Internacional

La infancia de Burkina Faso, atrapada entre el yihadismo, la pobreza y la COVID-19

El primer viaje internacional del presidente Sánchez ha sido a Mauritania para asistir a la cumbre del G5 del Sahel. Viajamos a Burkina Faso para entender por qué la pobreza extrema y el crecimiento de los grupos de yihadistas han convertido esta región en un foco de interés para la Unión Europea.

Bajo un sol abrasador, y con la pobre protección de algunas ramas y algo de follaje seco, encontramos un destartalado pozo minero en el pequeño pueblo de Sansana, cerca de la frontera entre Burkina Faso y Ghana. En la entrada nos recibe Marcel, nombre ficticio, allí nos hace ver una fila de zapatillas y chanclas a la puerta del pozo. «Ponemos aquí nuestro calzado porque en caso de derrumbe podemos saber quién ha quedado atrapado. En los últimos siete años, han muerto 50 compañeros», remarca con frialdad.

Con solo 17 años, Marcel es un minero experto. Coge su linterna y con una goma elástica se la coloca en la cabeza. Agarrado a una soga desciende unos 120 metros. Como toda agarradera, sus manos y pies. No cuentan con ningún medio de seguridad. Así, jóvenes de entre 12 y 20 años arriesgan a diario su vida para extraer oro. Trabajan sin horario, cuando más saquen, más cobran. «Trabajo aquí porque tuve que elegir entre estudiar y pasar hambre. No quería seguir pasando hambre», explica mientras nos pide que salgamos del pozo. A sus compañeros no les agrada la presencia de periodistas.

El hambre y la presión familiar empuja a los niños y niñas de Sansana a trabajar en unas condiciones precarias de salud y económicas en las dos minas de oro que hay en la zona. Alrededor de las minas se conforman pequeñas ciudades de chabolas. En esas endebles construcciones se amontonan multitud de negocios: comida, telefonía y ropa, principalmente deportiva, que son vendidas en este improvisado mercado a los trabajadores de la mina que tienen dinero fresco después de hacer jornadas de más de 12 horas. Muchas de esas improvisadas tiendas dependen de propietarios de las explotaciones mineras, muchas de ellas, con capital francés y canadiense, y regentadas por cargos políticos.

Entre los guardias armados que vigilan las instalaciones también se puede observar a numerosas mujeres. Unas lavan la ropa y hacen la comida de los trabajadores en condiciones poco higiénicas. Otras se ofrecen como prostitutas, enviadas por sus propias familias o introducidas por mafias desde la vecina Ghana. Esta es una de las situaciones que más angustia a las pocas ONG que visitan y actúan en la zona. Jéssica Hernández, directora de Gentinosina Social, muestra su preocupación «por el alto índice de chicas de 14 y 15 años que abandonaron los estudios y acaban trabajando como ‘esclavas’ de los trabajadores de la mina y ejerciendo la prostitución». Gentinosina Social es otra ONG española que trabaja con mujeres y niños de la zona.

«Intentamos poner en valor el papel de la mujer dentro de las familias, les encargamos artesanía y productos locales como jabones de karité, productos con telas, etc. para impulsar su economía e independencia y así fomentar el comercio justo”, remarca Hernández. Cada verano viaja a las aldeas de Burkina con un grupo de voluntarios para realizar actividades educativas, lúdicas y comunitarias con cerca de 400 alumnos y alumnas de los centros construidos por la ONG Escuelas Sansana.

No es extraño ver a jóvenes y niños bebiendo alcohol en grandes cantidades mientras descansan de la jornada laboral. «Beben para reponer fuerzas del duro día y para volver a entrar al pozo sin miedo», comenta Dika, un joven de 16 años que hasta hace dos era alumno de la escuela de Sansana. «Yo quiero volver a estudiar, el trabajo aquí es peligroso y cada vez gano menos. No quiero perder mi futuro entre gente borracha y sin esperanza», afirma mientras cuenta que mañana será su último día de trabajo. Dika quiere tener otra alternativa a la mina y nos cuenta que hará el último curso de secundaria el año que viene y después intentará ir a Europa a buscar un buen trabajo: “no queda otra para los jóvenes de aquí», sostiene.

Hijas, hermanas, madres y estudiantes a la vez: las niñas en África

Con los primeros rayos de luz, Adeline ayuda a vestir a su hermano pequeño Modeste. Le pone la ropa con prisa. Antes de ir al colegio siempre trabaja en el maizal de la familia. A sus 12 años es el reflejo de la vida diaria de millones de niñas y adolescentes en África: trabajan, cuidan a los hermanos pequeños, van a por agua y, las que pueden, estudian. Ella y su numerosa familia viven en el pequeño pueblo de Sansana, en la región de Pony al suroeste de Burkina Faso, un lugar de difícil acceso, sin carreteras, montañoso y entre la frontera con Ghana y de Costa de Marfil. Es una zona con una economía agraria de subsistencia, con graves carencias alimenticias, sanitarias y educativas que la pandemia de COVID-19 ha agravado.

