Cultura
José Ovejero | El desánimo
"Mi comprensión de la historia es que las grandes catástrofes sacan lo mejor de los individuos y lo peor de las sociedades", escribe el autor.
LA MIRADA DE JOSÉ OVEJERO // Ha pasado un día desde que puse el título a esta columna. Hoy la mañana avanza y sólo horas después de abrir el ordenador consigo empezar, sin dirección clara, sin ideas precisas, a escribir. Sólo tengo una sensación, la que da título a esto que no sé si voy a ser capaz de concluir. Las dudas me hacen dejar de escribir una y otra vez. Quizá ha llegado ese momento tan temido que suele alcanzar a quienes escribimos regularmente en prensa: que no escribes porque tienes algo que decir, sino que escribes porque tienes que decir algo. Ese momento me ha hecho abandonar más de una vez mis colaboraciones regulares y callar por un tiempo.
Pero no es la misma sensación que me domina ahora. No es que no tenga nada que decir, es que dudo de su utilidad, del sentido, y también de reunir la energía necesaria para hacerlo. Y si continúo esforzándome es porque también tengo la sensación de compartir mi estado de ánimo con mucha más gente, por lo que no estoy dándole vueltas a algo personal -que suele tener poco interés, salvo para uno mismo- sino a un sentimiento compartido. ¿O me equivoco?
El caso es que deberíamos vivir momentos, si no de euforia, al menos de alivio. Contemplar el futuro con optimismo moderado: aunque no hayamos salido del túnel, la oscuridad que dejamos atrás parece mucho más intensa y prolongada que la que podríamos tener por delante. La epidemia amaina a pesar de los rebrotes; cada día que transcurre estamos más cerca de una vacuna; no sólo nos hemos vuelto conscientes de algunos problemas centrales de la sociedad, también se han dado pasos -más o menos decididos- para resolver varios de ellos, como la aprobación de la renta básica; se ha recuperado parte de la actividad económica, se han tomado medidas que amortiguan los peores efectos del confinamiento y del parón de las actividades. No, no estamos bien, y algunos colectivos han sufrido y sufren de manera desproporcionada la crisis, pero ya sufrían antes: trabajar en condiciones de explotación y de desprecio a la salud y al bienestar de las personas no es fruto de una situación excepcional. Y al menos puede que nos hayamos vuelto más conscientes de que es así.
No es que esperase que, como se empezó a decir, saldríamos mejores de la crisis. No comparto las burlas de los cínicos de turno –y los cínicos siempre están de turno– hacia las esperanzas excesivas de cambio gracias a la epidemia, pero mi comprensión de la historia es que las grandes catástrofes sacan lo mejor de los individuos y lo peor de las sociedades: mientras una minoría se vuelca en actos solidarios, la mayoría se endurece y defiende con saña su territorio. Sólo durante esa fase a menudo breve en la que la amenaza parece democrática y la inmensa mayoría se siente en peligro asistimos al espejismo de la generosidad colectiva: en cuanto vuelve a haber clases frente al peligro, se reinstauran las estructuras de la desigualdad.
Así que no esperaba demasiado; y sí, creo que estamos mejor que hace pocas semanas. Sin embargo, el desánimo está ahí y no es sólo mío: lo detecto también en artículos y comentarios, en las redes, en las conversaciones. Como si estos meses de malestar y preocupación se transformasen ahora en un cansancio que nos paraliza, incapaces de decirnos, como supongo que se dirán los corredores agotados de una maratón, venga, resiste, no te desplomes, sólo quedan unos metros hasta la meta; quizá porque, de todas formas, no vemos la meta, o porque la vemos, pero ha dejado de interesarnos.
Sin duda, parte de la culpa la tiene el cansancio provocado por este tiempo de preocupaciones, miedos y cálculos. También ha quedado en nuestro ánimo un residuo –o más que eso– de tristezas por las pérdidas y los sufrimientos propios o de gente cercana. Quizá no podemos evaluar aún lo que ha significado dejar de ver a amigos y a amigas; incluso asistimos perplejos a haber perdido el deseo de hacerlo, como si nos hubiésemos acostumbrado a esa vida afectiva amortiguada por el miedo al contagio, igual que tanta gente se ha habituado a un teletrabajo que resulta cómodo, pero que elimina contactos, conflictos, encuentros y desencuentros, que reduce la emotividad y la variación. A lo mejor, vamos dejando de seguir las estadísticas de la epidemia, pero la epidemia sigue ahí y podría regresar con virulencia. Quizá es eso, que nos hemos retraído, agazapado, conformado.
