Opinión
El verano y la limpieza
"La muerte de los vecinos me trae a la cabeza esa niñez en la que una nunca piensa en que todo ese mundo que te está rodeando dejará de existir un día".
No pensaba escribir hoy. Pero al terminar de editar este bello artículo de Edurne Portela sobre la muerte –»el verbo siempre conjugado en presente», termina reflexionando– recibí un mensaje de mi hermana acompañado de una foto que decía: «Mira cómo ha quedado la habitación de abuela«.
Mi hermana está haciendo la limpieza en casa de mis padres. La limpieza es LA LIMPIEZA, una tradición asociada al verano en muchos pueblos de Andalucía, no sé si en otros lugares. Lo cuento por si acaso. Porque hacer la limpieza no es limpiar un día ni todos los días. La limpieza se hace en verano, todos los veranos. Se saca todo de las habitaciones, se pintan las paredes –o se friegan si se pintaron el año anterior– y se vuelve a meter todo reluciente, con ese olor a insecticida que queda al final mezclado con el de la lejía. ¿Gel hidroalcohólico? Ja.
Mi abuela murió hace muchos años, pero esa sigue siendo la habitación de abuela. En presente continuo, tirando del hilo de Portela.
¿No os pasa que, cuando habláis por teléfono con vuestra madre, os cuenta, en la misma conversación en la que os pregunta por lo que habéis comido, quién se ha muerto? El segundo o segundo y medio que dista entre el ‘¿sabes quién se ha muerto?’ y el nombre de la persona fallecida, siempre se me hace eterno. «Anda», suele ser mi respuesta. «¿Cuándo? ¿En serio?». Pero luego regreso a mi vida sin ser consciente de cómo todas esas muertes reconfiguran mi mundo. Esta vez –y con esta vez me refiero a todo esto que nos ha pasado y nos sigue pasando–, sí he sido consciente de ello.
«¿Sabes quién se ha muerto? –me dijo mi madre el otro día– Reyes. Ni me había enterado porque ayer no salimos para nada de casa. El pobre». Reyes era un hombre al que recuerdo a todas horas con su mono azul de trabajo puesto. Tenía una fragua. Y siempre preguntaba por toda la familia. Era, como se suele decir, un hombre muy cumplido y servicial. Vivía en la calle de al lado, unas casas más arriba. En los últimos años, caminaba con un andador. Y hasta el último día que lo vi mantuvo su educada forma de preguntar por toda la familia.
«¡Joséee, adiós!», le decía cada noche de verano a mi padre, sentado en un sillón de plástico en la puerta de la calle. Era el tiempo donde el tiempo no existía, donde el verano empezaba con las vacaciones en el colegio y la limpieza en casa, y seguía con la piscina y las noches de charla en el fresco.
La muerte de Reyes me ha traído a la cabeza con más fuerza esa niñez en la que una –por mucho que piense en la muerte– nunca piensa en que todo ese mundo que te está rodeando dejará de existir un día. ¿Cómo iba a imaginar que no vería más a Antonio, el padre de mi amiga Delfina? ¿O al Pegaso y su mujer, los abuelos de mi amiga Eli? O que no pasaría en su bici José Antonio, el Tuerca, que solía pararse para hablarnos de su huerto y de las cosas de su nieta. «Es que no me lo imagino», me decía hoy por teléfono mi madre. Con razón.
Ya no pasan Dolores ni Melchor del brazo. Ni Gregorita ni Rogelia. Tampoco pasa el Huesiqui. Ni Rufino. Ni Carmen. Ni la otra Carmen. Ni Milagros. Ni Pepe. Ni Eloy, ni el marido de Amalia, ni el suegro de María Eugenia. Pasa el pan sin Maximino y sin el Kiki. No pasará Pilar. Ni Isabel. Ya no están María Teresa ni su hermana. Ya no se sienta al fresco el marido de María Antonia. Ni Encarnita ni Javier ni María la de la tienda. Ni Eladia. Ni Elisa. Ni Berenice. Ni Carlos. Ni José Luis. Ni Rosario ni Gabino. Ni Rafael. Ni Evarista. Ni los abuelos, como los llama Anita. Ya no suena la voz dulce y cantarina de María Moriche. Ni andan cerca el tesón y la sabiduría de Gregoria. Ya no están esas vecinas y vecinos con los que crecí. Está la casa sin Simona.
Sigue estando su habitación, claro, pero ya no está mi abuela.
Y eso es de lo que vengo a hablar en este año de despedidas, como escribía Aroa Moreno. De cómo mundos tan grandes y tangibles y pesados como el plomo se esfuman, desaparecen, se deshacen. Y se refugian, afortunadamente, en la memoria. A veces me digo, como se dice en la película Coco, que nadie muere si se le recuerda. Pero tal vez sea una excusa para no sentir la pena que en realidad siento cuando pienso en no poder mostrar mi mundo a las generaciones que vienen detrás. Es como si tu infancia, de repente, se quedara atrapada en el álbum de fotos para siempre, el que has visto una y mil veces cuando esa misma infancia estaba fuera del álbum, con toda esa gente viva.
«No parece la misma», siguió escribiendo mi hermana junto a otra foto en la que se veía que había cambiado de sitio el armario de la habitación de abuela.
Qué lindo leerte… Cuántas LIMPIEZAS al alba y cuántas conversaciones empapadas en lejía y emociones veladas. Hace días recordábamos, en familia, retazos de la infancia y ahora te leo y me emociono porque como bien dices «es como si la infancia se quedará atrapada en el álbum de fotos»; y es tan bello volverlo a abrir…
Un abrazo grande.