Tras ayudar en las tareas agrícolas, Adeline y Modeste parten, como cada mañana, a la escuela infantil de la aldea. Allí es donde acude a clases el pequeño de siete años. «Es bueno que Modeste venga a clases, sobre todo porque puede comer una vez al día. Normalmente, nosotros solo comemos por la noche y bebemos un té por la mañana», cuenta Adeline. Son palpables las secuelas de la malaria y la desnutrición en Modeste, siempre fatigado y escaso de fuerzas. La mayoría de los niños de Sansana solo comen una vez al día, muchos de ellos gracias a la ración que reciben por acudir a la escuela. Así es la vida en una de las partes más pobres del mundo.

Después de dejar a su hermano, Adeline toma el camino embarrado hacia la escuela secundaria, a unos 2 kilómetros de la infantil. Con su semblante serio y sus ojos tristes, presume de que su nombre está escrito en la pizarra de clase porque es la mejor alumna de su edad. «De mayor me gustaría ser profesora y enseñar a los niños, aunque eso es muy difícil. Somos pobres y seguramente no siga estudiando cuando acabe la secundaria», relata Adeline mirando al suelo con su timidez habitual.

La joven intuye que su futuro estará lejos del sistema educativo. En Sansana no hay clases a partir de los 13 años y tendría que desplazarse a Gaoua, la capital de la región. Muchos niños de la aldea dejan de estudiar a esa edad por este motivo, otros son enviados a las minas de oro de la región donde serán explotados laboralmente. Como siempre la peor parte de esta situación se la llevan las chicas. Muy pocas niñas de la aldea estudian más allá de la secundaria. En otras poblaciones de la zona encontramos la misma situación. La mayor parte se dedican a ayudar en la economía familiar, trabajando en el campo o encaminadas a un matrimonio en muchas ocasiones pactado entre familias y clanes.

La educación como arma para un futuro mejor

La escuela secundaria de Sansana está situada en la parte oeste del poblado. Desde allí se aprecia la belleza y el colorido del paisaje. El verde de la sabana se mezcla con la tierra rojiza arcillosa en este final de la época de lluvias. Ya dentro del aula aparece Ema, prima y la mejor amiga de Adeline. «Somos inseparables», nos chapurrea en un francés mezclado con la lengua local. Ema es inquieta y sonriente. «De mayor quiero tener una peluquería, me gusta hacer trenzas y peinar a mis amigas», cuenta entre sonrisas. «No tendré marido, tendré mi negocio», grita Ema con entusiasmo y con una confianza poco habitual entre las chicas de Sansana, que suelen ser bastantes tímidas.

También, entre las polvorientas aulas de la escuela encontramos a Hervé. A sus 13 años es, junto a Adeline, el mejor estudiante de la escuela. Inteligente y pillo, la energía y las ganas de aprender de Hervé son tremendas. Su inquietud representa las ganas de salir adelante de la juventud africana. Siempre atento, no aparta los ojos de la pizarra del profesor de matemáticas, su asignatura favorita. «Sueño con ser un hombre de negocios importante, vivir entre Burkina y Europa», dice con aire risueño mientras muestra un cuaderno con palabras en francés, inglés y español.

Cuando los alumnos están en el recreo aparece en su todo terreno Boubacar Kambou, director de la parte local de la Asociación Escuela Sansana, cuya matriz está en Madrid. Esta entidad fue fundada por varios profesores españoles, jubilados en su mayoría. Han construido la escuela infantil y secundaria del pueblo, además de otras seis escuelas en seis localidades de la región de Pony, escolarizando así a más de 1.500 niños de diferentes edades.

La labor de la entidad está enfocada al área de la educación, la nutrición y la salud, pero también en potenciar las capacidades de las mujeres para mejorar su estatus familiar y su autonomía. «Las zonas rurales del país son muy pobres y las condiciones para la educación de los niños son bastante malas, por eso nuestro objetivo es construir instalaciones dignas que faciliten a los alumnos ir a las clases», señala Kambou. «Es importante que acudan a clases y entren en el ciclo escolar. Así se evita que tiren su vida esclavizados en las minas de oro bebiendo alcohol a diario con 12 años», explica.

