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Leyenda
MANUEL JIMÉNEZ FRIAZA / TUS ARTÍCULOS // La palabra «leyenda» procede del gerundio latino con valor de obligación. Significa literalmente «lo que ha de ser leído», con arreglo a su género neutro originario. Aún recuerdo de mi infancia un uso coloquial parecido, en consejos como «fíjate bien en lo que pone en la leyenda». Esto quiere decir también, según lo entiendo, que las leyendas, en su significado más extendido, llegan a nosotros ya escritas, con solo remotas huellas del océano sumergido de los relatos orales de que nacen.
Siempre me han encantado y, en el momento en que pude comprarme libros caros, adquirí una voluminosa antología de leyendas españolas de Vicente García de Diego, fundamentada y entretenida, aunque hecha con un criterio discutible: solo eligió aquellas más literarias del inmenso corpus disponible y de autores conocidos, en la mayoría de los casos. También trabajé con leyendas andaluzas en mi primer año como profesor y, más adelante, en un taller de narratología, encargando a los alumnos –de zonas rurales: es impensable su supervivencia en poblaciones urbanas grandes– pequeñas investigaciones sobre leyendas vivas en su localidad. En una de esas ocasiones encontré rastros de una leyenda, no literaturizada, de un animal dañino y monstruoso que provocaba terror en la comarca y que destruía con fuego: algo muy parecido, según la reconstrucción hecha por el hablante a uno de mis alumnos, a los dragones, parlantes y no parlantes, que han popularizado tantas películas actuales.
La leyenda se emparenta con la tradición, que se opone habitualmente a la Historia (así lo ha hecho Agustín García Calvo en muchos de sus opúsculos). Tratándose en un caso y otro de relatos, se bifurcan y separan a causa del concepto contemporáneo de verdad científica. Esta, como monopolio de la Historia, ajustada a palo seco a documentos, objetos y testimonios comprobados –las famosas fuentes– en una búsqueda de interpretaciones que se suponen más cercanas a la «verdad» del pasado. Aunque con la excepción, que yo conozca, de los historiadores británicos tradicionales, excelentes narradores todos, como Sir Steven Runciman, que en su Caída de Constantinopla, 1453, nos ofrece una rigurosa obra histórica que se lee como una gran novela. Esta excepción incluye a los de formación marxista –una nutrida y fértil escuela– como el gran Eric Hobsbawm, a quien debemos la deliciosa historia de las revueltas agrarias del conocido como Capitán Swing, el nombre mítico e individual de los primeros luditas.
La leyenda, por su parte, no necesita el aparato erudito o científico en su búsqueda de verdad, pues en su camino propio bastan los relatos perdidos o imaginarios que le dan forma y ritmo, en la que el cálculo temporal no importa sino como evocación y neblina, sin quedar sujeta a exigencia de exactitud alguna. Lo que no quita que entre los pecios identificables de muchas leyendas se encuentren fragmentos de «verdad» histórica, como nos enseña el conocidísimo caso del arqueólogo Heinrich Schielamann en su búsqueda exitosa de los restos de Troya a partir de los textos legendarios de Homero.
Según nos acercamos a la modernidad, a la vida aburrida de las ciudades, sometidas ya a la ley del trabajo, el tiempo muerto planificado en ocios y diversiones, es decir, en tedio irremediable, las leyendas van adquiriendo las caras proyectadas por el espectáculo y el deporte; pero el barullo, ya ruidoso como nuestro tiempo, de hechos o hazañas de cantantes o jugadores, tildados con toda la mala intención como «legendarios», es el mismo. Como lo es la falta de interés por encontrar, en el contraste crítico con los hechos, «verdad» biográfica ninguna. El caso es que estas vidas nada ejemplares deben ser conocidas, leídas y baremadas, en tanto leyendas, en el frívolo canon del stream social, que también arrastra en su corriente las que se han popularizado como «leyendas urbanas» . Justamente, porque se trata de rumores o teorías supersticiosas no contrastadas con la realidad, enriquecidas por la creatividad del boca a boca.
La prescripción de aquellas cosas que tienen que ser leídas puede, también, ser decretada por una individualidad poderosa, tal como hizo –o quiso hacer, porque es el destino de las leyendas estar siempre inacabadas– el poeta Juan Ramón Jiménez, obsesionado siempre con legar su obra (su Obra, con mayúsculas) como un corpus ordenado. En torno a 1958, en el exilio, lejos de su tierra y de su gente, ya tenía un título para su obra completa: Metamorfosis, cuyas materias y nombres serían: Leyenda (poesía); Historia (prosa lírica); Política (ensayo y crítica general); Ideolojía (aforismos), Cartas (cartas públicas y particulares); Complemento («complemento jeneral»); y Traducción (traducciones de poetas extranjeros).
¿Por qué Juan Ramón pensó en el nombre de «Leyenda» como la totalidad abarcadora de su obra poética? Seguramente porque era consciente de la naturaleza de la leyenda, los versos que debíamos leer: «Como un mar en movimiento y cambio». Historia era el nombre adecuado para su obra en prosa, esclavizada por un sentido, ya como cultura y como ciencia, dejándonos la libertad de elegir entre leerla o no…