Internacional
El diablo, en los detalles: un genocidio cultural en China
"El trabajo forzoso se une a la esterilización forzosa de los uigures para cambiar el balance demográfico y 'chinificar' Xinjiang", analiza Mónica G. Prieto.
Siempre he tenido miedo de abusar de las palabras. Tachar un acontecimiento de ‘dramático’ resta dramatismo a cualquier otro evento de mayor magnitud, y exagerar no es labor de los periodistas. Temía que mi selección semántica pudiera ser cuestionada, y que eso restara credibilidad a mi trabajo. Prefería pensar que una descripción exhaustiva de los hechos permitiría al lector usar el calificativo que yo esquivaba para no caer en la mera opinión.
La última vez que me enfrenté al dilema fue cubriendo la campaña de represión generalizada contra la comunidad uigur en la provincia china de Xinjiang, la pasada primavera. La población autóctona de Xinjiang –no llegada de otros puntos de China– es de origen turcomano y su identidad se demuestra en sus rasgos, su idioma, su cultura, su lengua, su música, su historia y sus tradiciones, elementos todos en vías de extinción gracias a la campaña masiva de asimilación forzosa de China, donde los adultos son conducidos a campos de reeducación mediante el trabajo –una forma diferente de llamar a la esclavitud fomentada y patrocinada por el Estado–.
Y sus hijos, a orfanatos –aunque no sean huérfanos–, donde son criados como niños chinos, en lo que los expertos califican de ‘reprogramación cultural’ mediante un lavado de cerebro que permite que los más pequeños olviden sus orígenes. Esto garantiza al Estado que, en unas pocas décadas, no quede ni siquiera el recuerdo de sus orígenes étnicos.
Se ha documentado al menos medio centenar de instalaciones donde se estima que 1,5 millones de personas han sido encarceladas sin cargos en su contra para aniquilar “el virus ideológico del Islam”, como lo califica Pekín. Allí estudian mandarín y legislación china, se pone a prueba su lealtad al régimen comunista y son obligados a renunciar al Islam, según muchos de los liberados.
Fuera de los campos, en la provincia, se aniquila su arquitectura para sustituirla por el estilo chino, se arresta de forma masiva a sus intelectuales –desde el Premio Sakharov, condenado a cadena perpetua pese a ser una de las voces más comprometidas con la convivencia étnica, hasta músicos, cómicos, escritores o bailarines–, se destruyen sus cementerios islámicos y sus minaretes y la población es sometida una exhaustiva vigilancia tecnológica que permite al régimen saber cada detalle de sus vidas, desde con quién se relacionan hasta por qué calle caminan, pasando por lo que acaban de adquirir en el supermercado.
Los expertos hablan de genocidio cultural. Siempre tuve reparos al usar la expresión hasta que esta mañana leí el mismo término empleado por la secretaria de Asuntos Exteriores británica, Lisa Nandy, quien, entrevistada por la BBC, describió la política de China en Xinjiang como «la persecución deliberada y el asesinato de un gran grupo de personas en función de su origen étnico».
Genocidio, según la Real Academia de la Lengua, implica la “aniquilación o exterminio sistemático y deliberado de un grupo social por motivos raciales, políticos o religiosos”. En Xinjiang no está habiendo un exterminio físico porque, que se sepa, no están muriendo en los campos, pero sí existe una política precisa destinada a exterminar una cultura. ¿Es necesario esperar a que se consume antes de encender las alarmas?
La pregunta toma fuerza con las informaciones de los últimos días, porque los titubeos alargan una situación insostenible. Este lunes, el diario The New York Times demostraba que parte de las mascarillas que China exporta al mundo están fabricadas con mano de obra uigur. “Según la Administración de Productos Médicos Nacionales de China, solo cuatro compañías en Xinjiang producían equipos de protección médicos antes de la pandemia. A 30 de junio, el número ha aumentado a 51. Tras revisar informes estatales públicos, el Times ha comprobado que al menos 17 de esas compañías se incluyen en el programa de transferencia de trabajo”, un polémico plan patrocinado por el régimen comunista y que, según los expertos, incluye mano de obra obligada, mediante la amenaza de sanciones o multas, a trabajar para el Estado.
No es algo nuevo: en marzo, el Instituto Australiano de Estrategia Política publicó un informe llamado Uigures a la venta: reeducación, trabajo forzoso y vigilancia más allá de Xinjiang que identificaba 83 empresas chinas y extranjeras que se beneficiaban de la mano de obra uigur mediante programas de transferencia de trabajadores “potencialmente abusivos”. El informe estimaba que al menos 80.000 uigures habían sido transferidos de Xinjiang a otras provincias y asignados a cadenas de producción de diversa índole.
Uno de los casos estudiados por el informe incluía los 600 trabajadores de Xinjiang empleados en enero de 2020 en la compañía de calzado surcoreana Taekwang, situada en la localidad china de Qingdao, encargada de coser las zapatillas deportivas a Nike. “En la empresa, los trabajadores uigures hacen zapatillas Nike por el día y por las tarde, acuden a la escuela para estudiar mandarín, cantar el himno chino y recibir entrenamiento vocacional y educación patriótica. El currículum es un reflejo del [aplicado en] los campos de reeducación de Xinjiang”.
El trabajo forzoso se une a la esterilización forzosa de toda la comunidad uigur para cambiar el balance demográfico y chinificar Xinjiang. Hace unas semanas era una investigación de AP la que confirmaba una denuncia recurrente entre los presos que habían logrado salir de los campos de reeducación, pero que resultaba difícil de demostrar. Según la misma, el régimen del Partido Comunista Chino ha impuesto “medidas draconianas” para reducir los nacimientos uigures al tiempo que fomenta los nacimientos de la comunidad han.
“El Estado somete regularmente a las mujeres de las minorías a controles de embarazo y obliga al uso de dispositivos intrauterinos, esterilización e incluso el aborto a cientos de miles, según demuestran las entrevistas y los datos obtenidos. Aunque el uso de los DIU y la esterilización ha disminuido en todo el país, está aumentando considerablemente en Xinjiang”, se leía en un artículo que, citando a algunos expertos, hablaba de “genocidio demográfico” para referirse a la política china en Xinjiang de los últimos años.
La limpieza étnica cultural de los uigures es un hecho desde hace años, desde que el gobernador de la provincia Chen Quanguo llegó al cargo en 2016 procedente del Tíbet, donde ya había “pacificado” a los tibetanos mediante un estado policial de vigilancia tecnológica similar al que aplicó en Xinjiang. Para China, el objetivo de los centros es “desradicalizar” a una población “profundamente afectada por el extremismo religioso”, pero no podemos dejarnos aturdir por la retórica de ningún gobierno, y menos de una dictadura, capaz de esterilizar, encarcelar y asimilar a una minoría étnica como ya hizo en Tíbet. Sobre todo, cuando dicha dictadura pretende jugar un papel internacional de igual a igual con democracias a las que se supone un cierto respeto a los derechos humanos.