Política
Laura Casielles | La herencia recibida
En los exámenes de la EVAU preguntaron por el papel del rey en la Transición: "¿Cuánto dura la legitimación por el pasado? ¿No se agota?", reflexiona Laura Casielles.
LA MIRADA DE LAURA CASIELLES // El otro día, un amigo al que este año le ha tocado evaluar exámenes de la EVAU –la selectividad, para quien no haya seguido la sucesión de cambios de nombre– me contó algo que me dejó pensando. Resulta que uno de los temas que cayó en la prueba de historia fue “el papel del rey en la Transición”.
“Menuda tarea difícil tienes”, le decíamos: “¿Cómo narices se evalúa la respuesta a esa pregunta?”. Más que nada, respondía también él, porque la cuestión está en que hay que adecuarse a cómo les hayan enseñado que se tiene que responder.
Es cierto que en historia no hay algo así como una pregunta a salvo de las interpretaciones. Pero esta, tan pegada a una actualidad sobre la que los chicos y chicas que están haciendo el examen quizá tengan incluso que votar en algún momento de su vida —estoy siendo demasiado optimista ahora, ¿verdad? — me parecía especialmente representativa de ciertos puntos ciegos de lo que entendemos por aprender.
Pensé mucho en ello durante la semana, escuchando tertulias en las que, ante el enésimo escándalo del Borbón en cuestión, ese relato consensuado de su papel durante la Transición volvía a ser el argumento con el que construir una barricada tras la cual esconder las miserias presentes. No es solo la EVAU: hay una respuesta que también es la que te facilita sacar buena nota luego, en el mundo de los mayores.
Y es algo tan sistémico que los esfuerzos de todos los profesores y profesoras en absoluto dóciles que intentan que su alumnado piense en lugar de ofrecer una contestación previamente definida como correcta lo tienen realmente difícil para revertir la situación.
Más allá de lo discutible de una transición a la democracia en la que la equidistancia permitió que la monarquía recibiera el cargo no solo por sangre sino además de manos de un dictador –un relato que igual ya nos va tocando revisar colectivamente con ojos críticos–, se me venían a la mente algunas preguntas de fondo. ¿Cuánto dura la legitimación por el pasado? ¿No se agota? ¿En qué momento empezamos a ser capaces de leerlo de otra manera?
El dilema no solo aplica a la cosa monárquica, claro. La difícil relación que tenemos con el pasado y su relato tiñe todas las noticias, todas las polémicas. En muchos sentidos. Se me venía a la cabeza también, por ejemplo, al hilo de esas elecciones vascas y gallegas que dejaron todo aparentemente como estaba, pero en realidad un poquito peor para quienes creemos en la necesidad de cambiarlo. Los análisis del día después se convirtieron en un terreno de disputa más centrado en arreglar cuentas del pasado que en resolver problemas del presente.
Otra vez, preguntas muy emparentadas con aquellas otras:¿Hasta cuándo es útil centrar la mirada en el retrovisor? ¿Cuándo empieza a impedirnos mirar hacia delante? ¿Qué significan la crítica y la autocrítica si no mueven a hacer algo de manera diferente?
En realidad, el mecanismo lo conocemos bien. En lo íntimo de nuestras vidas funciona igual: nos hacemos una idea de lo que ya fue que nos entrampa mucho para imaginar lo que podría ser. Somos como somos porque nos pasó no sé qué de pequeñitas. Que alguien nos hiciera daño una vez puede romper para siempre toda posibilidad de un reencuentro. Que nos hiciera bien, por las mismas, puede hacer que permitamos sus violencias hacia otras personas. La historia que nos contamos afianza nuestras confianzas y nuestras desconfianzas: nos marca una inercia de la que puede ser difícil salir. Intentar revisar las propias versiones, sin embargo, es bastante útil para no quedarse pegado al suelo en un mismo lugar.
Hay un refrán que descubrí hace poco y que me encanta: “No hay que tirar al niño con el agua sucia”. Es verdad que necesitamos ese mínimo colchón de medio plazo que puede darnos lo ya vivido, un poco de previsibilidad sobre las maneras de estar en el mundo del resto, para saber a qué atenernos. Pero ni un error nos obliga a seguir para siempre en la senda del daño, ni algo bien hecho nos da carta blanca para lo que venga.
Toda fórmula esconde una trampa: lo único que vale es adecuar cada vez el análisis a las circunstancias. Revisar lo sabido, tomar lo que aplique, descartar el resto, y tratar de encontrar lo nuevo y diferente que esté haciendo falta. Es así como enseña el pasado, no con dogmas.
Y, sin embargo, algo me hace temer que no sea esa lógica lo que se vaya a llevar sobresalientes en la EVAU.
Últimamente estamos que saltamos con todo. No hay manera de tener un debate decente. Se comenta cualquier cosa en una red social y al momento se recibe una avalancha de respuestas que roba buena parte de la energía que una necesita para seguir adelante con el día. Y creo que tiene que ver con esto. Con haber aprendido –entre líneas al menos– que la verdad es una herencia recibida, un legado que se nos pone en las manos como una bandera bien pespuntada, y no un tejido que se va haciendo crecer,y que puede ser ahora una manta y luego un mantel.
Pero casi todo alberga contradicciones y matices. Se puede haber tenido un papel útil en un momento histórico determinado y no estar sirviendo ahora más que para saquear las arcas de lo común tanto en la oscuridad como a plena luz del día. Se puede estar haciendo un buen trabajo de Gobierno y ser a la vez partícipe de una debilidad que convierte en eriales políticos las periferias. Se puede haber sido una referente del pensamiento feminista que nos llevó a muchas de la mano para entender nuestras propias vidas, y haber derivado después a pisar la cabeza de quien es más vulnerable. Se puede defender algo y no creerlo perfecto. Se puede criticar algo y no lanzar al niño al cubo del agua de fregar.
Verlo así, por lo demás, no tiene nada que ver con la equidistancia. En absoluto se trata de admitir que hay dos versiones igualmente válidas, sino de asumir la complejidad inevitable de las cosas, y ponerla en juego. En realidad, lo que resulta del balance, cuando se hace en serio, se decanta casi siempre de manera bastante clara.
Necesitamos que no se nos enseñe a desfilar con las banderas de la herencia recibida, sino a ir tejiendo mantas y manteles para el futuro. Sería bonito que la gente que se va a incorporar al mundo adulto hiciera sus exámenes de la EVAU sintiendo que la matrícula de honor se da por pensar en libertad. Quizá ese es el tipo de destreza capaz de ayudar a que la vida que hay después de los colegios sea habitable.
Pero mucho me temo que no es así como se corrigen los exámenes –ni aunque se quiera, tengo que llamar a mi pobre amigo a ver qué tal le fue–. Y claro, llegamos a las polémicas de la vida pensando que la verdad es contar bien una lección aprendida. Así tenemos luego el Twitter y las tertulias, hechos un lodazal.
De momento, me temo que todo esto nos deja con unas pocas asignaturas pendientes para septiembre. ¿Tenéis por ahí algún cuadernillo Rubio que tenga pintados los renglones de otro modo de pensar?
Nocivas y nefastas herencias como la recibida por la sociedad española en el año 1978 por parte del criminal africanista rebelde ; nos deja como resultado un país con la sociedad enfrentada y arruinado de manera » endémica» para muchas,muchas décadas.
Salud y más que urgente 3ª República de Repúblicas de España.