Mejorar y aumentar las  escuelas para luchar contra la violencia terrorista

Tras los graves atentados que sufrió el país en 2016, las diferentes organizaciones de cooperación internacional y el Estado han puesto bastante empeño en aumentar y mejorar las escuelas, especialmente en el mundo rural. Entienden que es la mejor estrategia para combatir la captación de los grupos yihadistas. «En la asociación que yo dirijo la escolarización de la infancia es fundamental. Pensamos que con una buena educación los jóvenes se alejarán de los extremistas religiosos» apunta Boubacar.

El Sahel es una zona con una gran expansión demográfica. Según datos de la ONU, de 80 millones de personas que viven en la actualidad en la zona, en 2050 serán 120 millones los habitantes que poblarán la región. La mayoría de ellos están en situación de pobreza extrema, un caldo de cultivo ideal para los diferentes grupos yihadistas que operan desde 2012 en la zona del Sahel y el lago Chad. En los últimos tiempos, también operan en los países del golfo de Guinea: Togo, Costa de Marfil, Ghana y Benin.

Hasta 2016 Burkina Faso era un remanso de paz y un bastión para las fuerzas internacionales de paz, en su mayoría francesas.

En el país operan Ansarul Islam, un grupo terrorista autóctono, así como el Grupo para el Apoyo del Islam y los Musulmanes (JNIM), una organización yihadista que aglutina a otras cuatro, entre ellas Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) y Al Murabitún, y, en menor medida, Estado Islámico en el Gran Sáhara (ISGS).

La zona del Sahel es de vital importancia para la política de cierre de fronteras de la Unión Europea. Es zona de tránsito de las personas migrantes que se dirigen a ella a través de la ruta mediterránea, además de punto de partida de muchos de ellos. En estos últimos años, multitud de mafias ligadas al terrorismo han copado esas rutas para el tráfico ilegal de personas y drogas. «Europa se arrepentirá si los violentos toman el control a las puertas de su continente», finaliza Boubacar.

La expansión del Covid-19

Oficialmente no se han registrado casos de personas contagiadas por coronavirus en la región de Pony. Pero sus consecuencias se están notando en otras áreas de la vida cotidiana de sus habitantes. «Ahora mismo con la pandemia estamos preocupados porque el Gobierno cerró los caminos y carreteras hacia la ciudades y eso nos impide desplazarnos para comprar arroz, que es la base principal del menú que damos», remarca preocupado el director de Sansana.

«Aunque el gobierno ha levantado el estado de alarma para reactivar al país, al estar cerrada las fronteras con Malí y Costa de Marfíl es muy difícil dar de comer a nuestros alumnos y nuestra comida suele ser la única que hacen al día muchos de los niños. El riesgo de hambruna en la zona es real». Recuerda Boubacar Kambou que Burkina apenas posee recursos y no dispone de litoral para producir productos tan elementales como el arroz o el pescado y lo importan de sus países vecinos.

Esta situación de escasez de recursos ha producido una ligera subida de precios que ha dificultado todavía más la compra de alimentos y bienes de primera necesidad para la población de la zona. «Hambre es sinónimo de caldo de cultivo para el yihadismo», añade Boubacar, haciendo referencia a los continuos ataques terroristas que sufre el norte del país, otro de los graves problemas que sufre Burkina y que ha provocado más de 850.000 desplazados en la región.

Entre los sanitarios y cooperantes de la zona existe un gran miedo a no poder implantar las medidas recomendadas de higiene y distanciamiento físico, más después del levantamiento del estado de alarma por parte del presidente Chirstian Kaboré. Entidades como Médicos sin Fronteras indican la necesidad de entender cómo vive cada sociedad para ajustar estas medidas a sus contextos sociales. Según relata Boubacar, «la gente vive día a día, necesita diariamente ir al mercado pues no tienen dinero para comprar a largo plazo, ni neveras para conservar la comida». Un claro ejemplo de que las medidas recomendadas en todo el mundo no valen para una parte de África.

Aún hoy, Burkina Faso, uno de los países más pobres del mundo, tiene una de las tasas más altas de infección por coronavirus en África subsahariana, en un país donde el acceso al agua ni al jabón está garantizado. Esta pandemia pondrá más incierto el futuro para Burkina Faso y los niños de de Sansana seguirán teniendo difícil llegar a la integridad con la que soñó el país a principios de los años ochenta.

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Comentarios
  1. Es horrible.
    Enhorabuena por el artículo.
    Hace empatizar y sentir que es un problema que nos va a afectar.
    Siempre vemos África como algo lejano, que no es nuestro problema, que simplemente da pena… Cuando la amenaza de que las fronteras pueden dejar de protegernos parece tan real…dan ganas de involucrarse y cambiar cosas.
    Enhorabuena y gracias a las personas y asociaciones que trabajan en la zona.
    Y enhorabuena a ti, Antonio, por mostrarnos las cosas que no queremos ver, porque vivimos con la conciencia más tranquila mirando hacia otro lado.

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