una decisión consensuada y problematizada para ser degradadas y desposeídas críticamente de su poder político para ser parte del empedrado de un camino común. Son parte de la historia y como tal se reconocen, pero pasan a ocupar otro lugar, aun manteniéndose en pie en las mismas plazas, porque cambia nuestra mirada sobre ellas, no porque veamos de otro modo nuestra historia, sino porque vemos más: se convierten en recordatorios de que, de igual modo que fuimos ciegos a la barbarie y a la injusticia de ciertos tiempos, podemos serlo en la nuestra.

Recontextualizar no es el modo de cambiar el valor simbólico de una estatua, como si se reescribiera entonces el pasado con el riesgo de emparedarlo, sino descolocarla para que, como quien mueve un jarrón sobre mueble antiguo y deja ver con su gesto el contorno de polvo que no percibido yacía sobre la superficie, haga visible al mismo tiempo el contexto en el que se colocó la estatua y el lugar que ocupó durante mucho tiempo en nuestro presente. Y empedrar así un camino que asuma el pasado sin emparedarlo y construya hacia el futuro. 

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