Mientras pienso todo esto encuentro la imagen de una mujer en Kenia, rodeada de langostas. Al principio no sé por qué me quedo fascinado con esa fotografía. La mujer mira a la cámara con expresión seria; a su alrededor vuelan decenas -pero sabemos que en realidad son millones- de langostas. En las manos lleva dos varas que usa para intentar espantarlas. Dos varas para millones de langostas. Da igual que no esté sola y que otras personas se enfrenten a la plaga junto a ella. Imagino su desánimo y que quizá, en algún momento, deje de golpear porque tampoco ella vea para qué sirve tanto esfuerzo.
Ya sé que, por muchos motivos, no es una situación comparable, pero al mismo tiempo encuentro en la imagen un eco de lo que siento ahora: estar desbordado por algo que me supera y que llega de varias direcciones a la vez; saber que tengo que seguir vareando, pero con la sensación de que es inútil; pensar que, si me quedo quieto, quizá incluso llegue el momento en el que deje de percibir lo que me rodea, o de encerrarme en casa y esperar a que todo pase por sí solo, aunque luego tenga que asomarme a un paisaje devastado.
¿Me estoy poniendo melodramático? Probablemente. Mi situación seguro que no es ni de lejos tan dura como la de esa mujer. Venga, no exageres, me digo, no te hagas el mártir, date cuenta de que, en muchos sentidos, eres un privilegiado.
Ya, si todo eso ya lo sé. Y no estoy solo. Hay más gente ahí, vareando, gente a la que a veces pierdo de vista en medio de esta nube. La culpa es de este desánimo, de esta desgana. ¿Sentís lo mismo? Pero se me pasará, se nos pasará, seguro. Y en la próxima columna escribiré algo más positivo, más combativo. En la próxima. Hoy no.
Hay que perder el miedo. El sistema nos tiene cogidos por el miedo.
Si no lo tienes tú lo tiene el conjunto de la sociedad que a mi modo de ver ya no te mira amigablemente sino como posible transmisor.
Quieren desconcertarnos, que dudemos de nosotrxs mismxs y individualizarnos más todavía si cabe. Es su triunfo.
Antes del ataque bacteriológico cogíamos fuerzas y calor humano en las manis reivindicando la sanidad, (a las que por cierto no acudían lxs de los aplausos y banderas francomonárquicas), la escuela pública, contra la ley mordaza, las pensiones, ect., ahora me falta ese calor y esa fuerza. Pero resistimos y resistir es vencer. No estamos vencidos.
Me estremece el valor de aquellxs chavalxs republicanxs (también las había chavalas, las chavalas que a mí me gustan) que cuando salían a combatir decían para darse ánimos: «total lo más que nos puede pasar es perder la vida».
Hay que saber enfrentarse con valentía a las nuevas armas del capital.
Motivos de desánimo claro que los hay porque, como decía Julio Anguita, «a mí no me inquieta ni el capitalismo ni el fascismo, a mí lo que de verdad me inquieta es el silencio del pueblo».
Pues me sumas a mí también en esa e grupo. Siempre he sido positivo y con ánimo a tope, incluso en los peores momentos de esta situación vivida. Sin embargo ahora es cansancio, un cansancio extremo, una sensación de que nada ha cambiado y lo cambiado ha sido para peor. Si, hay personas que lo han pasado peor, que lo están pasando mucho peor que uno, pero eso no me compensa.
Pero como con las tormentas de verano, luego queda ese fresquito reparador y ese sol o ese atardecer precioso, que hace agarrar nuevos ánimos. Podremos!!
No estás solo y creo que se trata de transformar ese desasosiego en una ola revolucionaria que deje a la clase parasitaria a los pies de los caballos, mientras nosotras y nosotros, los trabajadores, montamos en el caballo. ¡Celebremos la lucha!
El desánimo es un sentimiento natural ante tanta cuestión fuera de nuestra «normalidad». Indudablemente que esta pandemia nos tomó de sorpresa, y además, se nos vinieron las langostas como una plaga- y no de Egipto- sino trascendental. Pero, como decía la canción del guerrero suhahili:
» El sentido de la vida estriba en la lucha. El triunfo o la derrota está en manos de los dioses. ¡Celebremos la lucha!»
Así, que querido amigo, ¡Celebremos la lucha! Y sigamos ahí dando batalla aunque sepamos que no está en nuestras manos decidir el triunfo o el fracaso. Tú sigue batallando con las palabras- que se te dan muy bien- y yo seguiré leyéndote, contra viento y marea.
Cariños desde UY