Cultura

Edurne Portela | No, sin, tampoco

"Escribo hoy pensando en Belén Bermejo. La ausencia invoca y demanda una presencia que la muerte ya no podrá destruir", reflexiona Portela.

Composición con fotografía de Belén Bermejo. Foto: Edurne Portela

LA MIRADA DE EDURNE PORTELA // Me pasa que no estoy acostumbrada a la muerte. Cada vez que muere alguien querido siento el mismo estupor, la misma extrañeza, la misma aporía ante el repentino vacío. Sé de un hombre cuya mujer murió de cáncer, poco después perdió a su hija mayor, después a su hija menor. Me pregunto cómo ese hombre vive con tanto dolor. Igual es que no vive, igual es que ha dejado de ser y meramente está.

Me doy cuenta, mientras escribo, que esa primera reflexión «no estoy acostumbrada a la muerte» es una estupidez. Nadie se acostumbra a la muerte, cuanto más te visita, peor. El dolor que provoca no puede ser otra cosa que acumulativo. De eso estamos aprendiendo mucho este 2020.

Escribo hoy pensando en Belén Bermejo. Si no tuviste la suerte de conocerla, busca las palabras que le han dedicado, en diferentes medios, Peio H. Riaño, Aroa Moreno Durán, Iñigo Picabea (entre otras personas), y en redes tantas amigas íntimas (David Trías, Ben Clark, Inés Martín Rodrigo, Elsa Veiga, Silvia Herreros de Tejada, Palmira Márquez y muchas más), porque entre todas conforman un retrato colectivo precioso y completo de ella. 

Desde el sábado pasado, Belén vive en nuestro recuerdo. Parece un mundo de tiempo, las horas y los días se han alargado anormalmente. Igual es otro efecto secundario (además del estupor, la extrañeza, la aporía): la muerte nos arrebata el tiempo a los vivos, lo estira como un chicle para evitar que un rápido pasar de puntillas —me viene a la cabeza la imagen absurda de un pequeño lagarto jesucristo corriendo por encima del agua— mitigue el dolor.

La muerte nos ralentiza y, al hacernos frenar, nos obliga a confrontar eso de lo que huimos en nuestro día a día: la consciencia de nuestra mortalidad y la extrañeza de que un día estamos aquí —y nos asombramos ante la belleza de las pequeñas cosas y nuestra piel se eriza con una caricia y nuestra mente nos deleita con momentos de lucidez y nuestro corazón bombea a tope cuando se ilusiona y nuestras piernas poderosas nos llevan por el mundo como si nuestra vida fuera eterna— y al día siguiente, no. En el tiempo lento del duelo que comienza tras la muerte del ser querido nos hacemos conscientes del no, del sin, del tampoco. Del vacío de la persona que ya no está, del futuro vacío que dejarán otras, del vacío que nosotras dejaremos.

Anécdota: ayer, mientras hacía inspección de las plantas de mi huerto, noté asombrada un agujero donde debería haber una planta de pimiento. Durante unos segundos me angustié, pensé en la desaparición abrupta, el espacio negativo, otra vez la extrañeza de saber que lo que hace unos días estaba vivo hoy, simplemente, no está. Hace una semana hubiera gritado un improperio y soltado unas cuantas maldiciones contra el topo ladrón. Ayer, no. La muerte nos obliga, también, a interpretar la realidad con sus claves, filtra nuestra mirada.

Enfrentarte a la muerte de alguien a quien quieres significa entender un poco mejor tu propia vida: por qué fue tan importante para ti su amistad, cómo contribuyó a tu felicidad, a tus saberes y afectos, qué espacio ocupó en tu cotidianeidad, qué te enseñó sobre lo que significa estar aquí, viva, mirando al mundo. Y cómo, ahora, puedes seguir siendo sin ella. 

El duelo consiste en establecer los nuevos términos de la propia vida con la ausencia de esa persona a la que queremos (el verbo siempre conjugado en presente). Se crea así una paradoja que ahora, más que nunca, me parece hermosa: la ausencia invoca y demanda una presencia que la muerte ya no podrá destruir. 

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